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jueves 07 noviembre 2024

Borges, el anarquista

por Pedro Arturo Aguirre

Acosados como lo estamos hoy en México por el gobierno de un presidente-predicador dedicado a señalar “el mal” desde las limitadas ópticas de su complejo de superioridad moral, lo cual entraña un sentido de causa por encima “de todo y de todos”, enemigo jurado del individualismo, no queda sino el recurso de refugiarse en ámbitos como el arte y la literatura, aunque sería muy ingenuo pensar que estos afanes están por completo exentos de política. No es verdad que, por ejemplo, la obra de un escritor pueda abstraerse por completo de sus fobias y filias políticas.

Un excelso ejemplo de lo anterior lo ofrece Jorge Luis Borges, quien decía aborrecer la política (la definió como “una de las formas del tedio”) y que estuvo muy lejos de ser portaestandarte de alguna corriente ideológica. Pero, aunque parecía aislado de la realidad en su mundo de espejos, laberintos, tigres y bibliotecas, siempre tuvo un compromiso inquebrantable con la libertad. Le gustaba recordar que su padre se consideraba a sí mismo “un anarquista filosófico a la manera de Herbert Spencer”, lo que algún mal entrevistador interpretó como “ anarquismo de derecha”. Pero el anarquismo de Borges era distinto a lo que, digamos, hoy llaman “libertarismo” o “anarquismo de mercado” (el verdadero “anarquismo de derecha”). El escritor era acérrimo defensor de la idea de que el individualismo está indisolublemente ligado a la libertad. Por eso desconfió siempre del Estado y de las instituciones tendientes a cuadricular a las personas.

Borges asumió varias veces posturas políticas durante su vida, algunas de ellas sumamente vergonzantes y de las que después se arrepintió. En 1928 formó parte de un comité de apoyo electoral a Hipólito Yrigoyen, líder histórico de la Unión Cívica Radical, pero pronto se desilusionó. Con frases cáusticas criticó tanto exceso en las ridículas e hipócritas adulaciones al “pueblo”. También aborreció con ahínco al fascismo italiano y al nacionalsocialismo alemán. Escribió artículos donde advertía a sus compatriotas lo aciago que sería que esas ideas se implantasen en Argentina: “Ser nazi (jugar a la barbarie enérgica, jugar a ser un vikingo, un tártaro, un conquistador del siglo XVI, un gaucho, un piel roja) es, a la larga, una imposibilidad mental y moral. El nazismo adolece de irrealidad, como los infiernos de Erígena. Es inhabitable; los hombres sólo pueden morir por él, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie, en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe”.

Se distinguió por sus sistemáticas y pugnaces críticas al nacionalismo en su país: “Yo abomino del nacionalismo, que es un mal de época”. Defendió al espíritu cosmopolita: “Sentir todo el mundo como nuestra patria”. Por eso la derecha nacionalista lo empezó a acusar de extranjerizante y apátrida, y la izquierda empezó a tildarlo de clasista y reaccionario. Sus ideas liberales, moderadas, escépticas no gustaban en una época de polarizaciones y de extremismos adversarios acérrimos entre ellos en muchos aspectos, pero con frecuencia igual de atizadores del patrioterismo demagógico.

Tiempo después llegaría Perón al poder. Borges lo aborrecía por demagogo, vulgar, autoritario y farsante. En él vio el fantasma de Juan Manuel de Rosas, el siniestro caudillo federal del siglo XIX, precursor del populismo en Argentina, y también percibió la sombra de Benito Mussolini. El gobierno peronista destituyó a Borges de su humilde puesto como funcionario de una biblioteca municipal y lo nombró “inspector de huevos, gallinas y conejos en mercados municipales”, cargo que el escritor, desde luego, no aceptó. Sus amigos de la revista Sur le organizaron un acto de desagravio en el que Borges hizo afirmaciones implacables: “Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez. Botones que balbucean imperativos, efigies de caudillos, vivas y mueras prefijados, muros exornados de nombres, ceremonias unánimes, la mera disciplina usurpando el lugar de la lucidez… Combatir esas tristes monotonías es uno de los muchos deberes del escritor”.

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Muchos años después, en el prólogo de El informe de Brodie, ironizó: “Me he afiliado al Partido Conservador, lo cual es una forma de escepticismo…Creo que con el tiempo mereceremos que no haya gobiernos”. Por otro lado, dentro de su lúcido escepticismo, al mismo tiempo que aborrecía toda ideología colectivista, decía que la democracia era un abuso de las estadísticas.

También están sus ingentes meteduras de pata. Tras el golpe de Estado de Videla, Borges declaró tristemente: “Por fin tendremos un gobierno de caballeros”. Pero años más tarde condenó la represión del infame gobierno militar en una entrevista concedida al diario La Prensa: “No puedo permanecer silencioso ante tantas muertes y tantos desaparecidos”. También firmó un manifiesto escrito por Ernesto Sábato y publicado en el diario Clarín pidiendo cuentas al gobierno por los desaparecidos. Criticó la guerra absurda e improvisada que Argentina perdió estrepitosamente en las Malvinas. Al respecto, escribió en una estupenda prosa poética titulada “Juan López y John Ward”: “Les tocó en suerte una época extraña. El planeta había sido parcelado en distintos países, cada uno provisto de lealtades, de queridas memorias, de un pasado sin duda heroico, de derechos, de agravios, de una mitología peculiar, de próceres de bronce, de aniversarios, de demagogos y de símbolos. Esa división, cara a los cartógrafos, auspiciaba las guerras”.

Otra pifia la cometió cuando recibió, de manos de Pinochet, la Orden de Bernardo O’Higgins. Tiempo después Borges se disculpó por esto de forma poco convincente: aseguró que la distinción le había sido otorgado por una nación y no por el dictador. Otra interesante idea borgiana surgida como contrición por sus coqueteos con los dictadores es aquella de que los militares deberían retirarse del gobierno “porque pasarse la vida en los cuarteles y en los desfiles no capacita a nadie para gobernar”.

Pero, por encima de sus errores, siempre se mantuvo el individualista esencialmente alérgico a ceder un ápice de su independencia o disolverla en lo gregario. Fue el amante de la libertad que recapacita de forma crítica sobre los asuntos del mundo, saca sus propias conclusiones, actúa en consecuencia y detesta toda forma de opresión que se interponga en el florecimiento del individuo autónomo. También el escéptico capaz de cuestionar toda idea antes de asumirla, y jamás como dogma, sino sometida a permanente cuestionamiento y crítica.

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