Es difícil explicarlo, pero el hecho es que en más de una ocasión los legisladores mexicanos parecen dictar normas a regañadientes, sin mucha convicción sobre su pertinencia o legitimidad, o de plano desde una posición adversa, ya sea por resortes ideológico-políticos o incluso por cálculos asociados a la conveniencia personal o de grupo. El fenómeno es más conspicuo cuando se trata de las reglas del juego de la política, que son las que vinculan y obligan el comportamiento de los políticos, en cuanto tales y no sólo como simples ciudadanos. Citemos como ejemplo de pasada -ya después nos ocuparemos de lleno del tema- el caso de la regulación de la propaganda gubernamental con motivo de las elecciones: se trata de una antiquísima demanda que afloró durante el proceso electoral de 1994, cuando se le solicitó al Presidente en turno (Salinas) la suspensión de la propaganda gubernamental semanas antes de la jornada electoral. Sin embargo, esa experiencia no se plasmó en la ley durante la muy laureada reforma electoral de 1996, y así hubieron de darse las elecciones de 1997, 2000, 2003 y 2006. Más de 15 años después de que esa demanda política se pusiera de manifiesto, el legislador constitucional hubo de normar en el artículo 134 de la Carta Magna el tema… y bueno, cuando hubo de actualizarse el supuesto previsto en la norma en acciones del Poder Ejecutivo -spots para ser más precisos-, resultó que no había sanciones aplicables para este sujeto obligado.
¿Usted, estimado lector, cree posible que los mexicanos podamos edificar un Estado de derecho y una democracia creíbles de esta manera? Uno se pregunta ante estos hechos: ¿acaso el acuerdo político en la materia hasta ahí llegó? ¿El cálculo de todos los involucrados los indujo a dejar trunca la norma? ¿Los acuerdos políticos se frenaron ante el poder del Ejecutivo? No lo sabemos con precisión, pero lo que sí tenemos cierto es que este es un típico caso en que se puede decir con todo sustento técnico que faltó voluntad política para controlar la propaganda del Presidente de la República ante las competencias electorales. Situación que se concretó bajo la forma de la inaplicabilidad de lo ordenado por la Constitución. Es inevitable preguntarse: ¿realmente el legislador quería que las prohibiciones sobre propaganda de servidores públicos se aplicaran en la práctica, incluido el Presidente? Si es así ¿por qué no perfeccionó la norma?
Estas preguntas son válidas también ante otro tema que ya golpea a la puerta de los políticos y de las autoridades electorales: el de los llamados actos anticipados de precampaña. Este es otro caso en donde uno se puede preguntar si los legisladores -es decir, una parte sustancial de esa clase conformada por los políticos- querían de verdad establecer esas reglas del juego, así como las obligaciones y prohibiciones que las mismas entrañan. Veamos: aquí -como en el de la propaganda de servidores públicos- hablamos de un asunto de equidad en la competencia electoral. Se trata de preservar la vigencia de este principio evitando que cualquiera de los competidores “se adelante” en el inicio de la justa, es decir, en el periodo establecido para que los candidatos y los partidos hagan proselitismo y difundan propaganda primero entre sus militantes y simpatizantes, y luego entre los electores. Al respecto, el legislador dispuso lo siguiente en el artículo 211, párrafo tres, del código electoral vigente para las elecciones federales: “Los precandidatos a candidaturas a cargos de elección popular que participen en los procesos de selección interna convocados por cada partido no podrán realizar actividades de proselitismo o difusión de propaganda, por ningún medio, antes de la fecha de inicio de las precampañas; la violación a esta disposición se sancionará con la negativa de registro como precandidato”.
El dispositivo parece denotar un criterio muy severo y radical: la decisión de castigar con pena “capital” (es decir, la pérdida de la candidatura) a todo aquel aspirante que ose anticipar su actividad proselitista o la exhibición de su propaganda. Propósito bastante loable si éste se hubiera visto corroborado a través de una solución técnica adecuada, ya que en los términos descritos esta norma jurídica promueve la incertidumbre entre los actores participantes en la contienda, así como serios retos de aplicabilidad entre las autoridades electorales.
