jueves 21 noviembre 2024

La taberna de Loach

por Germán Martínez Martínez

En la Ciudad de México no es inusual llegar a un bar y enfrentar una batería de preguntas. ¿Tiene reservación?, y ¿mesa para cuántas personas?, son algunas de ellas. Esta dinámica poco tiene que ver con el carácter distendido de los pubs británicos que honran el origen de su nombre: public house, casa pública, espacios en que —a casi cualquier hora y sin intromisión— alguien puede llegar a beber y estar en soledad si así lo desea. En mi opinión la palabra que mejor recupera el ambiente de los pubs es taberna. El director Ken Loach (1936, Inglaterra) ha dirigido un nuevo largometraje, The Old Oak (2023), frase que para los británicos es reconocible como nombre de ese tipo de establecimientos y que se convierte en epicentro de las acciones. El título se ha traducido de diversas maneras al español, incluyendo El viejo roble que quizá no remite con inmediatez a las tabernas para los hispanohablantes. En México se ha adoptado una opción todavía más desacertada: El último bar.

El último bar se proyecta en la Cineteca Nacional.

Loach inició su carrera rodando teleteatros para la BBC en los sesenta. Desde entonces tomó temas sociales en boga —con un giro socialista— pero también se le atribuye que a través de sus historias algunos temas hayan llegado a la discusión pública, como la total carencia de vivienda en Cathy Come Home (1966). Con estos antecedentes se vuelve más notorio el error de nombrar El último bar a la película de Loach, pues no sólo hace pensar en negocios de naturaleza distinta a las tabernas —en bares, por ejemplo, parece razonable suponer que uno reservará, irá con una multitud y comprará botellas enteras en un gesto de exhibicionismo— sino porque ese título cuenta en sí mismo una historia. Al decir El último bar es demasiado fácil pensar que Loach abordaría un genuino proceso de gentrificación —una transformación urbana muy acelerada y con claro plan de desarrollo, no meros e inevitables cambios sin mayor concierto— lo que no es en forma alguna materia de la cinta. El filme trata sobre la llegada de refugiados sirios en 2016 a un pueblo del norte de Inglaterra, un lugar en que los pobladores se habían dedicado a la minería de carbón hasta que esa actividad fue desmontada durante el gobierno de Margaret Thatcher.

Aunque la película esté competentemente filmada en 35mm —no podría esperarse algo distinto dada la trayectoria del director y el flujo de fondos que obtuvo, incluyendo públicos e internacionales— pero su interés radica más en buscar retratar una sociedad y en presentar sesgadamente lo que pasaría en Gran Bretaña. Loach deja de lado abocarse a alguna aventura cinemática, lo que está casi ausente. El registro social es una de la funciones que el cine cumple, pero es absolutamente secundaria y casi accidental cuando los creadores están inmersos en la lógica de su arte. T.J. Ballantyne (interpretado por Dave Turner) es, además de dueño de la derruida taberna El viejo roble, un activista que da la bienvenida a los sirios y que piensa en sus compatriotas desfavorecidos por lo que —con la ayuda de muchos— logra montar un comedor comunitario en un ala abandonada de su taberna, vestigio de la gloria minera del pueblo. T.J. entabla amistad con la joven fotógrafa aficionada Yara (Ebla Mari) que acaba de llegar de Siria con su familia. Se ayudan mutuamente y se vuelven cercanos. Es el uso de personajes para ilustrar una idea esquemática de lo social.

Los personajes crearon un comedor comunitario.

Si bien las posiciones de Loach siempre son flagrantes —ajenas a la sutileza— hay que reconocer que conviven con estrategias para mostrar la complejidad de los sucesos o para simular equilibrio. En el caso de El último bar, los locales enfrentan problemas significativos, como el radical abaratamiento de sus casas, lo que restringe posibilidades futuras (en Gran Bretaña algunos ancianos hipotecan sus casas para completar su pensión). También se muestra el alto nivel de agresividad que no es extraño estalle entre los británicos. Otro guiño de ese realismo está en que Loach consigne que hasta quienes parecen maleantes piden disculpas, conscientes de los inconvenientes que alguna conducta suya puede tener en los demás, tal y como suelen hacer los británicos. Aun si logran relatos altamente verosímiles hay una cuestión que compromete a los creadores que se enfocan en lo social pero que es de difícil análisis pues cae en el lodo de problematizar la autenticidad de intención —o psicológica— del acercamiento: hay artistas que oportunistamente recurren a temas que no los involucran pero tienen excelente prensa y por eso con tal de ganar notoriedad terminan generando caricaturas de sus temas, hay también creadores que se mimetizan con algunos elementos ideológicos y se convierten en repetidores de consignas, sin esforzarse por desarrollar una personalidad ni una visión sobre los hechos; así como hay también artistas que efectivamente se involucran en ciertos asuntos, sin que eso garantice un abordamiento elaborado que alcance a tocar condiciones humanas y espirituales. ¿En cuál o cuáles de estas u otras opciones se ubica el ejercicio de la obra de Ken Loach?

Es paradójico, o llanamente contradictorio, que El último bar termine con una fantasía. El esfuerzo ideológico de Loach se ha centrado en presentar como realista su aproximación socialista a los procesos de su país. En esta película presenta una posibilidad —la de armonía final entre británicos y refugiados sirios— que no es imposible pero que tampoco es la norma. Más aún, en la elección general de este verano de 2024 y en los disturbios de semanas posteriores en el país hay hechos que contradicen la esperanza de Loach: el demagogo oportunista y chovinista Nigel Farage por fin ha llegado al parlamento, su partido nacionalista podría crecer y en cierto escenario hasta desplazar algún día al partido conservador, así como los disturbios han tenido un claro factor islamofóbico y de afirmación nativista (un personaje de Loach habla de “nuestra gente”). La fantasía de Loach en El último bar es la de “hacer comunidad” por motivos primordialmente emocionales —acompañados por música— de empatía ante la muerte del padre de Yara. Eso está en tensión con que el ánimo del personaje T.J. Él afirma sobre el deseo compartido de reactivar el comedor comunitario —saboteado por sus vecinos y según T.J. gesta de “solidaridad, no de caridad”— y más ampliamente sobre propósitos sociales generales: “Me pasé la vida tratando de llegar a eso y nunca siquiera me acerqué”. Loach puede estar haciendo referencia a su propia experiencia “política” pues —para mencionar sólo su militancia reciente— fue cercano a Jeremy Corbyn, quien dirigió el partido laborista y concitó iluso entusiasmo en Gran Bretaña y otras partes del mundo entre militantes de izquierda irreflexiva, sólo para llevar, en realidad, a graves derrotas a su partido y a que votantes tradicionales de él se alejaran ante su marxismo trasnochado y por su antisemitismo. El último bar visto como lo que es —un relato audiovisual fundamentalmente ideológico— quizá contribuye muy poco a su propia causa, pero plasma la perseverancia de la esperanza —malencaminada a la izquierda, pero esperanza— de Loach, sus personajes y sus afines en el campo electoral.

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