A quienes estamos fascinados con el fenómeno del culto a la personalidad en política no dejan de sorprendernos los recursos para la autoveneración a los que es capaz de recurrir la imaginación de un gobernante megalómano. Bien conocidas son las formas tradicionales de idolatría de dictadores del tipo de, digamos, Stalin, Mao o Kim il Sung, con sus enormes estatuas, sus imágenes reproducidas por doquier en millones de carteles, sus frases célebres citadas día y noche por un ejército de sicofantes en los medios, sus biografías adulatorias escritas por autores serviles. Todo ello sin olvidar las plazas, aeropuertos, calles, avenidas, parques y hasta ciudades rebautizadas en honor de estos narcisos.
Algunos de ellos se sienten “genios universales” y suelen escribir libros donde dan respuesta a todas las inquietudes humanas. Otros son aun más extravagantes y se inventan curiosas formas de jactancia, como aquel dictador africano que prefirió explotar las posibilidades comunicativas del cómic y se convirtió en el héroe de una historieta que lo presentaba como una especie de “Batman presidente”. Algún tirano asiático cambió los nombres de los meses y de los días de la semana en honor suyo y de su familia. Otro se siente un gran músico, y obligó a miles de personas a interpretar, al unísono, una de sus hermosas composiciones. Hasta hay sátrapas que se creen campeones deportivos y presumen hazañas increíbles, como aquel que, según su biografía oficial, logró una ronda de golf de 18 hoyos con 11 hole-in-one y con un milagroso 38 bajo par.
AMLO ha encontrado sus propias formas de vanagloria. Y no me refiero tanto a cosas como la grandilocuencia de bautizar “Cuarta Transformación” a su mediocre gobierno, ni a su última ocurrencia, su propuesta de “Plan Mundial de Fraternidad y Bienestar”, dada a conocer en el Consejo de Seguridad de la ONU (of all places!) porque, a fin de cuentas, planes llenos de buenos deseos, simplezas y lugares comunes expuestos como “estrategias universales de salvación mundial” son moneda corriente entre los presidentes fatuos. Ni siquiera en México el recurso es original: recuérdese aquella Carta de Deberes y Derechos Económicos de los Estados, de Luis Echeverría, escrita para tratar de proyectar la figura del entonces mandatario ante el mundo y la historia.
Más bien hablo de ideas que llevan verdaderamente el sello personal de López Obrador. La principal hasta ahora habían sido sus mañaneras. A ningún jefe de Estado (y me refiero, sobre todo, a los grandes megalómanos) se le había ocurrido presentarse todos los días laborables de la semana (y no de forma semanal o eventual, que de eso sí ha habido) a una comparecencia pública disfrazada de “conferencia de prensa”, esencia y norte de la cuarta transformación dedicada a la exaltación del líder y a la difusión de su perpetuo sermón y de su regaño admonitorio a las fuerzas del mal. Soberbia, moralina y voluntarismo a todo lo que da, ostentación de la superioridad moral del pueblo indefinido e indefinible al cual, a un tiempo, el presidente adula y representa.
Y ahora tenemos como novedosa aportación de López Obrador a la historia mundial de la megalomanía una forma estrambótica de panegírico: “el voto ratificatorio”.
Por primera vez en la historia de las democracias modernas veremos una votación dedicada a la ratificación en el poder de un mandatario electo para un período constitucional específico. En realidad, y de acuerdo con lo escrito en la Constitución, se trataría de un voto de revocación de mandato como mecanismo extraordinario para forzar la interrupción de un gobierno fallido. Pero en México López Obrador lo presenta como una dizque “consulta ratificatoria”, en un original y surrealista ejercicio de megalomanía. Los revocatorios son una exigencia de ciudadanos hartos de un mal gobierno, movilizados por su deseo de terminar con él antes de llegar al fin del período legal. Pero en México es del presidente, dueño de una popularidad mayor al 60 por ciento de aceptación, la cual se ha mantenido en esos niveles desde el primer día del mandato.
Nadie, salvo los radicales de FRENA y alguno que otro despistado, está exigiendo que se vaya el presidente. Incluso los partidos de oposición han pedido a la Suprema Corte de Justicia de la Nación la revisión de la constitucionalidad de la consulta, puesta en duda por el tema de la “no retroactividad de las leyes”. Muchos politólogos críticos de López Obrador nos dicen que se trata de un absurdo acto de propaganda y de movilización para darle al pueblo la oportunidad de pedirle al Señor Presidente que se quede. Lo consideran también una estrategia de movilización de las huestes morenistas para prepararlas hacia la elección presidencial del 2024. También hay quien la describe como una absurda manera de ratificar en las urnas el único logro plausible de este gobierno después de tres años de gobierno: la popularidad presidencial, a un costo (eso sí) de unos 3 mil 800 millones de pesos. Pero a mi me parece que, en esencia, esta farsa es un flagrante síntoma de la megalomanía de AMLO.
Los megalómanos tiene un concepto de sí mismos desproporcionado y ansían como nada en este mundo la valoración social. Aunque aparenten tener mucha seguridad en sí mismos, en el fondo son individuos con muchas carencias y están abrumados por un inusitado complejo de inferioridad. Además, mantienen una tenue (por decir lo menos) comprensión de la realidad, la cual se ve exacerbada por las trampas del poder, los grandiosos autoengaños, las fantasías de omnipotencia y omnisciencia y los constantes elogios de sus muchos aduladores. Andrés Manuel López Obrador es un caso claro de esta patología; por eso es un hombre que se baña de pueblo un día sí y otro también, pero es incapaz de salir al extranjero a entrevistarse con sus colegas gobernantes. A gente así le urge tener constante confirmación de su protagonismo y constancia de lo importantes que son de cara a la Historia.
¡Ah, pero la consulta tiene sus riesgos, y grandes! El asunto se le puede revertir al jefe. Para que proceda, se necesitarán las firmas de millones de ciudadanos, el equivalente al 3 por ciento de la lista nominal de electores, y el plazo termina el 15 de diciembre. Y como a los opositores y críticos no les interesa participar en la farsa, se presenta la surrealista circunstancia de que son los militantes de Morena y los fans más acérrimos del mandatario quienes intentan, de forma masiva y perentoria, obtener dichas firmas con una campaña que presentan, mañosamente, para un “voto ratificatorio”, pero que legalmente es una elección para destituir a un presidente “que ha perdido la confianza de la ciudadanía”.
El tinglado pinta para acabar en un ridículo fiasco, como sucedió con la consulta para el dizque juicio de los expresidentes. Para certificar la validez legal de un referéndum la ley mexicana demanda un mínimo de 40 por ciento de participación, lo que es muy difícil de lograr. Aun más grave: un porcentaje de participación bajo será interpretado como un rotundo fracaso político, y la gente hasta ahora se muestra indiferente ante una pantomima a todas luces inútil, cara y ajena a las prácticas políticas mexicanas. Sin la participación de “los malos” (es decir de quienes criticamos al actual gobierno) y con la apatía de la ciudadanía en general, a este experimento megalomaníaco de López Obrador no se le puede augurar nada bueno. Y eso es lo que debemos hacer: abstenernos de participar en esta payasada. Nada hay peor para un ególatra que sentirse ignorado. No le pulamos el espejo a nuestro “Narciso en jefe”.