En los últimos días la (auto)defensa del presidente se ha decantado en explosivas declaraciones y aseveraciones que son ambivalentes y ponen en tela de juicio el lugar —según su narrativa— del Estado de derecho. Su posición ha despertado nuevas críticas y sospechas múltiples. Él ha hecho un deslizamiento semántico (un cambio de significación) acerca de la autoridad y las funciones de las fuerzas armadas y respecto de la impunidad exhibida sin recato alguno de la delincuencia. El pronunciamiento presidencial vino a propósito de que se conoció un video en Nueva Italia, Michoacán, grabado desde el ángulo de “los civiles”, donde se ve claramente cómo un grupo de militares son correteados por ese grupo y los uniformados huyen a toda velocidad, en medio de insultos y provocaciones envalentonadas. Ver esas escenas revive la frase de su capitulación: “Abrazos y no balazos”. Pero hay algo más.
El presidente ponderó —algo inimaginable años atrás— las garantías y “cuidados” que su gobierno ofrece a los integrantes de las bandas criminales y del narcotráfico. Como señaló el columnista de El Universal Salvador García Soto, sus declaraciones se prestan a múltiples interpretaciones y reacciones: (1) la de quienes se indignan porque el titular del Ejecutivo ya quebrantó su papel como jefe de Estado y responsable del orden y la legalidad; (2) los que ven en su inadmisible defensa de derechos de los delincuentes como un acto de provocación para polarizar aún más a la nación, y (3) los que de plano empiezan a sospechar que el presidente protege a la delincuencia porque ha establecido —de tiempo atrás— un pacto y una alianza de no agresión y división competencial, algo así como una partición, “cada quien con sus negocios y no nos entorpecemos mutuamente”. Quizá sean veraces las tres versiones. Lo cierto es que las palabras del presidente han vuelto a levantar la mirada y atención críticas. Pero hay algo más.
En respuesta a los comentarios en los medios y las redes sociales, el presidente ha continuado repitiendo sus presuntas inspiraciones éticas declaradas: el humanismo (cristiano, pero a la manera del reformador ruso León Tolstói, cuya obra López Obrador conoció en Tabasco por voz de Carlos Pellicer), el amor al prójimo, la evitación del odio, el respeto a los derechos humanos, etcétera. Todos esos enunciados son un castillo de naipes que se vienen abajo diariamente en las peroratas de las mañaneras. Cuando aborda el tema de sus adversarios (una técnica socorrida por el populismo), todos esos enunciados se derrumban y sale a flote su rostro lleno de rencor, su acendrado sectarismo, su odio a los que no se someten a sus caprichos o a los que tienen aspiraciones propias en la vida y, al mismo tiempo, asoma su nula preocupación por las víctimas de quienes requieren justicia, en cualquiera de sus acepciones: niños, mujeres, madres de desaparecidos, enfermos, periodistas asesinados, víctimas de feminicidios y, también, los pobres de este país.
La literatura nos ofrece un campo de análisis.
¡¡¡Que el rey conserve su ropa!!!
El cuento del danés Hans Christian Andersen, escrito en 1837, titulado “El traje nuevo del emperador”, revela cómo la verdad previamente se oculta, pero al final emerge por las palabras y aflora entre las palabras. El cuento refiere así la historia.
Hasta la misma persona de un rey llegaron dos charlatanes que se decían a sí mismos sastres o tejedores. Afirmaban que eran capaces de elaborar las mejores telas, los mejores vestidos y las mejores capas que ojos humanos pudieran haber visto; sólo exigían que se les entregase el dinero necesario para comprar las telas, los bordados, los hilos de oro y todo lo necesario para su confección.
Dejaban bien entendido que tales obras sólo era posible verlas ante los ojos de aquellas personas que realmente fueran hijos de quienes todos creían que era su padre, y solamente aquellas personas cuyos padres no eran tales no serían capaces de ver la prenda.
Se admiró el rey de tan maravillosa cualidad y otorgó a los charlatanes todo aquello que estos solicitaban, y se dieron a su tarea encerrados en una habitación bajo llave; allí simulaban trabajar en confeccionar ricas telas con las que hacer un traje para el rey, y que este pudiera lucirlo en las fiestas que se acercaban.
Curioso, el rey quería saber cómo iba su vestimenta, y envió a dos de sus criados a comprobar cómo iban los trabajos; pero cuál fue la sorpresa de estos cuando, a pesar de ver como los pícaros hacían como que trabajaban y se afanaban en su quehacer, estos no podían ver el traje ni las telas. Obviamente, supusieron ambos que no lo podían ver porque realmente aquellas personas que ellos creían sus padres no lo eran y, avergonzados de ello, ni el uno ni el otro comentaron nada al respecto, y cuando fueron a dar explicaciones al rey se deshicieron en loas y parabienes para con el trabajo de los pícaros.
