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sábado 14 septiembre 2024

De Gustavo Hirales

por etcétera

México D.F., a 16 de octubre de 2007.

Marco Levario Turcott

Estimado amigo:

Te estoy enviando, para tu conocimiento, copia de las cartas que mandé al diario La Jornada en respuesta a menciones calumniosas sobre mi persona que llevó a cabo Luis Hernández, coordinador editorial de ese diario y que La Jornada aceptó publicar, junto con las respuestas del agresor, excepto la última, extendiéndole con ello cobertura y protección a las mentiras y calumnias de su funcionario.

El antecedente de esta historia se remite a 1998, cuando apareció mi libro Camino a Acteal (Ediciones Rayuela), que en su momento fue acogido por los asesores del EZLN (como el propio Luis Hernández) y los miembros del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas con desdén y ninguneo, sin que nadie se haya tomado la molestia de refutarlo. Ahora, con motivo de los artículos de Héctor Aguilar Camín en Nexos sobre Acteal, Hernández me ataca de manera salvaje para invalidar una de las fuentes del escritor, que es precisamente mi libro.

Véase cómo:

“El regreso de Acteal cita reiteradamente como fuentes autorizadas dos trabajos elaborados por ex guerrilleros convertidos en policías y agentes de la contrainsurgencia chiapaneca. El primero es Camino a Acteal, de Gustavo Hirales, panfleto escrito con más pena que gloria, considerado, por su impúdica falsificación de los hechos como una nueva versión de El Móndrigo, el libro elaborado desde las cloacas del poder para desprestigiar al movimiento estudiantil de 1968”, en “El regreso de Galio Bermúdez” (La Jornada, 09/X/07).

Mi respuesta a estos dicterios fue la siguiente:

Aclaración de Gustavo Hirales
(La Jornada, 13/X/2007)

Le solicito publicar la siguiente aclaración.
En México y en otras partes existen básicamente dos tipos de ideólogos de la violencia política. Los que llevan sus ideas a la práctica y asumen todas las consecuencias, y aquellos que dedican sus energías a bendecir, traducir, matizar, aderezar y justificar a los violentos, pero sin ensuciarse las manos. Sobra decir que los primeros merecen respeto, y los otros, ninguno.

Luis Hernández está furioso porque se reabre, en la opinión pública, el tema de la matanza de Acteal. Ello se debe, supongo, a que todo análisis detallado de estos hechos amenaza con reblandecer los fundamentos de un mito: que Acteal fue un “crimen de Estado”.

Por ello arremete contra mi libro Camino a Acteal (1998): que es un “panfleto” y que fue considerado (no dice por quién), “por su impúdica falsificación de los hechos, como una nueva versión de El Móndrigo”, bla bla bla. Si Camino a Acteal es “impúdica falsificación”, ¿por qué nadie hasta ahora lo ha refutado?

Mi libro es una reconstrucción de los acontecimientos que, a diferencia de las historias de buenos-buenos contra malos-malos, buscó poner sobre la mesa todos los hechos y todas las versiones, no sólo de uno de los bandos, sino de los varios que ahí, de mala manera, se anudaron. El libro quiso ser un referente para quienes no se conformaran con la papilla ideologizada al uso.

Lo anterior, pese a todo, es cuestión que se presta a múltiples interpretaciones. Lo grave y no sujeto a interpretaciones es que Hernández me acusa de policía y de “agente de la contrainsurgencia chiapaneca”, sin aducir prueba alguna. Históricamente, la acusación de policía ha servido para preparar y llevar a cabo ajustes de cuentas al seno de los movimientos y partidos donde la violencia y las armas fueron y son recurso expedito. También en México ha sido un expediente que sacerdotes y comisarios han utilizado con perversa discrecionalidad, y ahora Hernández la revive como un eco tardío de la descomposición de los grupos armados, entre otros el hoy “honorable” PROCUP-EPR.

La acusación es falsa y quien la esgrime un mentiroso y un irresponsable, salvo prueba en contrario.

Gustavo Hirales Morán

Esta fue la respuesta de Luis Hernández Navarro, en la misma sección y el mismo día:

Ex guerrillero arrepentido y enemigo jurado de la causa que defendió en la juventud, Gustavo Hirales ha dedicado años de su vida a tratar de limpiarle el rostro a un régimen que, en Acteal, cometió un crimen de lesa humanidad. Sus pleitos con sus antiguos camaradas nada tienen que ver conmigo.

