“Para Sépànd Danesh, a quien brindo bohemios, hoy mi corazón”.
Stefan Zweig ha guiado de forma notable la lucidez de mi pensamiento desde tiempos de mi general Villa. De alguna manera inexplicable, la obra del biógrafo y filósofo austriaco se las ha arreglado para ubicarse en un lugar de privilegio en la pila de lectura de mi escritorio durante poco más de dos décadas. Lamento tanto reencontrarlo porque la fuerza motriz del amor que le profeso regresa en forma de fichas. Como una arrasadora ola que trae consigo guijarros de nostalgia. Puñados de ellos.
Una de las virtudes más notables de Zweig en su faceta de biógrafo histórico, fue sin duda, la impecable facultad de diseccionar al personaje desde una estructura psicológica y humana con total empatía. El libro biográfico dedicado a María Antonieta de Habsburgo, última reina de Francia, es el ejemplo perfecto para demostrarlo.
Zweig nos relata a detalle cómo la adolescente reina fue severamente difamada y no se escatimó recurso alguno para llevarla al cadalso: “todo vicio, toda depravación moral, toda suerte de perversidad fueron atribuidos sin vacilar a la louve autrichienne, en periódicos, folletos y libros: hasta en la propia morada de la justicia, en la sala del juicio, comparó el fiscal, patéticamente, con las viciosas más célebres de la historia”. Sin embargo, evitó caer en el exceso del que han abusado la mayoría de los historiadores de la malograda reina-niña. En ningún momento la coloca en el altar de la santidad monárquica, por el contrario, se esfuerza por explicarnos su tesis psicológica que la identifica como un ser humano tan mediano, que jamás tuvo la inteligencia, heroísmo, o maldad suficiente que justificara la magnitud trágica de su destino.
El análisis que desarrolla Zweig de las almas medianas y su diferencia a las del hombre superior es tan fascinante como vigente en estos tiempos. Para Zweig, a un hombre mediano y a un genio se les identifica bajo la desarmonía del espíritu frente a su destino.
Y si el destino es trágico, las diferencias entre ambos son desmesuradas. Cuando un genio pugna contra el mundo a la contra, se enfrenta a la fatalidad con hostilidad innata, porque la grandeza del espíritu no descansa si no encuentra su medida y su cauce. Pero en contraste, cuando una naturaleza mediana, débil, se encuentra a bote pronto ante un destino colosal y trágico, el desmoronamiento del espíritu es doblemente doloroso. Zweig afirma: “Pues el hombre extraordinario busca, sin saberlo, un destino extraordinario; su naturaleza, de desmesuradas proporciones, está orgánicamente acomodada para vivir de un modo heroico, o en peligro. Por el contrario, el carácter medio está destinado a una pacífica forma de vida. No quiere responsabilidades de Historia Universal. No busca el sufrimiento, sino que le es impuesto. A este dolor del no héroe, del hombre de tipo medio, lo considero, hasta por faltarle condiciones de visibilidad, como no menor que el patético sufrimiento del héroe verdadero y quizás aún más conmovedor que aquél; pues el hombre vulgar tiene que soportarlo por sí solo, y no tiene, como el artista, la salvación dichosa de convertir sus tormentas en obras de arte, dándoles forma duradera”.
Y a pesar de que concuerdo sin discusión con Stefan, a título personal y desde mi trinchera sensiblera; la tortura, la cúspide del sufrimiento más grande en la historia de María Antonieta, lo representa el trágico destino de su hijo, el pequeño Louis Charles. Si es cierta su teoría de que la historia se encapricha en encontrar a un héroe insignificante, una alma débil y maltrecha que es capaz de obtener el efecto más alto y depositar en sus huesos una intolerable tragedia; no existe otra tragedia más cruel que la soportada por Luis XVII, heredero de una corona jamás colocada en sus sienes, quien fue colmado –sin pedirlo– de riqueza incalculable y que dejó sus huesos en una espantosa celda a la edad de 10 años.
