Incluso en la religión, el fanatismo implica un deterioro de la razón.
En aquello es lo que pienso cuando miro al niño que, el domingo pasado en Chihuahua, luego de un acto de campaña de Andrés Manuel López Obrador, sujetó la cabeza del líder de Morena y, como si tuviera convulsiones y con la voz transformada en graznidos similares a un cuervo, pidió a “El Señor” que su bendecido tuviera algo así como la fuerza del águila o el búfalo frente a los políticos corruptos y para enfrentar la dictadura en la que vivimos.
El fervor religioso del niño se observa en su rostro descompuesto y las frases destempladas, fuera de sí, y no me refiero a la tonalidad sino al énfasis para que López Obrador, hace unos años también un ferviente juarista, fuera el instrumento de Cristo, su encarnación, para librarnos de todo mal en el país.
La imagen es grotesca: un viejo descompuesto por la fe, sujetado de la cabeza por un niño que se contorsiona como mico, y como abandonado para recibir al creador de todas las cosas y al arquitecto del destino por el que implora el fanático para nosotros.
Estoy convencido de que esa es una estampa elocuente de la visión mesiánica sobre el Estado así como la falta de razonamiento para comprender que, con todos los problemas que hay en México, no tenemos una dictadura. En todo caso el riesgo de una dictadura es que un hombre que pueda ser el Presidente de México crea ser la encarnación de los designios divinos y nosotros sus ovejas.