1. Verano. Prendo el televisor y, por más que haya pasado hora y media entre un encendido y otro, siempre veo lo mismo: modelos bellísimas caminando por una playa desierta. La chica se ríe y mueve el cuerpo como si nadie estuviera viéndola: intento adivinar cuántos años tiene pero el periodista se lo está preguntando justamente ahora, así que bajo el volumen. No es suficiente: un cartel aparece abajo y me aclara lo que no necesitaba saber: tiene 18 años y es uno de los últimos descubrimientos de Pancho Dotto, el dueño de una de las agencias de modelos más afamadas en Argentina.
La cámara muestra cómo se mete en el mar y ríe. Cambio de canal pero la imagen se repite de programa en programa: otras chicas salen a la playa con sus diminutos bikinis a recordarnos qué lejos estamos de ellas. Son la fantasía del verano para millones de hombres que saben que pueden verlas pero no tocarlas; están mas allá de su deseo, viven en un mundo propio, un paraíso idílico construido por personas como Pancho Dotto, que saben lo que el público quiere y se lo muestran bajo un cartel implícito de “se mira pero no se toca”.
Cuando veo al propio Dotto –en esta época es imposible no verlo; está en todas partes– que tiene un montón de chicas bonitas atrás, la mayoría no parecen tener más de 16 años y lucen simpáticas y frescas pero también ocupadas en hacerse notar. La alegría que desprenden todos parece falsa y autoimpuesta. Ni siquiera la playa parece verdadera: espío a ver si realmente es arena o un decorado a lo Philip K. Dick, una simulación destinada a engañarnos para que soportemos otro verano en la ciudad mientras ellos, lejos, nos prometen un paraíso al que nunca accederemos.
Dotto termina su autopromoción citando a las modelos que descubrió: Araceli González, Pampita, Dolores Barreiro… la lista es larga así que apago el televisor y empiezo a escribir esto, sabiendo que cuando vuelva a tentarme, las chicas estarán ahí para darme su discurso estándar, destinado a limar las diferencias entre el nosotros y el ellos, a hacernos creer que tenemos la mínima posibilidad de conocernos.
2. “Soy una chica normal que sólo quiere conocer gente y viajar haciendo lo que me gusta”. Ése es el mensaje inicial de una modelo que quiere triunfar sin comprometer sus valores; pero el ascenso a la cima es tan arduo que en algún punto esos valores se pierden y lo que antes era alegría natural ahora es una mueca vacía construida para seducir al público. La muestra está en los archivos de veranos anteriores aunque nadie quiera consultarlos, porque esos cuerpos esculturales parecen incompatibles con la mentira: la belleza, parecen aceptar todos sus consumidores, excluye a la maldad; como en las películas de Disney, sólo los feos son malos.
Y sin embargo, la realidad siempre dice otra cosa: leo un reportaje donde Carola Kirkby, en un ataque repentino de sinceridad, se burla despiadadamente de los hombres que se le acercan en la playa para la que trabaja intentando conquistarla.
(Y la definición es exacta: estar ahí, tendida al sol durante horas, no es más que un trabajo de promotora sobrevaluada donde tiene que ser simpática con todo el mundo y mostrar, ante cada fotógrafo y periodista que se acerque, la marca que decora la reposera y el fondo conel celular que paga la playa. Kirkby, entonces, saluda a los hombres que desfilan para verla y luego se ríe de ellos, conciente de su categoría de anzuelo publicitario).
Eso hace unos años. Ahora, integrada definitivamente al medio, “confiesa” en una revista que “le gustan los hombres con pancita”. El mensaje viene acompañado por sus deseos para este año: “quiero trabajar en televisión”. Para acceder a ese publico masivo se debe conquistar al espectador común, darle esperanzas: Kirkby entendió el mensaje y se adecuó a él: ella también tiene que transformarse en una chica común y corriente al que cualquier hombre pueda desear. Si no, no funciona.
