¿Qué se puede decir de burócratas que son capaces de afirmar que oír al presidente Andrés López hablarles fue “como escuchar música sinfónica”? Así lo ha hecho recientemente el exsubsecretario Hugo López. A su vez el ahora refrendado director general del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), Diego Prieto Hernández, escribió —en un artículo publicado en el periódico Reforma— que sería “un hecho histórico sin precedentes para el INAH […] la publicación del Reglamento de la Ley Orgánica del IHAH, promulgada en mayo de 2021 por el Presidente Andrés Manuel López Obrador”. Prieto ha conducido oficialmente la institución desde 2017, todavía en la administración del presidente Enrique Peña. La disposición que Prieto muestra para divulgar falacias y mentiras es indicativa de una severa degradación del discurso público en el mundo y en el México del nuevo autoritarismo.
El caso de Prieto no es lo central. Sus responsabilidades individuales durante su gestión como director y sobre sus expresiones son ineludibles, sin embargo, ocurren en un marco global en que los hechos constantemente se tergiversan desde el poder. Se ha vuelto costumbre llamarlo posverdad, considero útil hacer notar que son llanamente mentiras, no nuevas formas de conocimiento. Menciono tres ejemplos clave de personajes habituados a mentir. En 2016 un político oportunista y demagogo tenía listos dos artículos periodísticos para publicar en su columna: uno a favor y otro en contra de la salida de Gran Bretaña de la Unión Europea; él tomó la decisión que más favorecía sus posibilidades de liderazgo y encabezó la campaña a favor de dejar la Unión, a pesar de que el consenso informado desaconsejaba tal medida —lo que ahora se ha confirmado por consecuencias negativas del proceso— pero, aunque con vicisitudes, el demagogo se convirtió en primer ministro en 2019. En 2018 otro político sin respeto por la verdad aseguró en la campaña presidencial mexicana que el origen de los males del país era la corrupción, que él resolvería el problema y al hacerlo contaría con recursos suficientes para sus políticas públicas, lo que no sucedió, pues lejos de combatir la corrupción desmontó los nacientes mecanismos para luchar contra ella y —contra las evidencias sobre su dicho de ser adalid de honestidad— ante denuncias periodísticas que dejaban ver corrupción en su administración y su propia familia, el político se limitaba a exigir que se aportaran pruebas, aunque estuvieran a la vista. Finalmente, en 2020, el presidente de Estados Unidos perdió su reelección tanto en el voto popular como en el electoral, pero aseguró que había ganado, enardeció a una turba en un intento de golpe de estado y el charlatán persistió en la mentira los años siguientes hasta ser hoy nuevamente presidente electo de ese país. En cada caso hay un líder y también amplio apoyo social al desvarío. Así, los dislates de un burócrata parecen cosa menor, pero no lo son, pues participan en la creación de un ambiente en que se miente flagrantemente desde el poder burocrático y su uso de la fuerza.
Diego Prieto ha hecho carrera burocrática principalmente. Parece mantener una plaza de “profesor investigador” en el Centro INAH Querétaro, a pesar de carecer del grado doctoral y de que lleva cuando menos desde 2015 concentrado en labores burocráticas del INAH federal. En varios países desarrollados se discute el poder que tienen los miembros del servicio público de carrera —funcionarios apartidistas enquistados en el aparato burocrático, quienes conducen las tareas de gobierno— pues cualquiera que sea el partido que ejerza el poder ellos permanecen, siguen algunas instrucciones de esos burócratas votados, pero ponen barreras a muchas decisiones precisamente para que sigan funcionando las instituciones gubernamentales. Estos burócratas deben desarrollar habilidades para adaptarse a cada gobierno, pero esto no implica sumisión ignominiosa, como ocurre hoy en México incluso con quienes —aunque no lo sean— parecen ser ese tipo de funcionarios especializados con continuidad entre administraciones.