La Revolución
El mundo jamás volvería a ser el mismo desde la revuelta que condujo a centenares de ciudadanos hambrientos y coléricos a tomar por asalto la Bastilla el 14 de julio de 1789. La turba castigada por la enfermedad y la carencia se encontró de un día para otro en un mundo en el que la libertad de conciencia, la libertad de opinión, la libertad de prensa, la libertad de comercio y la libertad de reunión se convertían en derechos inalienables. Miles de personas descubrieron que podían alzar la voz y exigir justicia sin represalia alguna. Quienes habían permanecido en la oscuridad gozaron de palestra y libertad de expresión inusitada. Las ideas que trastocarían el destino del mundo crecieran en los campos como hierba salvaje.
La Revolución Francesa gozó de pensadores, políticos y líderes portentosos, sin embargo, como se ha repetido a lo largo de todos los movimientos sociales del orbe, los tiempos de revuelta también los dirigen hombres y mujeres bárbaros de corazón.
En todas las revoluciones, podemos identificar dos clases de insurrección: los revolucionarios de ideología y los revolucionarios de profundo resentimiento social. Los primeros,gracias a su extracto de privilegio; son conducidos a la lucha mediante sus ideales de cultura y educación. Los otros, hijos del infortunio, desean vengarse de todo aquel que haya gozado de todos los privilegios que la justicia les negó. El pueblo bueno, ya desprovisto del yugo del tirano, encausó toda su energía y sin escrúpulos contra sus verdugos y hasta contra sus propios libertadores. Se radicalizaron por la peligrosa vía del resentimiento social. Las mentes débiles, aquellas almas huérfanas de humanidad, pero rebosantes de mediocridad, mutan en una categoría terrorífica cuando ven depositado en sus manos el poder absoluto. Es aquí entoncescuando el terror revolucionario aparece para no dejar dormir a ningún alma justa.
El síndrome de Hébert
El representante más repugnante del resentimiento revolucionario, vistió las ropas del político y periodista Jacques- René Hébert. A uno de los más grandes villanos del siglo XVIII se le fue otorgado la encomienda de mantener vigilada a la familia real durante su cautiverio en Temple. Camille Desmoulins y Robespierre, lamentaron demasiado tarde el poder otorgado a la pústula más infecta del movimiento libertador. Hébert usó su periódico Père Duchéne a modo de ponzoñoso libelo que desprestigio todo aquello que se contraponía a sus intereses. Gracias a su popularidad entre las clases sociales más desfavorables, destruyó más vidas inocentes que innobles. Aniquiló a cada uno de sus enemigos gracias a un poder ilimitado en el consejo municipal. Pero, sobre todo, tuvo la satisfacción de despedazar con lujo de desprecio al símbolo de su recalcitrante rencor: María Antonieta y su descendencia.
La infamia suprema de Hébert consistió en arrebatarle a María Antonieta a su pequeño hijo de ocho años. Romperle en dos el corazón a la orgullosa extranjera fue considerado a su criterio, como la medida adecuada para hacerle pagar su indiferencia. Trasladó al delfín al extremo del Temple, cárcel donde vivió la familia real hasta poco después de la ejecución del rey Luis XVI. Hébert depositó el cuidado del niño aristócrata al tosco zapatero Antoine Simón. Considerar como justa la decisión de responsabilidad el cuidado y crianza de un infante a un auténtico hijo del lumpenproletariado para evitar ser educado como un hombre fino y permanecer en la clase más baja y más ignorante de la sociedad con la intención de olvidar por completo la estirpe de dónde procede, puede resultar ex trema, y quizás hasta comprensible por el ala extremista de la lucha de clases; pero, a Simón lo distinguía un carácter cruel y violento, además de una diposmanía no apta para convertirse en el ejemplo educativo de un villano, mucho menos de un pequeño del extracto social que fuere.
