La palabra monstruo remite a un ente abominable, temible, horripilante. Del latín monstrum, originalmente este vocablo, sin embargo, tenía una connotación religiosa, para referirse a un suceso sobrenatural, extraordinario, prodigioso, relacionado estrechamente con los dioses. De ese término emanan también palabras como “mostrar” y “demostrar”, mismas que remiten a enseñar o hasta probar algo.
En cualquier caso, los monstruos están llamados a ser diferentes de los humanos. Esta distinción puede ser invocada con distintos fines, mayormente para exaltar las virtudes humanas y convocar a la unidad frente a aquellos que son “monstruosos” o “diferentes” en un sentido peyorativo. Así, un monstruo puede ser Daesh, a quien hay que combatir porque atenta, presumiblemente, contra la humanidad. El terrorismo puede ser elevado igualmente al rango de monstruo, como lo fue también, en su tiempo, el comunismo. En oposición a aquella caracterización que los vinculaba a lo divino, hoy los monstruos son colocados en un plano casi infernal, asociados al averno, a lo malo y lo perverso.
Por eso es tan interesante la filmografía de Guillermo del Toro (Guadalajara, 9 de octubre de 1964), quien no sólo no oculta su fascinación por los monstruos, sino que se esmera por recuperar el sentido original del vocablo. Los monstruos de Del Toro no son como el comunismo ni el terrorismo, amén de que están muy alejados de Luzbel. Los monstruos sí, son distintos de los humanos, pero no por ello su naturaleza es perversa o mala en el sentido hobbesiano. Antes de Del Toro, la industria del entretenimiento ha jugado con la figura del monstruo en múltiples oportunidades: desde Drácula, Frankenstein, La Bella y la Bestia y Shrek pasando por Alien, y, de manera más reciente, la invasión zombi de la que The Walking Dead es una de sus manifestaciones más claras. El argumento base es similar en todos los casos: los monstruos son entes distintos de los humanos y por ese simple hecho, deben ser eliminados. Con cierto sentido común, The Walking Dead ha ido más allá, sugiriendo que más que cuidarse de los monstruos, los humanos deben temer sobre todo a sus congéneres, capaces de revelar lo peor de sí mismos, puesto que el principal enemigo del ser humano es él mismo.
Con este telón de fondo, Del Toro nos ha presentado en su filmografía a distintos monstruos o seres sobrenaturales: Jesús Gris, en Cronos (1993); el descendiente de Judas en Mimic (1997) -si bien en este caso, Del Toro se quejó de que no tuvo la libertad creativa que requería de parte de los productores, para desarrollar la trama a su entera satisfacción-; Santi, en El espinazo del diablo (2001); los Reapers en Blade II (2002); Hellboy en la película del mismo nombre (2004); el hombre pálido en El laberinto del fauno (2006); los Kaiju en Pacific Rim (2013); y Lady Lucille Sharp y Thomas Sharp en La cumbre escarlata (2015).
En este sentido, la décima película de Guillermo del Toro, La forma del agua, se beneficia de esa exploración, de suyo compleja, del director en su condición de contador de historias de monstruos. Los monstruos de Del Toro no son inherentemente malos, o bien, el realizador parece decir “depende de como los mires.” La complejidad que subyace a La forma del agua es resultado, en palabras del propio realizador, de 25 años de hacer cine. Hay quien dice que sin ser la mejor película de Del Toro, es estupenda. En gustos no hay nada escrito, pero, en cualquier caso, a mi manera de ver, se trata de una joya en un género tradicionalmente denostado, lo que tiene un enorme mérito. Pero vayamos por partes.
La forma del agua está ambientada en la guerra fría. Cuenta la historia de una criatura -un monstruo, pues- capturada en algún lugar de Sudamérica -imposible ignorar lo dicho por Huntington a propósito de las culturas no-occidentales en su Choque de civilizaciones- que es trasladada a un laboratorio secreto en Baltimore para su estudio. Ahí entra en contacto con una mujer, Elisa -encarnada por Sally Hawkins- que es incapaz de hablar debido a una lesión que recibió en el cuello siendo niña y que trabaja en labores de limpieza. Elisa se comunica con señas. Su curiosidad en torno al nuevo residente del lugar la lleva a entablar un diálogo con la criatura que poco a poco se transforma en una relación más allá de lo imaginable entre ambos caracteres. Ocurre que Elisa presencia la tortura de que es víctima la criatura por parte del responsable de seguridad del lugar, el Coronel Richard Strickland -Michael Shannon- por lo que ella decide llevar al monstruo a su departamento, donde lo aloja en una tina de baño llena de agua. Evidentemente el hecho es descubierto y el Coronel Strickland persigue a la mujer, quien busca liberar a la criatura en el mar, por ser el agua su medio esencial de supervivencia. Cuando Elisa está por liberarlo, arriba al lugar el Coronel Strickland y mata a ambos, a la protagonista y la criatura. Sólo que como el monstruo es una suerte de deidad -aquí Del Toro recupera la noción tradicional de “monstruo” de la antigüedad-, éste resucita, mata al villano y se sumerge en el mar con su amada, sanándola de las heridas. Justo entonces se descubre que la mujer es en realidad una sirena y que las cicatrices de su cuello, son en realidad branquias, por lo que ambos, la criatura y Elisa, viven en el mar felices para siempre.
Yo no voy a debatir si es o no la mejor película de Guillermo Del Toro. Lo único que puedo decir es que es una producción redonda en términos de la historia, la dirección, la ambientación, la puesta en escena, la fotografía, los efectos especiales, las actuaciones y claro, la música -a cargo de Alexandre Desplat, con una cereza en el pastel, la interpretación de You’ll never know a cargo de la soprano más reconocida en el momento actual, la excelsa Renée Fleming. No sólo es una película bella, sino que, además, es un himno a la otredad. Protagonistas y co-protagonistas son caracteres satanizados tradicionalmente en la sociedad estadunidense -y en otras más-: la propia Elisa, discapacitada; la compañera de trabajo de la protagonista, una mujer afro-estadunidense -encarnada con extraordinaria solvencia por Octavia Spencer-; y el vecino de Elisa, un homosexual que lucha por enfrentar a sus demonios -caracterizado por Richard Jenkins. La criatura, de origen presumiblemente sudamericano, simboliza -de manera intencionada o no- a América Latina, a los mexicanos, centroamericanos, sudamericanos, caribeños y demás ciudadanos de los países de mierda, para usar los términos empleados por Donald Trump. Ese trumpismo intolerante -aunque creo que el calificativo es redundante- debe sentirse agobiado ante semejante propuesta cinematográfica, porque los que son “diferentes”, trátese de la enmudecida protagonista o de la criatura ¿no tienen acaso el derecho a ser felices? ¿Puede una persona, incapaz de hablar, disfrutar de su sexualidad, sola o acompañada? ¿Quién es realmente el monstruo en la película? ¿La criatura o el Coronel Strickland?
La forma del agua cuenta una historia de amor atípica, pero profundamente humana que reflexiona igualmente sobre la supervivencia. Si la coexistencia entre los seres vivos no es posible en la superficie terrestre: ¿no podríamos mudarnos al mar, buscando, en primer lugar, la felicidad? En el mar, parecen decir Elisa y la criatura, la vida es más sabrosa y, por añadidura, en el mar, “te quiero mucho más.” Gracias a Guillermo Del Toro por obsequiarnos este poema a la diversidad, a la vida y a la coexistencia.