Llegado el momento en que el vestido estuvo terminado, el rey fue a probárselo pero, al igual que sus criados, no conseguía ver el traje, por lo que obviamente cayó en el mismo error en que ya habían caído sus criados. A pesar de no ver vestido alguno, hizo como si se lo probase, alabando la delicadeza y belleza del vestido. Los cortesanos que acompañaban al rey presa de la misma alucinación también se deshicieron en alabanzas para el vestido, a pesar de que ninguno de ellos era capaz de verlo. Y es que, conocedores todos de la cualidad de que sólo aquellos que fueran hijos verdaderos de los que creían sus padres serían capaces de contemplar el vestido, no queriendo nadie reconocer tal afrenta, todos callaron y todos lo afirmaron, desde el rey hasta el último de los criados.
Llegado el día de la fiesta, el rey se vistió con el supuesto vestido y, montado en su caballo, salió en procesión por las calles de la villa; la gente, también conocedora de la rara cualidad que tenía el vestido, callaba y veía pasar a su rey, hasta que un pobre niño de corta edad, inocente donde los haya, dijo en voz alta y clara: “El rey va desnudo”.
Tal grito pareció remover las conciencias de todos aquellos que presenciaban el desfile; primero con murmullos y luego a voz en grito, todos empezaron a chismorrear: “El rey va desnudo… el rey va desnudo”. Los cortesanos del rey y el mismo rey se dieron pronto cuenta del engaño: realmente el rey iba desnudo.
El autoengaño, el silencio y la verdad
Como todas las obras clásicas, en este cuento el niño de Andersen. con su “inocencia fascinante dice lo obvio”, es un ejemplo de la palabra que nos libera de la hipocresía asfixiante (señalaba Slavoj Zizek). Pero, por otro lado, el escenario y los protagonistas ocultan la verdad, es reprimida, aunque está viva y actuando. El fenómeno de la invisibilidad engañosa se da entre los miembros del gabinete presidencial. El equipo que acompaña al mandatario no quiere mirar ni aceptar la realidad (desbarajuste económico, dispendio, injusticias por todas partes, inseguridad, impunidad, corrupción galopante, hostilidades políticas internas…). El presidente les impone miedo, y ellos guardan silencio, ya sea por conveniencia, por sometimiento atávico o por creencias fijas y recalcitrantes. Es la mirada del padre sádico que ellos suponen que los vigila día y noche. Lo que prefieren es el silencio, mantener y hasta alentar los delirios sistémicos de su amado líder. Es el traje no visible del rey.
Cuando el presidente habla de “cuidar” a los delincuentes porque “también son personas”, se ampara contra las críticas en el refugio de los derechos humanos y glorifica la dignidad de las personas y la salvaguardia de la vida humana. En realidad, es un discurso vacío, aunque intercala la verdad, puesto que, al hacer esas afirmaciones, el presidente, sin darse cuenta —o quizá dándosela— tuvo un “desliz” (que desde luego él niega) de que el Estado protege realmente a la delincuencia. Equivale a decir: no hay delincuencia posible sin que elementos del Estado la respalde. Y ahora, que “la cuidan”.
¿Es un asunto de la 4T? No. No exclusivamente. Es de todos sabido que la delincuencia organizada —según definiciones de los criminólogos— tiene un pilar de sostén en fracciones de los aparatos de Estado.
La novedad es el lapsus del presidente, donde dejó claro que la delincuencia florece al amparo del poder político.
No fue un momento de aturdimiento: fue una confesión. La confidencia de que su estrategia política se apoya en los sótanos más oscuros y, a la vez, los más visibles del poder.
¿Por qué ahora esta manifestación de veracidad? La cercanía de las elecciones requiere un impulso de realidad, pero únicamente de la realidad que se anhela desde Palacio Nacional: que todas las cosas sigan igual que ahora. Que no haya cambios en los “programas” de gobierno (¿?), aunque la realidad actual sea un desastre para millones de mexicanos. La realidad del presidente es que él no va desnudo, y que él y solo él encabeza un movimiento histórico imparable. Dos lecturas de la realidad que no convergen de manera alguna.
Sin embargo, como señala Lacan, el sujeto no es amo de los efectos de su palabra. La verdad revelada es que la organización estatal tiene un sesgo siniestro y, en este caso, el presidente lo goza a plenitud y no quiere dejar de gozar por sí o por interpósita persona.
¿Los ciudadanos en su conjunto llegarán a darse cuenta —como el niño de Andersen— de que el presidente se afianza en los hilos invisibles pero efectivos del poder infrangible y sus nexos devastadores?