La confección de mi lista de veinte discos supuso la escucha atenta de muchos álbumes, la mayoría mediante sistemas de streaming, la minoría a través de formatos físicos (vinilos o cds). En cualquier caso, el acceso a las diversas grabaciones supuso la revisión completa de cada una de las obras que propongo, lo que implicó desatender listas de éxitos y, en un esfuerzo mayor, hacer caso omiso al siempre inoportuno logaritmo, que pretende estandarizar tus gustos en un solo estilo musical, lo que supuso un esfuerzo de rebelión del hombre frente a la máquina y de la intuición frente a la racionalidad.
Por un tema de orden, completamente circunstancial y, acaso, aleatorio, intenté colocar cada disco según mi parecer, aunque, otro criterio de clasificación fue el género y el estilo de cada grabación. En la lista propuesta (de los primeros diez discos) noté, sin haberlo pensado demasiado, que sugerí un disco de música en inglés (indistintamente pop, rock, en general), uno siguiente que tuviera la peculiaridad de provenir de algún cantante o grupo latinoamericano y, finalmente, cerré la tercia con una sugerencia que intentó bordar en el jazz o en el rock progresivo, situación antojadiza que me lleva a pensar que en el orden propuesto no sólo influyó el gusto sino, también, un inconsciente afán clasificatorio, lo que me hace pensar que el ascenso y descenso numérico de los discos es más accidental que arbitrario, al menos en la primera parte.
Con una lógica similar, aunque aviso que tendrá variantes que atienden a las circunstancias, continúo la lista y reinicio la clasificación personal de los discos favoritos del año, con el número 10: Closet botanist de Rudy De Anda, disco ecléctico, divertido, que incursiona en múltiples ritmos (pop, cabaret, down tempo, música tropical), que en su cualidad mosaica logra construir la estética perfecta del salón de belleza. Con la misma facilidad que el cantante y compositor canta en español lo hace en inglés, así, instalado en el beauty parlor, Rudy lanza consignas disco o letanías amorosas, al tiempo que uno lo imagina sobre el escenario haciendo un hermoso corte demodé, mientras entona un bolero con un groove ultramoderno.
El número 9 de mi lista es Quality of joy de Aka moon, trío belga de jazz que tras treinta años de carrera demuestra que la renovación siempre es una opción disponible al gran talento. En el disco predomina el sonido de saxofón (Fabrizio Cassol) con una tonalidad étnica que acerca el intento creativo a sonidos como los que en registros paralelos produce John Zorn. Con una mezcla perfectamente equilibrada de ritmo y melodía, el grupo entrega una maqueta de canciones abiertas, francas y expresivas, donde la lucidez, definitivamente, le gana espacio a la oscuridad y, acaso, en ese entramado tan solar, el esfuerzo consigue ser enigmático.
En el octavo puesto de mi propuesta coloco el Cat Power sings Dylan: The 1966 Royal Albert Hall Concert de Cat Power, una exploración a las raíces de la artista, un homenaje al cantautor más destacado de la tradición folk americana, y una oportunidad para replantearse como cantautora desde el lugar del alter ego. En esta producción, Chan Marshal-Cat Power-Robert Zimmerman-Dylan (sí, cuatro personalidades en una), toca la guitarra, la armónica y se convierte a momentos en su ídolo: Bob Dylan, como se revela en la primera línea de She belongs to me, cuando la cantante suplanta de manera tan perfecta al bardo de Minnesota que es difícil distinguir quién canta, cuando la soprano se asume gambusino sesentero y en su búsqueda del sonido originario cruza ríos, camina estepas y desiertos, navega brazas de mar y sube kilómetros de montaña, para encontrar, al final, una mina con betas de oro.
El séptimo sitio del conteo lo ocupa Chimborazo de Son Rompe pera, un trabajo que reinventa el sonido de la cumbia, al introducir la marimba como elemento básico de la instrumentación. El sonido que logra el grupo se contonea suavemente en sonidos inesperados: la cumbia psicodélica, los ritmos andinos, el bolero, el rock, el waltz tradicional, entre otros. Como una declaración de intenciones, la banda titula una pieza del disco La cumbia es el nuevo punk, frase enigmática que revela la intención más profunda detrás de la producción del disco: la reinvención del sonido popular y la recomposición desmadrosa del folclor.
