No sé tú, pero a mí desde muy niña me sublima la idea de una dimensión paralela. No sé, pienso que quizás, como seres de una época, intuíamos que el espacio y el tiempo podrían desdoblarse.
Es muy fácil hoy hablar de un universo paralelo cuando tenemos Internet; resulta irreal intimidarse con un mundo al otro lado del espejo como el de Alicia; sólo piensa en el terror que causaba en los años 90 pensar en una niña atrapada detrás de la pantalla, hoy me es cotidiano mirar dentro de la pantalla a mi hija que, atrapada del otro lado de la pantalla, se comunica conmigo por FaceTime o Skype. No es prisionera como Carol Anne (la niña de “Poltergeist”) o Will Byers. Sin embargo, persiste esa emoción por lo desconocido, eso es lo que me atrapa en “Stranger Things”.
Hay una pulsión fantástica en esa emoción de percibir espacios alternos, emana tal vez de la construcción imaginaria que hace que, inmersos en el juego infantil, nos sintamos exiliados de la realidad. Por eso no me es ajeno pensar que el tablero de Dungeons & Dragons lanza al otro lado a un participante; se trata del rapto imaginativo, de la complicidad de quienes se atreven a estipular nuevas reglas para integrar la cofradía. Es el rostro de la amistad que nos separa de los otros y nos sumerge en el misterio selectivo que sólo comprendemos los iniciados. Confines diversos que cohabitan; detrás de lo aparente, vida oculta de muñecos y objetos que nos mira desde el estante, o la presencia invisible que se oculta tras la cortina de la noche.
“Stranger Things” es la compuerta que comunica universos contenidos en un solo espacio. Así, un espectador mira con nostalgia el tributo a la cultura popular de los años 80, guiños incesantes a la obra de Stephen King o viñetas provenientes de la fantasía Spielberg. Al mismo tiempo, y del otro lado de la pantalla, cuatro amigos, Mike, Will, Dustin y Lucas, juegan Dungeons & Dragons y, con una tirada de dados, rasgan el sutil velo de la realidad hacia el exilio fantástico.
Cada espectador confunde su sala de estar o dormitorio con la ciudad de Hawkins, Indiana; entreteje al tiempo del siglo XXI con el portal del siglo XX; condensa al horror con la realidad con la dicha de la fantasía, con la fealdad de la humanidad, con la inocencia de los niños… Abrazamos el asombro de los espectadores jóvenes con la nostalgia de los más viejos que en “Stranger Things” recuperamos también, de forma paralela, recuerdos del tiempo que se fue. La serie comienza con esta frase: “Algo está por venir. Algo hambriento de sangre. Una sombra crece en la pared detrás de ti, tragándote en la oscuridad. Casi está aquí”.
En la mente del niño se intuye una forma de infierno, un lado oscuro que se oculta, la pulsión de muerte que nos acecha desde la cuna. Por ello en el juego, en el relato de aparecidos, se insinúa ese “lugar de descomposición y muerte. Un lugar fuera de fase. Un lugar de monstruos que está justo al lado de ti y ni siquiera ves“.
Un monstruo: Demogorgon lo devora todo y lo traslada a las entrañas del “Upside Down”, el mundo al otro lado de la percepción cotidiana, al otro lado de la luz, entre las sombras. Cuando el aburrimiento amenaza, el Demogorgon secuestra niños y los lleva al revés, al lado bestial, salvaje de su propio ser.
Una abeja percibe los rayos ultravioleta, una serpiente los infrarrojos, un elefante los infrasonidos, un perro los olores, un simio las mímicas faciales y un niño los sonidos, que transforma en signos con el fin de acceder a la palabra. Cuando el aparato de percepción del mundo se rompe el mundo percibido cambia de forma, al amparo de la pantalla o de un tablero de juego, las puertas de lo invisible se abren para que cobren vida las cosas extrañas. Pero la esencia de lo fantástico existe desde los orígenes mismos de la narrativa, desde que un grupo de hombres que con trabajos, articulaban una lengua y se reunían en torno del fuego para buscar explicaciones y compartir el temor de sucesos inexplicables.
Lo fantástico, lo extraño y lo insólito son términos englobados por otra palabra: lo perturbador, que se materializa en el choque ante el asombro inexplicable que ha quedado atrapado en el recuerdo, y la necesidad imperiosa de expulsarlo a partir de un relato. Por ello la memoria es importante en “Stranger Things”, el tributo a los años 80 opera como la médium que invoca a los fantasmas del pasado. Así, no basta con el ámbito secreto de la otra dimensión, danzan ante nosotros los objetos que nos retan a recordar.
Un monstruo de biología simbiótica nos asusta pero nos enternece al conectarnos con el espanto aquél del día en que vimos “Alien”; un tanque de privación sensorial nos traslada a la butaca de un viejo cine mirando “Estados alterados”. Nos rozamos los dedos índice de ambas manos, mientras seguimos a la chiquilla de “E.T.”. Desciframos códigos de luz como aprendimos en “Encuentros cercanos”. Una voz infantil medio electrónica nos traslada al horror de la niña rubia atrapada por su televisor. Pero ¡cuidado!, es probablemente una loca que ha escapado del manicomio, quizás descendiente directa de Michel Myers, el monstruo de “Halloween” de John Carpenter. Cada capítulo es prolijo en tributos.
Para deleite de los más jóvenes está la proyección, ansiosos de futuro y dignos representantes del mundo “Fanfic” o “punto com”, excelentes prosumers, detonan la conspiración. Nosotros juntamos los frutos del pasado, ellos atan las lianas de dos tramas: “It” y “Stranger Things”. Una deliberada atmósfera compartida y un protagonista común: Finn Wolfhard, son el puente que comunica dos universos. El deleite consiste en la cacería de indicios que fundamente la unión de dos narrativas: el personaje de Bob se atreve a confesar un miedo común, de niño en su natal Maine: un perverso payaso lo atormentaba. Si bien los nombres cambian, la época y el tópico coinciden. Así ambas generaciones construimos, ya sea un recuerdo o una prospectiva que amuebla los temores y regocijos de la imaginación.
La producción simbólica posmoderna es descrita por Lauro Zavala como la presencia paradójica, en un mismo texto, de elementos de la tradición clásica y elementos de las vanguardias y las formas de ruptura frente a esta tradición. La incomunicación y la soledad del hombre contemporáneo nos conducen a los ambientes oníricos, donde animales y objetos desempeñan un papel fundamental. En los terrenos de lo fantástico, sitios en los que siempre es de madrugada, porque así se llama al abrazo entre la vida y la muerte; los personajes son espectros, intersecciones entre el espíritu y el cuerpo; objetos humanos, hombres cosificados; ventanas de la intuición que se abren entre los campos de la razón y de la profecía; viajes por la conciencia, inmersiones en la dualidad del animus y del ánima que luchan por encontrase: “Una conciencia culpable debe confesar, todo trabajo artístico es una confesión”: así lo considera Albert Camus: lo fantástico no es una ilusión, es una posibilidad que escapa a la razón; es el rastro brillante que deja la luna en su tránsito por el iris de la noche; es el tenue trazo de la escritura que se borra en un blanco firmamento; es la voz del infinito que se agolpa por un instante en la finitud de unos poros abiertos.
Es por eso que, embriagada de ansiedad, nostalgia y temor, levanto el control remoto. No es la telepatía la que me transporta o me estremece, es este sucio vicio de teleadicta que se activa para comenzar a disfrutar despacio y a mi ritmo, la segunda temporada de “Stranger Things”.