Once familiares de desaparecidos políticos, antiguos integrantes de organizaciones armadas revolucionarias e investigadores, aseguran que Hirales fue un agente infiltrado por el gobierno en las filas de la Liga 23 de septiembre, bajo la coordinación del comandante Florentino Ventura, de Interpol, con el objetivo de informar sobre los movimientos y dirigentes de la organización guerrillera (José Enrique González Ruiz, et. al. Ahora es cuando los gorilas se disfrazan de académicos).

Un informe, elaborado por la antigua Dirección Federal de Seguridad, desclasificado del Archivo General de la Nación con la clave H-235, señala que gracias a las fotografías de varios dirigentes de la organización armada identificados por Hirales, se detuvo, torturó y asesinó a Salvador Corral y José Ignacio Olivares (Mauricio Laguna, “Guerra sucia crímenes de estado” en Contralínea 29 de agosto de 2007).

Pero, más allá de estos señalamientos, durante el sexenio de Ernesto Zedillo, Hirales desempeñó, aunque a él le pese, funciones de policía. Según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, policía es el “cuerpo encargado de velar por el mantenimiento del orden público y la seguridad de los ciudadanos, a las órdenes de las autoridades políticas”. Y eso es lo que él hizo durante años.

Como asesor de la Coordinación para el Diálogo en Chiapas, y como asesor del presidente Zedillo en cuestiones de contrainsurgencia, Hirales cumplió cabalmente la definición que da el Diccionario sobre esta actividad. Y, por supuesto, cobró por ello. En múltiples escritos justificó a los grupos paramilitares en Chiapas. Apenas tres días antes de la masacre de Acteal escribió en El Nacional que los asesinos de Paz y Justicia eran “un mito”.

El libelo de Hirales sobre Acteal forma parte de su labor para limpiar la imagen del presidente para el que trabajó y justificar la matanza (John Ross, La guerra contra el olvido). Se trata de un grotesco ejercicio de falsificación histórica que lo asemeja a El Móndrigo. Una afrenta inadmisible a la memoria de las víctimas.

Luis Hernández Navarro

A lo anterior, conteste lo siguiente: (en “El Correo Ilustrado” de La Jornada, 17/X/2007).

Leo la respuesta de Luis Hernández, y me pregunto: ¿qué causa merece defenderse con un lenguaje tan canalla? No es sólo que defienda los asesinatos sin atreverse a tomar el fusil, añade a ello la insidia, la calumnia deliberada. Emplazado a presentar pruebas de que sus mentiras no son tales, fue a buscarlas al único lugar que le es familiar: el basurero.

Sus fuentes en un caso son apócrifas y en el otro dicen exactamente lo contrario de lo que pretende. En una carta que circula en la red, David Cilia Olmos dice que ni él ni José Enrique González Ruiz firmaron o escribieron “el libelo” donde se me acusa de policía. Añade que no simpatiza conmigo, pero sí con la verdad. Yo digo que, aun si el libelo fuera auténtico, ello no le añadiría un gramo de veracidad, pero la certeza de su origen espurio aclara las cosas. Por sí mismo, evidencia que a Hernández no le interesa la verdad ni la pulcritud, sólo escupir, aunque sea para arriba.

Quien quiera que entre al vínculo de contralínea, en el archivo de agosto de 2007, podrá percatarse de que el texto de Mauricio Laguna dice exactamente lo contrario de lo que Hernández le atribuye, es decir, que yo pude, en efecto, haber identificado a Salvador Corral García, pero sólo cuando la DFS me llevó, a la cárcel, las fotos de su cadáver.

¿Cómo pudo Hernández tergiversar tan descaradamente la referencia? ¿Por qué miente con tanto descaro? Porque como alto funcionario de La Jornada se siente impune, y porque cree, implícita o explícitamente, que el fin justifica los medios; yo hace mucho que abandoné esa creencia. Todo lo demás, que si los paramilitares, que si Acteal, ahí está; es decir, ahí está el libro, ahí mis artículos (en el libro Chiapas, otra mirada se pueden consultar todos mis artículos sobre Chiapas hasta el 4 de marzo de 1998).

Me acusa de que mi labor era la de limpiar la imagen del gobierno de Zedillo pero, ¿quiénes y con qué propósitos la habían ensuciado? Olvida mencionar que, basándose en mentiras y medias verdades, los propagandistas de la “dulce violencia” habían logrado crear una imagen totalmente deformada, sobre todo en el extranjero, de la verdadera situación en Chiapas y de lo ocurrido en Acteal.