Esa incertidumbre y el consecuente reto de aplicabilidad derivan de la imprecisión del texto, ya que éste pretende establecer una prohibición de naturaleza temporal, sin especificar adecuadamente el lapso comprendido por la misma. Esto significa que el texto legal señala un periodo de tiempo en el que se indica con precisión cuando concluye, al establecerse que lo prohibido será “hasta el inicio de las precampañas”, pero no dispone explícitamente una fecha o un evento que sirva como punta de partida para que entre en operación la prohibición.
¿Por qué el legislador no señaló explícitamente una fecha que indicara a partir de cuándo cualquier aspirante -y sus seguidores- tendría que abstenerse de realizar actividades de proselitismo o difusión de propaganda? ¿Reservó el tema, dejándolo disponible para la interpretación sistemática y funcional de la ley a cargo de las autoridades electorales? ¿Pretendió que esa prohibición podía ser trascendente en el tiempo, y que en consecuencia, podía comprender desde “tiempos inmemoriales” o desde “el inicio de los tiempos”, hasta la fecha de inicio de las campañas, como reza el texto por él mismo dictado?
¿No habría sido mejor especificar, por ejemplo, que esa prohibición comprendería desde la conclusión del proceso electoral anterior -tres años antes- hasta el inicio de las precampañas, o algo similar? En tal caso, la medida no sólo habría sido severa, sino que prometería eficacia, certidumbre y aplicabilidad. Aquí es donde resulta reclamable ese garantismo que propugna el jurista italiano Luigi Ferrajoli, necesario para contener a lo que él denomina con toda propiedad “los absolutismos”.
La interpretación que pretende que el legislador se propuso prohibir “desde el inicio de los tiempos” la actividad proselitista o de propaganda de los aspirantes es realmente insostenible. Esa línea de pensamiento sugiere a un legislador totalitario, capaz de proscribir por tiempo indefinido una actividad que es común en las democracias y que deriva de uno de sus valores esenciales, como lo son la propaganda política, y su fundamento, la libertad de expresión. Digámoslo claramente: esa pretensión conduce a criminalizar las formas esenciales de expresión de la vida democrática. El proselitismo y la propaganda no son delitos: quien los vea como tales se autoinstala en la plataforma de la dictadura totalitaria.
Así que, por lo tanto, asumimos que el legislador no “aterrizó” bien el precepto: le faltó acotar uno de los extremos de su vigencia, dejando en manos de las autoridades ejecutoras de la ley la interpretación para su mejor aplicación. Menudo problema: el proceso electoral se aproxima -comienza en octubre- y las reglas del juego al respecto no están suficientemente asentadas. El Consejo General del IFE ha declarado que está en una etapa intensa de revisión y actualización de reglamentos, con vistas a las elecciones de 2012. Sin duda este es un tema que tendrá que reflexionar en ese marco, porque el tiempo transcurre y los plazos posibles para consolidar estas normas -que se explican únicamente en razón del tiempo- se agota.
Mientras tanto, vemos cómo diversos aspirantes hacen las más intrincadas – y a veces graciosas- contorsiones y fintas declarativas para hacerle sentir al electorado o a sus seguidores que sí aspiran y que sí quieren, pero sin que las autoridades puedan encauzarlos por ello.
Entre tanto, en los corrillos de la política ya se bromea con este cuento:
Una maestra le pregunta a un niño: “Fulanito -dios me libre de citar cualquier nombre real- tú qué quieres ser cuando seas grande”; y el niño, como Laureano Brizuela, le contesta “¡presidente de la nación!”, ante lo cual aparece el prefecto advirtiendo: “pues ya te chingaste niño ambicioso, porque has violado al artículo 211 de la ley electoral”.
El tiempo se agota. Es la hora de definir con claridad las reglas del juego. ¿O qué? ¿Vamos a esperar a que el destino nos alcance?