Un problema mayor de la degradación del discurso público mexicano es la tergiversación de términos que podrían indicar el ejercicio de ciertos criterios pero que en la decadente práctica actual son blandidos para defender la ausencia de esos y otros criterios de validación. Desde el segundo enunciado de su colaboración Prieto distorsiona la realidad pues anota que los mexicanos estaríamos “inmersos en la intensa transformación de la vida pública de nuestro país”, añadiendo demagógicamente que esto sería por “voluntad mayoritaria de la población” y no, como efectivamente es, por apenas la mayoría de los votantes, sin que la asistencia a las urnas fuera siquiera del 65% del padrón pues en 2018 votaron apenas 63.43% de los votantes registrados y en 2024 el 61.05%. Asimismo, Prieto tampoco tiene empacho en afirmar que en el INAH “hemos puesto énfasis en construir un sólido andamiaje científico y cultural que proyecte a un México inclusivo y justo”, en lo que quizá hay que entender “proyectar” como “llevar” o “conducir”, para que sus palabras cobren sentido. Inmediatamente después Prieto se enreda en reiterar que estaríamos viviendo una “transformación de la vida pública de nuestro país”, como si recibir pequeñas subvenciones fuera más allá de un ligero aumento en el consumo —lo que no altera la desigualdad sustancialmente— o como si asegurar que se ha separado al poder económico del poder político fuera realidad, aunque los grandes contratistas sean los mismos y hayan aumentado su riqueza. De nuevo deformando los conceptos esa transformación ocurriría, según Prieto, “por la vía de la justicia, la diversidad, la equidad, la democracia, la libertad, la paz y la legalidad”; cuando lo tangible es un país enfocado al pensamiento único, con violencia e inseguridad, en pleno desmonte autoritario de su sistema de justicia… Pero la creencia en una transformación es distorsión menor frente a lo que Prieto redactó en párrafos subsecuentes.
El tono y la mayor parte del artículo están dedicados a alinearse con el grupo gobernante, pero no falta el recuento burocrático sobre “la mejora de infraestructura cultural”, la “educación inclusiva y diversa” ofrecida por el instituto a través de escuelas de educación superior, “la difusión del patrimonio cultural” con logros “como no ocurría hace muchos sexenios”, así como “la restauración y recuperación” de “bienes culturales”. No obstante, una sola cuestión es de interés intelectual en lo anotado por Prieto: “el INAH ha enfrentado un doble desafío, pues además de contribuir a fortalecer la identidad nacional, tiene ahora que hacerse cargo de documentar y visibilizar las identidades múltiples que configuran el mosaico cultural heterogéneo que es México, en su diversidad étnica, lingüística, regional, comunitaria y cultural”. Esto es reconocimiento de que el INAH es un aparato ideológico del estado mexicano, un mecanismo para generar consenso alrededor de la comunidad imaginada no por Morena sino bajo la hegemonía del nacionalismo revolucionario del siglo XX. A pesar de esto, el director del INAH es capaz de afirmar que “no hay ninguna tarea sustantiva del Instituto que no se sustente en la investigación científica”: usa así el prestigio de la ciencia a pesar de hacerlo en contra de la razón y en un contexto internacional de desplazamiento de su centralidad.
Aludir a la neolengua —el idioma de la sociedad distópica inventada por Orwell en su novela 1984— se ha vuelto lugar común para describir nuestro tiempo. No obstante, es referencia pertinente. En los miembros de la actual clase gobernante mexicana, los aspirantes a pertenecer a ella y hasta en algunos aturdidos apoyadores se verifica un proceso semejante al del uso del sistema del “doblepensar” y la palabra “negroblanco”: “aplicada a un contrario significa la costumbre de asegurar descaradamente que lo negro es blanco en contradicción con la realidad de los hechos. Aplicada a un miembro del Partido significa la buena y leal voluntad de afirmar que lo negro es blanco cuando la disciplina del Partido lo exija. Pero también se designa con esa palabra la facultad de creer que lo negro es blanco, más aún, de saber que lo negro es blanco y olvidar que alguna vez se creyó lo contrario”. Que mientan quienes buscan el poder burocrático por medio del voto es esperable, pero que lo hagan los burócratas culturales y los propagandistas —verdaderos intelectuales orgánicos— es síntoma del tamaño del problema. Esto es especialmente retorcido en algunos casos: que conductores de televisión —con o sin grado académico superior, pues los hay de ambos tipos— se crean intelectuales y espeten falacia tras falacia es comprensible; pero que hagan lo mismo personas que han obtenido doctorados y usan el prestigio de sus grados e instituciones que los han alojado —como está ocurriendo también en varios casos— es una falta importante. Indica o bien que el entrenamiento intelectual les resultó inútil o revela que mienten sabiendo que mienten. Los pseudointelectuales emergentes —pues no demuestran apego a la búsqueda de la verdad, sino intención de posicionamiento propio y consolidación del grupo gobernante— son probados operadores de la neolengua, de un sistema que pone trabas al pensamiento.
