Un Perro negro digital

El arte siempre es transgresión de la realidad. Sea por unión de colores en formas inusitadas o que simulen reiterar lo observado, sea por movimientos corporales que algo nos descubren, sea por el juego con volúmenes, espacios y elementos que construyen pequeñeces o portentos, sea por manipular imágenes y sonidos creando universos, sea por el arrebato del silencio y los instrumentos o por medio de palabras que —en cúspide de confianza en la imaginación— buscan capturar vivencias; las artes aunque a veces pretendan parecerse a la realidad invariablemente se alejan de ella. Y como el consumo de drogas se demuestran compañeras, quizá ineludibles, de la vida social. En ocasiones surgen en ellas prácticas que se juzgan disruptivas incluso al paso de años, como el uso en cine de imágenes digitales. Es el caso de Perro negro (2024), anunciada como “Black Dog”, que cuenta con el animal del título en rol de coprotagonista. Magnavoces repiten que habrá recompensa por su captura. La película de Guan Hu (1968, China), experimentado director televisivo y cinematográfico, en efecto, depara recompensas.

El protagonista se vuelve parte de una patrulla canina.

¿Qué es regresar a casa después de 10 años en prisión? ¿Reencontrarse con objetos personales, con antiguos enemigos, con el arquetípico loco del pueblo? Es 2008 en espera de las olimpiadas de Pekín, el personaje Lang (Eddie Peng) obtiene libertad condicional y regresa a su pequeña ciudad. De inmediato la cinta informa que fue alguien que experimentó fama en su pasado, más tarde se entiende que fue rockero. Lang acaso busca reencausar su vida pues anota información sobre un local en renta. Sin embargo, sus intenciones están destinadas al fracaso porque volvió a una ciudad en avanzado abandono por sus pobladores —y de la infraestructura— así como objeto de un amplio programa de demoliciones. Habrá un eclipse solar total: el “más espectacular y más duradero del siglo”, dicen por radio. A su regreso Lang es, en general, bien recibido, salvo por la cabeza de familia que le guarda rencor por el homicidio imprudencial que cometió. Pero, aunque esto suscita espectaculares acciones, no es este enfrentamiento, ni la reintegración de Lang a la nada en que se convierte su pueblo, lo que establece el gran conflicto del filme.

Lang estuvo en la cárcel por homicidio imprudencial.

Perro negro tiene de todo, lo mismo un enano que cura al protagonista, que bofetadas, serpientes, temblores y hasta una caravana musical que persigue el eclipse. El concreto y el polvo de sus vestigios produce una atmósfera que define el colorido de la historia. Así el desatendido zoológico es grisura que contrasta con suaves desplazamientos de cámara. El sonido de los trenes y las marcas de “Por demoler” acompañan el final de la ciudad, junto con paisajes del circundante desierto de Gobi. Es el perro con recompensa —uno entre cientos que se han vuelto ferales en la fantasmagórica ciudad y sus afueras— el que constituye el reto en la nueva vida de Lang, la relación ordenadora de sus pasos. El perro se mueve según el guion, llega a saltar y romper una ventana para ayudar a quien aprendió a ver como su amo y con quien pareciera alcanzar comunicación telepática, tras una odisea que incluyó mordidas. Un perro digital que aún si alguna inteligencia artificial ha diseñado sus movimientos —y fuesen anatómicamente correctos— resulta falso, pero cuya torpeza será superada en otras cintas y quedará entre múltiples películas como evidencia histórica del proceso de integración de este tipo de imágenes a la producción cinematográfica. Pero, por ahora, el perro negro es compañía que parece ilusión.

La relación entre el perro y Lang se vuelve central.

Los subtítulos informan que el lugar al que Lang regresa se llamaría Chixia, una ciudad que muestra tuberías de aspecto industrial entre casas y por encima de ellas. La circunstancia del lugar puede ser difícil de entender y llevar a interpretaciones apresuradas. En mi lectura de Perro negro se trata de uno entre muchos megaproyectos del régimen totalitario chino: una decisión extrema que casi implica la mudanza del pueblo y que es descrita con un eufemismo por un policía: “nueva planificación de la ciudad”. Hechos de un país en el que cambiar de lugar de residencia según decisiones e intereses personales no es posible sin considerar permisos interiores de residencia. Es uno de los horrores de un régimen indeseable que en forma alguna puede ser modelo si se quieren preservar las libertades.

“No es lo mismo” dicen los charlatanes, siempre a favor de la pantalla grande —fantasiosa— y hasta cayendo en pamplinas sobre la experiencia comunitaria en una sala. No obstante, los clichés, por más repetidos que sean, se derrumban con facilidad: la diferencia entre ver Perro negro en la gran pantalla y en algún dispositivo es que en el cine se nota más la digitalidad del perro, en computadora, menos. Como tantas, es una película hecha para dispositivos que conectará con gran cantidad de espectadores, aunque Lang sea un personaje silencioso; salvo frente a una mujer que llega como parte de un circo. La cinta misma es silenciosa, aunque hasta la arena haga ruido. Ante la posibilidad de rabia, Lang y el perro permanecen en una especie de confinamiento iniciático. ¿Hay sabiduría en Perro negro? ¿Puede haberla en un relato hecho tan calculadamente que hasta contiene la pequeña historia de amor frustrado? El problema no es un perro de movimientos perfectamente ajustados a la trama. En arte la ausencia de libertad de imaginación es la falta de sentido que sí importa. Alrededor pueden hacerse muchas cosas, desde un filme hasta una ciudad, pasando por entrenar a un perro de cualquier color.

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