El odio virulento de Hébert por María Antonieta permitió que el cruel Simón martirizara psicológica, física y verbalmente a Louis Charles de Bourbon sin que ninguna voz se alzara para impedirlo durante un año. Desde la tarde que fue arrancado de los brazos de la reina, el pequeño cautivo jamás volvió a contemplar una faz amable o un acto mínimo de bondad. Quizás, solo tuvo miradas compasivas sobre su infantil figura el día que fue llevado a declarar en el juicio contra su propia madre.
Hébert tuvo la osadía de publicar en su periódico Père Duchêne, previo al juicio de María Antonieta: “¡Pobre nación…! Ese bribonzuelo será funesto para ti, tarde o temprano: cuanto más gracioso es, tanto más temible. Que esa pequeña serpiente y su hermana sean arrojados en una isla desierta; es preciso deshacerse de ellos a cualquier precio que sea. Por lo demás, ¿qué significa un niño cuando se trata de la salud de la República?”. Y lo cumplió. Destrozó la vida de la amenaza que le suponía representada a su amada nación el heredero de un trono inexistente ante la mirada complaciente e indolente de una nación entera.
Cualquier lucha, por muy espiritual que sean sus cimientos, se desdibuja y se torna vil desde el preciso instante que cede un poder semejante a canallas para que en el nombre de la justicia comenten actos de bajeza absoluta y carente de humanidad.
A pesar de que Hébert no consiguió el obsceno objetivo de comprobar ante el juzgado el cargo de haber mantenido relaciones sexuales con su propio hijo; el único pensamiento que pudo consolarlo durante su propio camino rumbo a la guillotina -nueve meses después de la ejecución de la reina- fue la cruel satisfacción de haber lastimado sin piedad el espíritu de la perra austriaca, pero sobre todo, de saber que en una olvidada y secreta celda, desprovisto de todo contacto humano, se pudría lentamente el hijo de los últimos monarcas del otrora reino más poderoso de Europa.
Un año y dos meses después de la ejecución de Jacques René Hébert y once después de la de Robespierre, el delfín murió de peritonitis tuberculósica en cautiverio.
El historiador Alcide de Beauchesne nos cuenta en su libro: Luis XVII, su vida, su agonía, su muerte, cautiverio de la familia real en el Temple el reporte de los cuatro inspectores que declararon el hallazgo del cadáver. Éste aparece fechado el 3 de enero de 1795 (aunque la muerte de Luis sucedió el 19 de diciembre anterior).
El reporte es aterrador: “Entonces apareció el espectáculo más horrible que le sea dado al hombre concebir, espectáculo repugnante que no presentarán jamás dos veces los anales de un pueblo civilizado, y que los asesinos mismos de Luis XVI no pudieron contemplar sin una piedad dolorosa, mezclada de espanto. En una cámara tenebrosa, de donde no se exhalaba más que un olor de muerte y de corrupción, sobre un lecho desecho y sucio, un infante de nueve años, medio envuelto con un lienzo mugroso y un pantalón en harapos, yacía, inmóvil, con el dorso arqueado, el rostro macilento y desfigurado por la miseria, hoy desprovisto de aquel rayo de viva inteligencia que lo iluminaba antaño. Sus labios decolorados y sus mejillas huecas tenían en su palidez algo de verde y de turbio; sus ojos ellos mismos azules, agrandados por la palidez del rostro, pero en los cuales toda flama estaba extinta. Su cabeza y su cuello estaban roídos por llagas purulentas; sus piernas, sus muslos y sus brazos, flacos y angulosos, estaban desmesuradamente alargados a expensas del busto; sus muñecas y sus rodillas estaban cargados de tumores azules y amarillentos [durante su cautiverio el reyecito contrajo sarna en las rodillas]; sus pies y manos, que ya no se parecían a una carne humana. Los bichos le cubrían también el cuerpo; los bichos y las chinches estaban amontonados en cada doblez de sus sábanas y de su cobertor en jirones, sobre los cuales corrían grandes arañas negras, huéspedes inmundos de los calabozos…”
Es imposible permanecer impávido ante el horror.
