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¡Pobre Donald Trump! odia a muerte el epíteto de “perdedor” (loser) y ahora se lo endilgan hasta en Fox News y el New York Post. El megalómano esperaba una ola republicana de triunfos (incluso se habló de un “tsunami”) en las elecciones de medio mandato del martes pasado y surfear sobre hacia una nueva candidatura presidencial en 2024, pero las ganancias republicanas fueron muy limitadas y su más sólido rival en potencia hacia las primarias, el gobernador de Florida Ron DeSantis, arrasó en su reelección y ahora casi todo el mundo lo señala como el nuevo campeón del conservadurismo. Donald ha sido señalado por los medios, incluso por algunos antes rabiosamente incondicionales a él, como principal responsable del chasco republicano. El exmandatario tiene (todavía) programado anunciar el inicio de su nueva campaña presidencial el próximo 15 de noviembre, pero de hacerlo será en un ambiente anticlimático en extremo. A muchos de los candidatos apoyados por él les fue pésimo en las urnas. Los republicanos recuperarán el control de la Cámara de Representantes, pero con una mayoría exigua. Además, el dominio del Senado sigue siendo incierto. Debería haber sido extremadamente fácil para los republicanos recuperar la mayoría en ambas cámaras y hacerlo por un amplio margen habida cuenta de la difícil situación actual de los Estados Unidos en temas como la inflación, la inmigración y el crimen, por no hablar de los bajos índices de aprobación de Biden, pero no fue así. En lugar de tsunami, las “midterm” de este año podrían ser el principio del fin para el millonario de Mar-a-Lago.

El problema principal fue la mala calidad de los candidatos respaldados por Trump. Mala calidad de candidatos, en efecto, pero esto no es solo culpa de Trump. Se consolida como tendencia mundial el surgimiento masivo de politiquillos afectados por una pavorosa inopia intelectual. Esta fauna es particularmente espeluznante entre los legisladores de cualquier país. Es cierto, desde tiempos inmemoriales la política ha sido modus vivendi de infinidad de mediocres, pero en estos funestos tiempos de populismos este fenómeno se agudiza. La devaluación de la calidad de los políticos también se ha hecho notoria en la otrora asamblea legislativa más importante del mundo: el Senado de Estados Unidos, y ya es un síntoma neurálgico del declive democrático norteamericano independientemente de cuál sea el partido triunfador en las urnas. 

El Senado nunca ha sido perfecto, pero por ahí han pasado muchos de los más destacados, carismáticos e inteligentes políticos en la historia estadounidense y, con notables altibajos, por más de doscientos años sirvió como bastión del republicanismo constitucional. A partir de la creciente polarización de la política, el Senado se ha convertido, paulatinamente, en una parodia disfuncional de la labor como equilibrador político para el cual fue concebido, y sus integrantes son, cada vez con mayor frecuencia, personajes de baja estofa. Los analistas más críticos llaman al Senado “la Cámara vacía (the hollow chamber). Para ellos la institución está en quiebra.  El último gran conjunto de grandes senadores surgió en las décadas sesenta y setenta. Legisladores como “Scoop” Jackson, Ed Muskie, Frank Church, Mike Mansfield, Ted Kennedy, Jacob Javits, Howard Baker, Hubert Humphrey, Robert Byrd, Tom Eagleton, Mac Mathias, George McGovern, Everett Dirksen y Hugh Scott fueron capaces superaron la oposición de los intransigentes representantes del Sur a los derechos civiles, aprobaron la legislación de la Gran Sociedad, tomaron la iniciativa para oponerse a la Guerra de Vietnam y responsabilizaron a Richard Nixon por los abusos de Watergate. Más adelante, este Senado salvó a Nueva York de la bancarrota, estableció relaciones con China, negoció tratados para entregar el Canal de Panamá, debatió el acuerdo de Camp David entre Menachem Begin y Anwar Sadat e instituyó un nuevo y más eficaz sistema de supervisión gubernamental. Los nominados a puestos en el Poder Judicial y ejecutivo sometidos a ratificación senatorial eran (por lo general) juzgados por sus méritos y no meramente por los intereses partidistas. Se trataba, es suma, de políticos enfocados a encontrar soluciones. El partidismo exacerbado y la rigidez ideológica todavía no llegaban a imponer su imperio.

Actualmente, el Senado es un organismo fracturado, disfuncional, ineficaz y cada vez más irrelevante para la vida de los estadounidenses comunes. La principal razón de ello descansa en la sobreideologización, sin duda presente en ambos partidos, pero sobre todo en el Republicano, obsesionado con derrotar a sus oponentes demócratas frustrando y obstruyendo el proceso legislativo y el funcionamiento del gobierno. La polarización ha vinculado como nunca el destino electoral de los senadores con las fuerzas y tendencias políticas nacionales, disminuyendo sus incentivos individuales para trabajar con miembros del partido opuesto. Cada vez es más raro ver un estado con una elección al Senado escoger al candidato del partido contrario al del aspirante presidencial. Antes esto no era tan común. Los votantes no están dividiendo sus votos como lo hacían antes. Por ello, los senadores tienen menos incentivos para tratar de construir una personalidad más independiente y capaz de trabajar sobre las líneas partidistas.

Mucho ilustra sobre los problemas del Senado el retiro de la republicana de Maine Olympia Snowe al anunciar su retiro. En un artículo de opinión en The Washington Post explicó sus razones: “Algunas personas se sorprendieron por mi decisión, sin embargo, he hablado en el Senado durante años sobre la disfunción y la polarización política en la institución. En pocas palabras, el Senado no está a la altura de lo que los Padres Fundadores imaginaron”. Otro desilusionado fue el demócrata de Indiana Evan Bayh, quien al explicar las razones de su propio retiro en el New York Times expresó: “La culpa no está en el Senado sino en el propio país: la apatía de los electores, las fake news, el partidismo cultural y político, el creciente encarecimiento de las campañas, la exagerada influencia de los consultores de imagen, etc.”

La polarización explica en muy buena medida la decadencia del Senado en Estados Unidos, pero también se debe a una falta de formación intelectual y política cada vez más palpable en los aspirantes a ocupar un escaño en la Cámara Alta. Esta manía de elegir a políticos cada vez más idiotas es universal y enmarca el debate sobre cómo elegimos a nuestros líderes, nos gobernamos a nosotros mismos y resolvemos nuestras diferencias. 

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