En mi artículo del 4 de enero de 1998, en relación a Acteal escribí que:

“El castigo ejemplar de estos crímenes, apegado en todo momento a la ley, debe servir, además del fin mismo de hacer justicia, de lección paradigmática: Chiapas no es Guatemala, aquí es México; en México no hay kaibiles y nadie cuenta con permiso para matar. Nadie deberá tomar la ley en sus manos, nadie deberá suponer que, porque supuestamente está del lado de ‘la autoridad’ y en contra de quienes la atacan, puede pisotear la ley y cometer crímenes inmundos: quien lo haga, sobre su cabeza caerá ‘toda la fuerza del Estado’, al margen de su militancia partidaria, su creencia religiosa o su condición social.”

Gustavo Hirales Morán

Respuesta (inmediata) de Hernández Navarro:
Al comportamiento del converso, Gustavo Hirales añade ahora el síndrome Roberto Madrazo. Descubierto en su trampa, inventa todo tipo de pretextos para justificarse y tratar de echarle la culpa a los demás de sus engaños.

En su carta anterior, el ex guerrillero arrepentido me tachó de mentiroso por decir en un artículo que había sido policía. Respondí presentando una parte de la evidencia que comprueba mi afirmación. Ahora, cachado en la movida, recurre a exabruptos, mentiras y omisiones.

Dice que le dijeron que Enrique González Ruiz no suscribe el texto en el que se habla de su pasado policíaco. Miente. González Ruiz refrenda lo escrito en ese texto.

Afirma Hirales que la documentación del Archivo General de la Nación en el que se da testimonio de su papel identificando guerrilleros que fueron desaparecidos por la policía política, no es tal. Miente. El legajo lo corrobora.

Pero, más allá de la realidad de su confuso y oscuro pasado remoto, vale la pena centrarse en su pasado reciente. El ex guerrillero oculta su chamba en la Procuraduría General de la República (PGR) en 1993, y en la Secretaría de Gobernación durante 1994. Calla sobre su función como asesor de contrainsurgencia para el presidente Ernesto Zedillo y su papel en Chiapas. En todas ellas desempeñó funciones policiales.

Dice que nunca justificó a los grupos paramilitares. Falso. Quien tenga paciencia e hígado para hacerlo, puede revisar su colección de artículos antizapatistas, escritos originalmente para el periódico del gobierno federal El Nacional. Allí encontrará, una y otra vez, expresiones de apoyo a los paramilitares. Sobre ellos escribió: “es un mito creado por los departamentos oficiosos de propaganda del EZLN, la diócesis de San Cristóbal y sus correas de transmisión”.

Acteal, es preciso recordarlo, fue un crimen de Estado. Fue obra de un grupo paramilitar con todo el apoyo del gobierno federal. Por su responsabilidad en la masacre directa o indirecta debieron renunciar a sus puestos el secretario de Gobernación, Emilio Chuayfet, y el gobernador de Chiapas, Julio César Ruiz Ferro.

El libro de Hirales sobre Acteal nació de las cloacas de Los Pinos. Fue hecho para limpiarle el rostro y las manos, sucias de sangre, al gobierno de Ernesto Zedillo. Es una nueva versión de El móndrigo, un sinónimo de abyección y falsificación histórica. Gonzalo Ituarte, vicario de justicia y paz de la diócesis de San Cristóbal, dijo, como ejemplo de qué tan poco fiable era el informe de la PGR sobre la matanza de Acteal: “Qué lástima que este Libro blanco se quedara a nivel de las obras Camino a Acteal, de Gustavo Hirales, y La guerra de los espejos, de Isabel Arvide.”

La verdad es que, puesto en la disyuntiva de escoger entre los dos libelos, yo me quedo con el de Isabel Arvide. Su libro fue hecho a partir de una confesión pública de amor hacia el general Absalón Castellanos. El de Hirales, en cambio, fue escrito por encargo presidencial, ocultando su amasiato con el poder.

En respuesta a estos ataques, envié la siguiente carta a La Jornada, que ya no mereció su publicación, ni siquiera el acuse de recibo:

Señora Directora:

Le solicito publicar mi respuesta a Luis Hernández:
1. Escribe Luis Hernández que, “descubierto en mi trampa”, invento pretextos para justificarme, etc. Puede ser, pero, ¿de qué trampa está hablando? Aquí el único tramposo es él, que cita fuentes apócrifas o impresentables.

