En “La mirada anterior”, prólogo del renombrado libro Las enseñanzas de Don Juan, Octavio Paz presenta a la obra de Carlos Castañeda como un reto para quien busca catalogarla, pues se trata de un trabajo que trasciende las fronteras ordinarias del discurso y se mueve de una categoría a otra de manera arbitraria. Es decir: los llamados “Relatos de poder” comienzan como un estudio etnológico sobre el uso que daban los yaquis a los alucinógenos del desierto mexicano y terminan por desarrollarse como una saga de narraciones en las que el marco académico se disuelve conforme prosiguen las entregas, hasta terminar transformados en una narración onírica, repleta de metáforas. Tanto así, que se ha llegado a dudar de la existencia histórica material de Don Juan Matus, para plantear que desde un principio se trataba de un personaje literario, tan rico de complejidad humana debido a su textura literaria que saltó de las páginas (como también se sospecha del Sócrates de Platón).
En ese tono, Carlos Velázquez presenta El Pericazo Sarniento (Selfie con cocaína) (Cal y arena, 2017) bajo la categoría –tan arbitraria como cualquier otra– de “ensayo personal”, pese a que se trata de una narración autobiográfica que platica de manera amena la experiencia del autor al transitar uno de los sectores contraculturales más flexibles, característicos y aun crecientes del México actual: el de los farmacodependientes. Durante el periodo que abarca este ensayo se registra de manera simultánea el recrudecimiento de la violencia en torno al mercado negro y una popularización sin precedentes del consumo de estupefacientes, los cuales dejan de ser percibidos como un producto de consumo exclusivo para estratos sociales más pobres y pasan a ser una moda entre gente adinerada (percepción que se acentúa entre cocainómanos debido a la compulsión que acompaña al bajón).
Con grandes dosis del periodismo “Gonzo” de Hunter S. Thompson, porciones de William Burroughs y de Élmer Mendoza, y una espolvoreada de José Agustín (especialmente dado el cancionero de rock que desfila en los títulos de algunos capítulos), El Pericazo Sarniento captura un rostro dentro del espectro amplísimo que proyecta la palabra “droga” (alternando entre las callejeras y las industriales; las naturales y las sintéticas), para dilucidar a la personalidad límite de los consumidores en el enclave de una ciudad donde se rezagan muchas de las drogas blandas y duras que iban a exportarse hacia una de las fronteras más vigiladas del mundo…
Torreón es el escenario rulfiano de este ensayo donde, mucho antes de que se desatara la militarización del combate contra los cárteles del narcotráfico, se gestaban fenómenos como la violenta dominación de los Zetas; esa la porción de desierto repleta de fantasmas que persisten en el plano mundano por gracia y obra de un poderoso sanguinario.
A diferencia de la tradición literaria que existe en torno al estudio del uso ritual que los pueblos originarios de México hacían de los alucinógenos endémicos, donde destacan Fernando Benítez y Albert Hofmann como turistas que describen una experiencia que no logran asir, en El Pericazo Sarniento, Carlos Velázquez sustituye las categorías del pensamiento académico con las categorías del hábito, aquellas de un lenguaje forjado a la vera de los estados alterados de la mente. Este lenguaje, siempre franco, facilita una mirada menos fría y ajena al fenómeno dionisiaco de abandonar la lucidez de manera voluntaria, sin entretenerse en intentar trazar el contorno del absurdo.
Si bien el autor advierte desde el inicio que con su trabajo no busca hacer una apología a la farmacodependencia, con la misma frase inicia una contradicción en la que a menudo se apoya la mente adicta: la funcionalidad como reto. Ésta es: “Lejos de mí la idea de recomendar al lector drogas, alcohol, violencia y demencia. Pero debo confesar que, sin todo eso, yo no sería nada”. Al suscribir dicha afirmación, erige a su personaje-narrador en comparación con los demás adictos del relato, la mayoría de los cuales perdieron en ese tablero que a él en particular no le ha significado siquiera tener que renunciar a una vida profesional. No es que haga loas, pero las situaciones se describen con tal simpatía que terminan por despertar intriga por la situación en primera persona. Tampoco es que escatime en crudeza cuando se trata de describir el rostro más feo de este submundo o de las dificultades personales que le ha significado pertenecer a él, es verdad, pero de algún modo se asume como un derecho de iniciación o una cicatriz de sobreviviente que legitiman a la voz de la experiencia.
Más allá de los juicios morales o de las culpas que nunca acabamos de repartir El Pericazo Sarniento permite entablar un diálogo lúcido con la farmacodependencia funcional, la cual, por su naturaleza, tiene poca visibilidad.
Carlos Velázquez, originario de Torreón, Coahuila, ganó el Premio Nacional de cuento Magdalena Mondragón en 2005 por el libro Biblia Vaquera, y el Premio Testimonio Carlos Montemayor en 2012 por la novela El karma de vivir en el norte. Es colaborador del diario La razón.