El sexto lugar en el listado lo tiene Génesis de Peso Pluma, un disco que desde el horizonte de los corridos tumbados retrata lo brutal de la realidad, con sus tanques, acorazados y violencia permanente, fondeada por música de tuba, guitarra acústica y redova; fotografía exacta de la circunstancia que atraviesa el país; crónica de momentos que cuentan la historia de lo cotidiano, sobre un lugar que fuera de nuestro espacio de vida sería una horrible fantasía. En este escenario, se hace una reinvención del folclor a través del foto-reportaje musical del instante violento.
Cuando una voz singular irrumpe en el mundo del jazz es inevitable remontarse a sus antecesoras. La música de Yazmin Lacey abreva de la gran tradición de la canción jazzística, acaso, en un momento de asombro, podría aventurarme a decir que es una continuadora del sonido que en los años 30s del siglo pasado construyó Billie Holiday, sin parangón posible. Esta strange fruit del UK jazz más reciente, practica con su voz diversos juegos de artificio, arreglos florales, suertes pirotécnicas con el respaldo de una caja de ritmos, instrumentación digital y sonido sintetizado. Su última producción –Voices notes– reafirma un estilo de hacer jazz, de proponer cosas nuevas en un género que, por su dificultad, a veces permite algunas concesiones, pero ella no toma el camino fácil, sino el largo y sinuoso, con el propósito de innovar. El número cinco de mi conteo.
En un arrebato más de arbitrariedad para integrar la segunda parte de la lista, decidí que más de un disco podría estar dentro de mis cinco preferidos del año, entonces, como ejercicio autoritario, no sin una motivación de justicia detrás, los puestos segundo, tercero y cuarto de mi conteo, se repartieron entre dos artistas, cuyos discos me parecieron estupendos y, para no incurrir en el dolor de tener que excluirlos fue más sencillo dividir mi corazón e incluirlos por partida doble en el listado.
Acorde con esa aclaración, mi primera propuesta para el número cuatro del conteo es Kevin Morby, quien con su álbum More Photographs (A continuum) hace el relato minucioso de las fotografías de su álbum familiar, acaso de su Instagram, para explicar al mundo la densidad de su mundo emotivo. Metáfora de una casa con las puertas y las ventanas abiertas, Morby revela las fotos de la casa parental en la que le dedica una canción (y una fotografía) a su madre, a su padre, a sus seres queridos, en general, a través de un relato a veces sombrío, a veces solar, y explica una realidad que el autor quiere tener presente –no olvidar es la consigna personal– tal vez para reconocer a cada minuto quién es y quién ha sido a lo largo de los años, con los momentos felices y los tristes, con los lugares luminosos, pero también con los sombríos.
Si la producción de Kevin Morby es una casa de puertas abiertas, el álbum I inside the old year dying de Polly Jean Harvey (PJ Harvey), con el que comparte el cuarto lugar de mi propuesta, es una habitación cerrada, a la que el escucha solo puede acceder mediante un acto de espionaje: voyeur sónico que se aventura en las profundidades íntimas de una mujer que lanza una oración o dicta un epitafio. La narrativa de Morby, en este contexto, se confronta con la poética de PJ, quien oculta su verdad detrás de la poesía, pues la intención no es abrirse ante el espectador, si no cerrarse ante la mayoría de espectadores y prestarle la llave solo a quienes considera dignos de compartir una taza de té, como el sombrerero de Alicia en el país de las maravillas, una vez que el escucha ha adivinado el acertijo. Poeta del aislamiento, Polly Jean sólo necesita de un piano, una guitarra (a veces acústica, a veces eléctrica) para dar sonido a su mensaje en clave; el único que conoce las palabras para invocar el conjuro es John Parish: guitarrista, coautor de las canciones y aprendiz de hechicero. Quién fuera él para compartir con ella una taza de Earl gray.
The Harmony codex de Steven Wilson es mi primera propuesta para ocupar el número tres de la lista. Como su nombre lo anuncia, el álbum es una búsqueda de la tranquilidad, de la calma o, más aún, de un lugar apacible: sitio donde sentarse a observar la puesta de sol o la repentina aparición de la luna, tras el correr de los minutos y las horas, hasta formar días y luego calendarios. Disco con variantes de estilo, se mantiene en la lógica de la parsimonia, de la lentitud, de la búsqueda de lo armónico, como si de una reflexión sobre el tiempo se tratara, con sus momentos felices o amargos, pero también emotivos, que llevan a la reflexión y a encontrar un lugar donde colocarse a ver la puesta de sol y luego, de repente, como aparece la luna.