La joya mayor en la distorsión de la realidad que acomete el burócrata cultural Prieto es la de calificar el “Tren Maya” como “un proyecto modélico” para atender a la región. Según Prieto se trata de “un proyecto integral, ocupado de favorecer otro esquema de desarrollo [que] busca compaginar el desarrollo económico con la preservación cultural y la conservación ambiental”. En primer lugar, no hay tal “otro esquema de desarrollo”, con lo que se quiere hacer alusión a la supuesta superación de mal llamadas políticas neoliberales. En el tren maya no hay otra cosa que distorsión económica a través de intervención gubernamental. Por supuesto que se activa la economía durante la construcción, pero la inviabilidad financiera del tren lejos de propiciar desarrollo es factible que se convierta en carga presupuestal insoluble para la nación, pues no se podrá privatizar —nadie lo compraría— ni sería posible abandonarlo, pues el patrimonio nacional conlleva compromisos legales. ¿Hay responsabilidad de Prieto por los daños al ambiente y al patrimonio arqueológico? El cuidado de cuevas y grutas afectadas estuvo parcialmente a cargo de personal del INAH, por eso el burócrata Prieto hace referencia en su artículo a “infraestructuras que respetan el entorno”. Activistas y periodistas han denunciado el fracaso de tales medidas de mitigación. Independientemente de responsabilidades formales, en la historia tendría que quedar registrado el catálogo de tragedias promovidas por Andrés López, incluyendo la devastación ambiental en la península de Yucatán.
El burócrata Prieto se extiende en mencionar el “desarrollo inclusivo”, el “desarrollo regional”, el “turismo sostenible” sin explicar cómo se lograría cada uno de ellos, sino con la confianza típica del nuevo autoritarismo mexicano que trata a los ciudadanos como receptores de mensajes que deben entenderse literalmente, sin cuestionamiento alguno sino por el contrario, generando reconocimiento y agradecimiento que se conviertan en votos. En lo que no cabe duda en términos de responsabilidad —aparte de su deficiente desempeño que inconforma a trabajadores del INAH— es que Prieto se muestra falaz, pues asegura que: “al hacerse cargo de la protección del patrimonio natural y cultural, el Tren Maya no solo impulsa la economía regional, sino que fortalece también la identidad de las comunidades”. ¿Qué sería fortalecer la identidad de una comunidad, que permanezca estable, que cambie “evolucionando”? ¿Qué es previsible que pase en una comunidad si hay verdadero cambio económico, no sólo subvenciones? Inevitablemente habría transformación social, lo que no es indeseable: las colectividades no tienen por qué aplastar la innovación. Sin embargo, Prieto no tiene esta perspectiva: él sólo repite la perorata morenista que no es coherente, pero no carece de apoyadores.
Ha sido muy difundido que Andrés López aseguraba que “ni un solo árbol” sería derribado, sino que “al contrario […] vamos a sembrar 100,000 hectáreas en la zona del Tren Maya de árboles frutales y maderables”. Sin embargo, ante solicitud de información del portal Animal Político, la cifra oficial de tala por la construcción de este tren es de 7,291,053 árboles. No cabe la opinión: hay distancia entre “ni un solo árbol” y más de siete millones de árboles destrozados, lo que, además, es apenas el daño ambiental más visible pero no único. La mentira está ahí para ser vista: el siquiera sugerir que la obra ecocida del tren maya sería un proyecto ambientalista es un embuste.
El problema que identifico en el degradado discurso de Diego Prieto Hernández no es asunto de retórica, aunque, en efecto, su habla sea la lengua de la burocracia —incluyendo, por supuesto, a los “políticos”— del nuevo autoritarismo mexicano. Esta semana Fernando García Ramírez escribía: “No tenemos por qué repetir las mentiras del gobierno”. Son falacias y mentiras que invaden los sentidos en cualquier espacio, como al tener que oír “gobierno de México, segundo piso de la cuarta transformación” en las proyecciones de la Cineteca Nacional. ¿Qué se puede hacer ante el alud de faltas a la verdad provenientes del poder y sus afines? La respuesta no es sencilla: si se trata de lucha electoral, con el control propagandístico de los medios públicos y dada la subordinación de la mayoría de los medios privados la confrontación es sumamente desigual y de resultado predecible, contrario a la razón. Pero si se trata de debate intelectual, cualquiera que sea la preferencia electoral de uno —y estoy seguro de que los izquierdistas sinceros pueden interesarse en evitar la deformación de sus ideales— no hay que desistir, aunque hacerlo parezca clamar en el desierto: conviene la auténtica resistencia. Hoy y siempre hemos visto que la historia no es lineal: los retrocesos civilizatorios están siempre al acecho. Es indispensable trabajar desde la razón para construir una nueva época en que prime el esfuerzo por la verdad. Mientras tanto no queda sino insistir en evidenciar la flagrancia de las mentiras.