La verdad acerca de la posverdad

Compartir

Una idea constante a lo largo de la historia es la creencia en que el momento presente es el más degenerado y decadente. Por ejemplo, los hindúes creen que atravesamos por el Kali Yuga, conocido como la era de riña o hipocresía. Sócrates hablaba preocupado sobre cómo los jóvenes eran insolentes y habían perdido el respeto a los adultos. También pensamos siempre que todo pasado fue mejor.

Aunque esta idea encierra un mito que es usado por líderes autoritarios, conocido como la “era dorada” y el afán de su restauración, en realidad tendemos a idealizar lo que fue y pensar que todos los problemas y fenómenos giran en torno a lo que hoy vivimos, ignorando que mucho de lo que creemos exclusivo siempre ha existido de alguna u otra forma.

Lo anterior significa que podríamos entender mejor nuestra situación y encontrar mejores formas de lidiar con un problema si entendemos sus causas y manifestaciones a lo largo de la historia, entendiendo que su origen podría estar no en la tecnología sino en la propia naturaleza humana. De esa forma estaremos en condiciones de hacer algo asertivo.

Tomemos un término de uso reciente: la posverdad. Según la Real Academia Española, es una distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y las actitudes sociales. Aunque se ha vuelto común hablar de este fenómeno gracias a la rapidez que se divulga la propaganda gracias a la tecnología de la información, la humanidad siempre está propensa a dejarse llevar por creencias que le acomodan en lugar de dudar y cuestionar.

Para ejemplificar, van dos textos de George Orwell escritos en la década de los 40 del siglo pasado. El primero es una reseña de “The Invasion from Mars”, de Hadley Cantril, publicado el 26 de octubre de 1940 en The New Statesman and Nation, donde hace referencia a la famosa adaptación radiofónica que hizo Orson Wells de The War of the Worlds escrita por H.G. Wells dos años antes. Como es ya conocido, la transmisión provocó pánico entre oyentes que creían que se trataba de una auténtica invasión.

Orwell señala que en aquel hecho hubo dos actos de creencia separados: primero, que la obra fue transmitida como un boletín de prensa y segundo que en ese carácter podía ser tomado como auténtico. Sobre ello, le sorprendía que pocos escuchas hubieran hecho algún esfuerzo por revisar la fuente. Y aunque acabó vinculando al descontento personal de miembros de la audiencia con la prontitud a creer lo increíble, tenemos un caso paradigmático de masas dejándose llevar por lo que hoy llamamos “posverdad”.

El segundo ejemplo proviene del ensayo Looking Back on the Spanish War, publicado en 1943. En una parte Orwell comenta la forma en que las atrocidades cometidas durante la guerra civil española eran reconocidas o no según preferencias políticas. Es decir, cada quién creía en las atrocidades cometidas por los enemigos y dudaba de las del bando propio, sin siquiera molestarse a revisar la evidencia disponible. Otra vez observamos otro fenómeno derivado de lo que hoy llamamos “posverdad”.

Entonces, si éste fenómeno es común y la tecnología sólo lo ha amplificado, ¿de qué hablamos? Según el historiador Noah Yuval Harari en su libro 21 lecciones para el siglo XXI, ni la propaganda ni la desinformación son algo nuevo. De hecho, señala que los humanos siempre hemos vivido en la era de la posverdad, cuyo poder depende de crear ficciones y creer en éstas. De hecho, desde la Edad de Piedra los mitos se refuerzan a sí mismos y han servido para unir a los colectivos humanos y fomentar la colaboración. Incluso, prosigue, la ficción figura entre las herramientas más eficaces de la caja de herramientas de la humanidad.

De hecho, toda la civilización está construida sobre mitologías, las cuales se van reforzando, actualizando o sustituyendo. En palabras de Harari, la verdad no estuvo nunca estuvo muy arriba en el orden del día del Homo sapiens. Incluso es poder de la cooperación humana depende de un equilibrio delicado entre verdad y ficción. A decir verdad, el autor duda que deseemos como personas o especie conocer con frecuencia la verdad última de algo.

¿Vivimos envueltos en ficciones? Algunos temas álgidos de la agenda pública como el derecho a decidir, la discriminación o el matrimonio igualitario parten de ideas que vienen desde visiones comunitarias, creencias religiosas u otras construcciones. Y si nos recordamos que esas creencias dan identidad, es difícil superarlas de un solo paso; haciendo que toda transformación sea lenta y las posturas extremas encarnizadas. Pueden ser tan encontradas las posiciones que lo que para una es verdad, para la otra es prejuicio y vicerversa. Eso nos lleva a la relación que hay entre verdad y poder y de vuelta al libro de Harari.

Como expresa el autor, la verdad y el poder pueden viajar juntos sólo durante un trecho. Más tarde o más temprano, seguirán por sendas separadas. Por lo tanto, Harari afirma que, si queremos poder, en algún momento tendremos que difundir ficciones; y si queremos saber la verdad sobre el mundo, en algún punto tendremos que renunciar al poder. Y como especie, los humanos preferimos el poder a la verdad.

¿Qué tanto influye la creencia en nuestra capacidad para contrastar posiciones? En 1996 el neurólogo Drew Westen publicó The Political Brain. The Role of Emotion in Deciding the Fate of the Nation, donde analiza la forma en que el cerebro funciona ante mensajes políticos. Para él no existe algo como una mente desapasionada al momento de debatir asuntos públicos: todos somos seres racionales y emocionales y es necesario considerar ambas cosas al momento de discutir.

De hecho, comenta que en 2004 había realizado una investigación sobre la forma en que el cerebro razona mensajes políticos y observó que hay un segmento importante de la población que tiene un cerebro “partisano”: aquél que se encuentra tan convencido de algo que se ha vuelto impermeable para procesar o recibir información que contradiga a sus creencias. Y eso no se trata de falla en capacidad de razonamiento: son tan inteligentes que siempre encontrarán algún salto lógico para no aceptar lo que no les gusta.

Lo anterior significa que, si bien o podemos cambiar la estructura del cerebro, podemos cambiar la forma en que nos dirigimos al mismo. Eso implica hacer mensajes que apelen tanto al intelecto como a los sentimientos: no basta tener la razón, sino transmitir un mensaje. Y si somos seres que abstraen y tejen mitos, las narrativas son importantes.

¿Implica todo lo anterior que la verdad no importa y que deberíamos entregarnos al cinismo? De ninguna forma, y menos cuando detrás de muchas noticias falsas subyacen problemas públicos reales. Para Harari, la existencia de noticias falsas es un llamado a redoblar esfuerzos para distinguir la realidad de la ficción. Sabiendo que todos los líderes tienden a mentir y los medios tienen sesgos, el autor llama a responsabilizarnos y dedicar tiempo y esfuerzo a descubrir nuestros prejuicios y a verificar fuentes de información.

Hay muchas tareas en ese sentido. Por ejemplo, Harari menciona que hay que pensar en pagar fuentes fidedignas, y leer la literatura científica relevante. Otros autores como Mark Thompson en Sin Palabras, habla de mejorar nuestra capacidad para comunicarnos de manera clara, reconociendo cuando el oponente tiene la razón. Westen postula la necesidad de desarticular discursos emotivos mostrando sus huecos. Algunos de estos temas se han analizado y seguirán analizándose en este espacio.

Es hora de armar una nueva cultura de debate y aprendizaje, en lo que nuestras capacidades cognitivas aprenden a superar la marea de información que trae la tecnología.

Autor