En mi segunda propuesta para el número tres del listado irrumpe Yo la tengo con su disco This stupid world, producción que sigue los cánones de sus producciones previas, pero con un balance que logra la perfección: una suerte de música concreta de guitarras en la que el ruido llega al paroxismo y, a la vez, a una complejidad rítmica que canción a canción se transforma en esplendente armonía. Expertos en la saturación sónica, en el empalme de densidades sonoras y el enfrentamiento de riffs eléctricos, en esta producción Yo la tengo muestra la fuerza de sus discos iniciáticos de los noventa, pero llegados al estado de gracia, debido a la experiencia acumulada, a la dosificación de aspereza y suavidad: caricia con un guante de superficie porosa, igual a la de las rocas.
En la lógica del contraste, mi primera propuesta para el número dos de la lista es Did you know that there’s a tunnel under Ocean Blvd de Lana Del Rey, un continuum de su arte previo, con un acento de intimidad mayor. La música, en este momento, adquiere la naturaleza de la confesión, del mensaje secreto de la crooner tras un teclado, quien, cansada de estar detrás del instrumento, concentra sus esfuerzos en la lírica. En ese plano, la metáfora del subterráneo es el artilugio para comunicar la propia oscuridad, pero, también, el medio para respirar y mirar a la luna: meta del trayecto que inicia la caminante que desea encontrar un punto luminoso en el cielo, tal vez, el de su alma.
En la metáfora de la profundidad, Slowdive emerge para colocar su álbum Everything is alive, como segunda propuesta para el número dos de mi conteo. Este disco limpio como un espejo de agua clara es una imagen perfecta del viaje por el océano, pero también la crónica de un vuelo que atraviesa las nubes: ascenso y descenso en el mismo esfuerzo creativo. Cuando el grupo se sumerge brazas de mar encuentra frente a sí un cofre repleto de monedas doradas, cuando asciende halla un tesoro esplendente al pie del arcoíris, que comienza o termina, en el cielo. Lo significante de este nuevo viaje es que la banda interrumpió su trayecto en las profundidades del mar para aislarse en el desierto, en un proyecto que inició a mediados de los noventa y continuó hasta 2017, en el comunicaba una entrañable aridez y una larga visión solar –Mojave 3: música terrestre, mineral, son musical de un beduino que, llegado el 2023, cambió su fisonomía por la del piloto de pruebas que ensaya las armonías aéreas, ambientales. En ese esfuerzo si el aire de la estratósfera tuviera un soundtrack, muy posiblemente, este sería el más adecuado para sonorizarlo.
Finalmente, el indiscutible número uno de mi conteo lo tiene The Waeve, con su disco homónimo. Maqueta eléctrica en la que, como destellos, suenan riffs de guitarra, canciones pop, sonidos art rock y hasta exploraciones góticas. Las letras, por su parte, se instalan en lo sombrío, en lo oscuro, en lo ritual, pero no en lo celebratorio, sino, acaso, en lo sacrificial. En este proyecto creativo, Rose Elinor Dougall y Graham Coxon se encuentran a años luz de sus proyectos originales (The pippetes y Blur, respectivamente) e intentan trascender en sus empeños artísticos a partir de la construcción de un alter ego, doble que renuncia a la luz e invoca su lado de sombra: arquetipo de distorsión, oscuridad, transgresión, pero también de libertad y énfasis de la individualidad. Desde mi perspectiva, el mejor disco del año, por su propuesta innovadora, pero, sobre todo, porque su puesta en marcha ha supuesto darle voz y vida a un ser creativo, distinto al que antes vivió oculto tras la figura de una banda y, ahora, con la estética del dúo permite observar –entre líneas, sonidos y silencios– el murmullo del espectro, el silbido del fantasma, la vocalización de una mujer y un hombre que, unidos, habilitan en la realidad la mitología del hermafrodita: ser dúplex, complejo y, por eso, dotado de fuerza sobrenatural y humana, que puede dar origen al mundo y a la música.