Woody Allen ha tenido la fortuna de crear una extensa obra, de la que ahora se proyecta El festival de Rifkin (2020). El personaje central Mort Rifkin (Wallace Shawn) acompaña a su esposa Sue (Gina Gershon) al Festival de Cine de San Sebastián, en España. Lo motivan los celos por la atracción que la publicista Sue siente por el director Philippe (Louis Garrel), a quien promociona. Pero hay otra cuestión que desvela a Rifkin y ocupa humorosamente a Allen: las obras maestras de artistas como Shakespeare, Miguel Ángel, Joyce, Chaplin y Fellini. Entrado en la vejez, Rifkin ha pasado décadas buscando escribir una novela magistral, sin logarlo, pero habiendo disfrutado de dar clases sobre cine.
La película se desarrolla en un San Sebastián de ensueño, que difícilmente podría ser mostrado de manera más bella. Habrá quienes desprecien esto, calificándolo de postal; acaso no les falte razón. Pero el escenario y lo reiterativo del protagonista en la filmografía de Allen son parte de un divertimento que lanza preguntas sobre la naturaleza del cine. Rifkin es previsiblemente un judío neoyorquino hipocondriaco y conocemos su historia en San Sebastián porque la cuenta a su psicoanalista. La apariencia de Rifkin contrasta con la de su esposa, para mal. Ella lo escogió por su intelecto, por ser “tierno”; así como antes quien se convertiría en su cuñada prefirió la sensualidad de su hermano sobre su pedantería. A Rifkin le ha interesado el cine como arte, despreciando otras opciones: está seguro de una distinción entre lo sofisticado y lo ordinario. En este filme tan verbal, Rifkin —obviamente alter ego de Allen— considera con acierto que en un mundo en que se hubiese resuelto todo lo político persistirían las preguntas de la vida.
La debilidad de Rifkin trasciende la falta de atractivo sexual y su miedo por la “fragilidad de la vida”. En las fantasías de Rifkin, su cuñada afirma que la grandeza literaria no es para él. Mientras él opina que ni Chéjov, ni Stendhal, ni Dostoyevski se conformaron, su esposa revira que Rifkin tiene una imagen inflada de sí y remata: “Eres un intelectual, no un poeta”. En contraposición aparece la doctora Jo Rojas (Elena Anaya). Ella coincide con Rifkin en la valoración de Philippe: su película es “pretenciosa”, “muy comercial haciéndose pasar por arte”; además, cuando vivió en París, ¡iba a la Cinemateca! Ella y Rifkin terminan estremecidos tras unas horas juntos. En la fascinación por la mujer un sándwich de chocolate parece buena idea. Un sueño para Rifkin, aunque nunca se realice y quede en melancolía.
En El festival de Rifkin, una película paródica, Philippe ofrece la mayor materia de burla. Philippe está integrado a cabalidad en un mundo de generadores de productos audiovisuales en que un cineasta ofrece el papel de la filósofa Hannah Arendt a una rubia voluptuosa y en que se desea que las cintas sean obras de “arte” y “comerciales”, simultáneamente. Philippe es un hombre que la prensa especula embarazó a la esposa de un ministro del gobierno francés. Es un director que con falsa humildad cree que dará solución al conflicto árabe-israelí con su siguiente película, enunciándolo con la debida cautela (algo tan común en nuestro tiempo por parte de figuras públicas que dicen ser franciscanas y héroes históricos en vida). Es un oportunista que, aprovechando el menor resquicio, desea estrenar en Naciones Unidas la cinta sobre la guerra que promueve en ese momento. Es alguien extraviado entre halagos vanos, por sus declaraciones sobre el hambre en el mundo. Es un narcisista que se disfruta a sí mismo al tocar los bongos y mirar fijamente a la esposa de Rifkin. Un cineasta, en fin, que aspira a hacer un refrito de Sin aliento, que hace de sus emociones espectáculo declarativo, que presume entender la psicología humana y saber lo que las mujeres quieren. En Philippe, Allen ríe de personajes típicos de las comunidades culturales, porque, como se dice en el filme: es de quienes divulgan odiar las fiestas para no perderse una sola.
Si Philippe atribuye, con ingenuidad, carácter político a su cine; Rifkin, en cambio, ha vivido con devoción por el cine de algunos autores europeos centrados en lo que él llama las grandes preguntas de la vida. Son cineastas por quienes Allen ha expresado admiración y de cuyas películas incluye recreaciones paródicas en El festival de Rifkin (Ciudadano Kane, 8 ½, Jules y Jim, Un hombre y una mujer, Sin aliento, Persona, Fresas silvestres, El ángel exterminador, El séptimo sello). Al escribir, Rifkin ha intentado estar a la altura de obras como la de Joyce o Dostoyevski, ponderando que cualquier creación menor es inaceptable. El fin de su matrimonio y su entusiasmo por Jo lo llevan a afirmar que probablemente ha sido un esnob.
En la entrega anterior sobre cine de Dispersiones —esta columna semanal de crítica cultural— me referí a la accesibilidad del cine de Almodóvar y su contraste con la dificultad de creaciones como las de Geyrhalter o Tarr. No fue un gesto de preferencia por obras como las de Allen y Almodóvar, aunque sean disfrutables y alcancen picos como Match Point (2005) en que se enlaza la ligereza con el huidizo y concreto papel de la suerte en la vida. Por el contrario: estoy seguro de que la exigencia de obras como las de Wiseman y Reygadas deparan felicidades y vivencias que otros cineastas apenas vislumbran. El atisbo de Rifkin/Allen mira en esa dirección: reconoce que acaso no sea escritor, sino lector. Por supuesto que abunda el esnobismo y la farsa, claro que crear obras maestras escapa a la mayoría; pero esto no cancela la posibilidad de la experiencia de un cine que está más allá de preguntas filosóficas. Un cine que cumple potencialidades que Rifkin sabe existentes, del que busca su equivalente al escribir, fracasando y aprendiendo a disfrutar ese tormentoso conocimiento.
Se proyecta en Cineteca Nacional y Cinépolis con el título: Rifkin’s Festival. Un romance equivocado.