Uno de los signos cardinales de la demagogia contemporánea es el blitz mediático. Los demagogos se apoderan de la agenda para emitir un zumbido perpetuo, intrusivo hasta el desasosiego. Mañaneras, matutinas, informes, mítines, tuits. Sucede lo mismo en Estados Unidos que en Brasil, en Hungría que en México. El torrente es incesante.
La técnica tiene varios propósitos conexos. El primero es abrumar a los medios tradicionales, que sencillamente no tienen manera de cubrir 10 embates al día. El periodismo toma tiempo, requiere averiguación, examen. El saldo es un superávit de mentiras y un déficit de periodistas, donde las mentiras resisten el escrutinio. Incluso si son cubiertas en un inicio, es imposible seguirles la pauta a todas, de modo que la mayoría pasan de largo.
Eso, a su vez, cumple otra función: devaluar el escándalo. En la política anterior, un escándalo tenía mucho peso. Dos o tres escándalos en una administración podían ser letales, como le sucedió a Clinton, a Dilma y a Peña Nieto. Ahora los escándalos son inocuos. El ritmo acostumbra y entumece. De ahí que los demagogos parezcan de teflón, mientras otros gobernantes ya hubieran tenido que dimitir.
Después, la distracción. Los pueblos generalmente se distraen solos (no por incapacidad sino por prioridades), pero no las élites, incluidas las oposiciones políticas. En ritmos normales las élites pueden responder, contener, reaccionar; pero en demagogia son movidas de un lado a otro como cardumen de sardinas, especialmente en las redes sociales. Buena parte de esos escándalos menores dispersan a los vigilantes, ya ocupados en nimiedades como este o aquel disparate. Aunado a la devaluación del escándalo, los asuntos verdaderamente importantes reciben la misma atención que los triviales.
Respecto al pueblo, el riesgo no es tanto el totalitarismo informativo, como a menudo se teme. No se trata de un aparato soviético, con su sociedad híperpolitizada. El riesgo es el opuesto: la apatía, el cansancio. Ya desde 2018 el Pew Research Center observaba un notable desinterés en la política alrededor del mundo, particularmente entre los jóvenes. Habría que medir si la intrusión demagógica tiene algo que ver con este retraimiento. Un buen termómetro serán las próximas elecciones en Estados Unidos y México, ambos gobernados por demagogos.
La pregunta es cómo responder. ¿Cómo nadar en el constante oleaje del Revolcadero? Para el periodismo, Marco Levario Turcott ofreció una respuesta razonable en mi podcast Disidencia (me disculpo por la autopromoción). Se trata de tomar “tiros de precisión”: enfocar las baterías en lo crucial. Aprender a discernir entre un cantinfleo efímero, y la amenaza a instituciones o libertades. Algo así parece estar haciendo Carlos Loret en Latinus, dándole prioridad a las primicias más significativas: corrupción, impunidad, negligencia criminal, pobreza.
Para la sociedad el reto es doble. Debe limitar la intrusión, pero sin caer en la indolencia. El magnífico ensayo de Ricardo Cayuela “Yo no: corre la voz”, en Letras Libres, es preciso: por un lado “hay que mantener espacios de la vida ajenos al inminente tsunami… que no entre en todas las conversaciones, que no consuma todas nuestras energías”. Pero, a la vez, “dar la batalla en todas las trincheras públicas en las que se pueda: universidades, medios, redes. Afiliarse a un partido de la oposición o votarlo. O fundarlo. O refundarlo”. En pocas palabras, defender simultáneamente los fueros público y privado, pues el asalto es contra ambos.