Lo mismo, en diferentes periodos, hicieron otras modelos: construyeron una imagen de sí mismas que respondía al imaginario popular y las volvía alcanzables. Pampita logró hacer el hueco necesario, postulándose como la respuesta “normal” a las bellezas de metro ochenta separadas de la gente común. Así triunfó.
3. Esta fantasía de “normalidad” es creada precisamente para que las personas se identifiquen con ellas, pero apenas se apagan las cámaras, se vuelven estatuas de hielo que corren a esconderse en secciones VIP donde sólo los famosos pueden entrar. La ilusión que la cámara construye desaparece apenas se termina la nota.
La aparición de “chicas inocentes” que repiten el mismo discurso año tras año habla de una fábrica que vende el mismo “diseño” en cuerpos diferentes. Que la confesión de Kirkby no se repita más a menudo es mérito exclusivo del acondicionamiento que reciben de sus agencias. Ese lado secreto, lleno de ruindades y miserias, se mantiene parcialmente oculto al ojo del consumidor aunque ocasionalmente, como en el caso de Kirkby, otra modelo dice la verdad: Paula de Mora confesó que hace unos años no la llamaba nadie porque había engordado, entonces cambió de agencia y su nuevo manager le impuso una dieta: “lloraba e hambre”, dice contenta, porque la actitud de su jefe le consiguió mucho trabajo. Matarse de hambre es el precio que hay que pagar para adecuarse al molde que impone el mercado: hiperflaca y simpática, un precio que la mayoría de las modelos aceptan porque en un medio tan competitivo sólo las más duras sobreviven.
Esa imagen, por supuesto, no es la que recibimos cada verano: en ese mundo ideal que nos venden la televisión y las revistas, parece existir sólo una interminable playa de arena dorada y un mar azul con chicas en bikini que ríen para nosotros, invitándonos implicitamente a visitar su mundo. La repetición del mismo escenario verano tras verano muestra la fuerza de nuestros deseos y el poder de la mercadotecnia: mientras ambos se mantengan aliados, sólo veremos lo que sus promotores quieren mostrarnos; un paraíso donde nuestros deseos más íntimos, relacionados principalmente con el sexo, pueden ser satisfechos por chicas que, en realidad, nunca conoceremos. Chicas que sólo serán un poster adornando nuestra pared.
4. Termino de escribir esto y descubro que la bellísima Guadalupe Juárez está siendo entrevistada por televisión. En este momento yo mismo estoy siendo víctima de la idea que una mujer bonita, sólo por ser bonita, no puede ser mala: nunca hablé con Guadalupe, no nos conocemos de ningún lado pero, al verla en tiempo real confesando que le gustaría participar en un programa de humor y sabiendo que el lugar que le darán será el de la chica tonta y bonita, siento inmediatamente lástima por ella.
Apago el televisor y pienso que éste es un mundo extraño, donde los valores se pierden y todos compramos (dada la distancia que nos separa) una imagen distorsionada del otro, especialmente si es famoso. Repito: no conozco a Guadalupe, sólo estoy escribiendo esto después de verla unos segundos por televisión: No sé cómo es, ni siquiera sé si merece una oportunidad, pero instintivamente compré el paquete, me dejo seducir por la idea de que esa chica, sólo por ser bonita, no puede ser mala; de que su talento para la televisión –si lo tiene– va a ser desaprovechado. Bastó un segundo en televisión y un cuerpo atractivo para volverme promotor de una modelo de la que no tengo ninguna referencia comprobable, más allá de la imagen que vende.
Soy, en este momento, la demostración perfecta de por qué Punta del Este se llena de modelos cada verano: el deseo es el motor que mueve la temporada y atrae a los clientes; hombres y mujeres que ven la superficie y se dejan engañar por ella sin saber realmente qué hay detrás.
Como dice la canción: “detrás del humo, el bello fiero fuego no se ve”.