El corazón de Luis XVII
Han corrido océanos de tinta con el noble propósito de obsequiarle al príncipe de Versalles la fantasía de un destino distinto. Un siglo previo a la existencia de la princesa Anastasia Romanov, brotó por toda Europa la leyenda de que verdadero Luis había escapado de sus verdugos y que vivía bajo un noble falso al otro lado del mundo: en Sudamérica. Incluso, Stefan Zweig no se aventura a afirmar que el delfín efectivamente había acaecido en la lúgubre prisión de Temple. Tuvo que llegar el siglo XXI y la ciencia genética para demostrar que la reliquia encapsulada en la urna de cristal pertenece al hijo de María Antonieta.
La historia del corazón del pequeño delfín que a la edad de cuatro años se convirtió en el heredero del trono más grande de Europa ha sido trepidante desde el momento de su autopsia hasta nuestros días. El cirujano Philipe- Jean Pelletan fue el responsable de realizar la autopsia al cuerpo de Luis XVII y aunque el cuerpo fue arrojado a una fosa común, conservó el corazón en un frasco hasta que llegara el momento propicio de entregarlo a las manos adecuadas. Lamentablemente, nadie creyó en la autenticidad del órgano que guardó en su poder; intentó infructuosamente hacer llegar a las familias Bourbon y Orleáns. El frasco fue robado en 1831 al arzobispo de París, Hyacinthe Louis de Quélen. Le correspondió al hijo de Pelletan recuperar el frasco de un basurero. Lo momificó y logró entregarlo al conde de Chambord. A la muerte de Chambord, la reliquia permaneció en la oscuridad y bajo el resguardo de manos anónimas hasta 1975.
El 8 de junio de 2004 el misterio fue resuelto gracias a los investigadores Ernst Brinkmann y Jean Jacques Cassiman, quienes lograron realizar el procedimiento mediante muestras de cabello de María Antonieta y de sus fallecidas hermanas. La autopsia que se realizó al pequeño cadáver del Temple no era un anónimo suplantador. Brinkmann y Cassiman demostraron que el ADN mitocondrial no miente: porque todos los seres vivos heredamos de nuestra madre genes y cromosomas únicamente transmisibles por vía materna-, lo que demostró que el órgano en discordia era el auténtico corazón de un Habsburgo.
El ocho de junio del año 2004 se celebró un funeral en honor del pequeño Louis XVII tras dos siglos de misterios y pistas falsas. La urna con sus últimos vestigios humanos se depositó en el mausoleo de la basílica que también alberga los restos de los dos seres que más lo amaron en su corta vida.
La desventura simbolizada por el corazón insepulto del delfín me llena de total angustia. El mundo ha cambiado poco desde la toma de la Bastilla. El alma de los hombres sigue mostrando infames claroscuros. Aún somos incapaces de garantizar los unos a los otros, el respeto a nuestras garantías individuales más elementales. Nos siguen matando a causa de nuestras preferencias sexuales.
Nos siguen violentando por haber nacido con vagina. Nos siguen arruinando el futuro por el gravísimo pecado de ser infantes, vulnerables en cualquiera de sus modalidades. Mientras exista el hombre, se seguirán gestando revoluciones armadas, ideológicas, espirituales o cibernéticas.
Los puños seguirán alzándose, las turbas continuarán tomando las calles en protesta de una nueva injusticia. Lo celebraré mientras tenga vida. Y también celebraré la caída de los herederos de Hébert que, contraviniendo los principios básicos de evolución humana, continúan emponzoñando las tierras fértiles de la subversión. Porque ningún inocente -no importando su estirpe- debería volver a ser expuesto en carne viva en nombre de ninguna pugna, por muy noble e inaplazable que esta sea. Nunca jamás.
Fuentes:
1. Stefan Zweig, María Antonieta, (1932).
2. Alcide-Hyacinthe du Bois de Beauchesne, Louis XVII, sa vie, son agonie et sa mort (1852).
3. Deborah Cadbury, The Lost King of France: How DNA Solved the Mystery of the Murdered Son, (2003).