En FICUNAM 2022, la proyección del viernes 11 de marzo de Drive My Car (2021) —película del experimentado director Ryūsuke Hamaguchi, a la que antecedía haber ganado el premio de guion en el festival de Cannes— tuvo las más largas filas en el Centro Cultural Universitario, con un público que parecía ansioso por verla. Pocos días después, el filme comenzó a estar disponible en la plataforma MUBI y se ha mantenido en la cartelera de la Cineteca Nacional hasta ahora, mayo (oí, en ese lugar, a un miembro del público llamarla “Conduce mi auto”; lo pertinente en español mexicano sería: “Maneja mi coche”). Parte de la expectativa proviene de que se trata de una adaptación a la pantalla de un cuento de Haruki Murakami, a quien algunos ven como un García Márquez japonés. Además, para esa fecha, había recibido múltiples nominaciones a los premios Óscar. Esto es indicativo del tipo de material, pero hay que sumergirse en la película de Hamaguchi.
La factura de Drive My Car es más que solvente. Su fotografía, casi estilizada pero todavía naturalista, tiene diversos méritos incluyendo el no presentar un Japón folclorizado —de gente que habitaría espacios de papel— sino ciudades modernas, como Hiroshima que luce plena y verde en la costa. La composición de cada cuadro es canónica, difícilmente objetable e incluso logra encuentros como el de un barandal en contraste con el mar. La musicalización es predecible, pero se mantiene pertinente. Acaso lo más notable sea la iluminación, dirigida por Taiki Takai: un amable virtuosismo que se pone al servicio de ambientes necesarios para la historia. Sin embargo, nada de esto tendría que ser celebrado, sino únicamente reconocido. Una analogía identificable es cómo —en contraste con bandas prefabricadas, de integrantes que ni siquiera saben de música— llaman mucho la atención los grupos con buenos bajistas, vocalistas, guitarristas, tecladistas o bateristas que sí entienden algo de música. No es consecuente pasar de ese reconocimiento a suponer que se esté ante una cumbre, ni siquiera ante un ejemplo destacado de ese arte.
El personaje principal es el actor y director teatral Yūsuke Kafuku (interpretado por Hidetoshi Nishijima). Habiendo pasado un par de años tras un golpe emocional y la trágica muerte de su esposa —antes, además, habían perdido una hija de cuatro años—, Yūsuke dirigirá, con un elenco trasnacional, Tío Vania, la obra de Chéjov que hoy es de repertorio. Las voces del teatro están vinculadas a la trayectoria de Yūsuke, tanto en los ensayos como, particularmente, en las cintas que su esposa había grabado para ayudarlo a estudiar los diálogos. Tangencialmente, la conductora asignada a Yūsuke por el festival teatral en Hiroshima, Misaki Watari (Tōko Miura), experimenta un recorrido emocional semejante. Que la introducción del filme de Hamaguchi se extienda por 41 minutos —antes de la aparición de los primeros créditos—, que dure prácticamente tres horas —de una clase de narrativa que las hace llevaderas—, y que su ritmo no sea el de una película de acción, no debería confundir sobre su carácter. El cuidado “arco” de los personajes, la ingeniosa creación de tensiones y enigmas en la trama es lo cualquiera que haya asistido a una escuela de cine sabe hacer: también las telenovelas exitosas lo logran.
Que antes Yūsuke sea parte del elenco de Esperando a Godot tampoco altera un mundo en que hasta a Beckett se pretende domesticar. En las casas bien montadas cada objeto está en su lugar. No obstante, ¿el orden es la vida? Es cierto: con economía de recursos este mecanismo preciso transmite lo que ha sucedido entre un par de personajes. Pero que llame la atención que de Hiroshima se vea hasta la basura, aunque no la diversidad de sus pobladores —quienes quedan fuera de cuadro— y que el trato de los gestores culturales, al menos a Yūsuke (incluso su coche es cubierto durante la noche), es revelador. La apariencia de la ciudad puede llevar a lecturas ideológicas más que artísticas, los cuidados al director teatral a contrastar experiencias locales con lo representado por Hamaguchi. La secuencia de imágenes construye una mirada apenas turística.
Como he anotado, siguiendo usos y costumbres, los personajes experimentan un desarrollo y son entregados de manera tal que los públicos se asoman a su complejidad. La conductora es diligente y considerada, lo que justifica la imagen de dos cigarrillos en la noche, que de otra manera sería afectada. Si la interpretación de la película de Hamaguchi va más allá del duelo y de los problemas pendientes que tienen los personajes con sus muertos, entonces con nitidez emerge un planteamiento: la dificultad y la fragilidad de la comunicación. La cinta con la voz grabada de la esposa fallecida perdura, pero podría romperse en cualquier momento. La cena en que participa una actriz muda evidencia las dificultades de la traducción. Los ensayos dirigidos por Yūsuke son multilingües. Se sugiere que un encuentro sexual habría sucedido porque una taiwanesa habla inglés y mandarín, pero no japonés, mientras Kōji, actor japonés, no habla ni inglés ni mandarín: no hablamos, pero cogemos.
Hacia el final, la representación ante el público de Tío Vania ocurre en distintos idiomas al mismo tiempo —incluido el lenguaje de señas coreano— con la proyección de los diálogos en varias lenguas en una pantalla encima del escenario. El silencioso final, sin embargo, no remite a una imposibilidad, sino a una nota de optimismo, aun durante la pandemia de covid: la conductora Misaki —cercanísima a la edad que habría tenido la hija de Yūsuke— maneja con familiaridad el coche del director, en una circunstancia cotidiana. El clímax previo, de conversación supuestamente trascendente pero explicativa y en tono de moraleja —la difunta esposa no era extraña, simplemente era así, que recuerda el dicho “no hay que entenderlas, hay que quererlas”—, revela a plenitud que estamos lejos del misterio y sólo ante un buen relato. El Óscar como mejor película extranjera para Drive My Car no es sorprendente: es un filme disfrutable, pero convencional, justo en el límite de lo ordinario.