Suponiendo sin conceder que Enrique González Ruiz reivindique en realidad la autoría del libelo (cosa que no se ha visto), habría que preguntar, primero, ¿quién es Enrique González Ruiz? Sí, ¿de qué títulos goza para mentir y calumniar? No olvidemos que el propósito original del libelo, cuya autoría supuestamente reclama, era el de denigrar a Sergio Aguayo.

2. Por el artículo de Mauricio Laguna en Contralínea, que él mismo citó como fuente, pasa Hernández como sobre ascuas, y señala en cambio que todas las pruebas de mi “traición” están en archivos de la DFS, que omite citar textualmente, ¿para qué? Pero ¿no era este el eje de su argumentación? ¿Que yo era un policía infiltrado en la Liga bla bla bla? Lo que yo quise establecer en cambio, desde un principio, es que Luis Hernández era mentiroso e inescrupuloso intelectualmente, porque así se le da y porque cree que mentir y calumniar es correcto si se hace en defensa de causas “justas y nobles”.

3. Pasados remotos: no sé dónde estaba Luis Hernández en los años 70, pero yo estaba en la cárcel iniciando la rectificación de la lucha armada, que desembocó posteriormente en la amnistía a los guerrilleros presos, prófugos y exiliados, lo que propició la reincorporación de éstos a la lucha política legal y que, junto con la reforma política de Reyes Heroles, fue la primera fisura del régimen autoritario después del 68. Por cierto, ¿no fue Carmen Lira la joven reportera que acudió al penal de Topochico, allá por 1977, a expresarle su solidaridad a este “ex guerrillero arrepentido”?

4. ¿De dónde saca Hernández tanto valor para tratar a los ex guerrilleros de los 70 como “perros muertos”? ¿Cree que la autoridad moral se adquiere por contagio? Cuando denuncia, exudando desprecio, a Manuel Anzaldo como “delator”, uno piensa enseguida que él, Hernández, debió ser el vivo paradigma de cómo comportarse bajo la tortura y de cómo sobrellevar largos años de cárcel con dignidad. No hay nada de eso: es un farsante de lengua larga y cara dura, nada más.

5. Señala el acólito de la “dulce violencia” que yo oculto mi chamba en la PGR y en la Secretaría de Gobernación en 1994, pero ¿quién me preguntó? En la PGR estuve un mes, como Director General de Ubicación y Erradicación de Cultivos Ilícitos; en Gobernación 11 meses, como asesor del secretario; en ambos casos, con mucho orgullo, a las órdenes de Jorge Carpizo. Lo de “funciones policiales” es solo una mentira más, incomprobable como las otras.

6. Se “acomoda” las citas textuales. Dice que yo escribí que los paramilitares son “un mito”, pero juzgue el lector:

“Todo dentro del mito creado por los departamentos oficiosos de propaganda del EZLN, la Diócesis de San Cristóbal y sus correas de transmisión, en el sentido de que en varias partes de Chiapas se desarrolla una guerra de baja intensidad, orquestada desde ‘los más altos niveles del Estado’ contra las comunidades que son simpatizantes o bases de apoyo zapatistas”.

Queda claro que lo que califico de mito no son los paramilitares, sino la susodicha “guerra de baja intensidad” (artículo del 19/XII/97, El Nacional).

7. En la verdad legal, no hay nada que apuntale la tesis de un “crimen de Estado” en Acteal. Todas las declaraciones de los detenidos, así como de los agraviados, aluden a un conflicto que se fue agravando por la negligencia y parcialidad de diversas autoridades, sí, pero sobre todo por la acción de los incontrolados de ambos bandos, que precipitaron un crimen horrendo. En el mito, en cambio, todos “saben” que tal crimen fue “de Estado”, pero no lo pueden probar. Cita Hernández a alguien tan imparcial como Gonzalo Ituarte (¿es acaso el mismo Gonzalo Ituarte que denunció en falso la toma de “La Realidad” por el ejército mexicano, en enero de 1998?), quien prefiere el libro de Isabel Arvide sobre el mío, dado que fue escrito “con amor”. Sea, cada quien sus gustos.

8. Emilio Chauyffet y Ruiz Ferro salieron de sus cargos, hasta donde se pudo saber, no por lo que hicieron, sino por lo que no hicieron para prevenir el trágico desenlace. Chauyffet estaba además muy desgastado por su pleito con las oposiciones en la Cámara de Diputados.

9. Finalmente: fui asesor de la Delegación Gubernamental a las pláticas de paz en Chiapas, y luego del presidente, no para supuestas funciones de “contrainsurgencia”, sino para apoyar una salida pacífica y negociada a la crisis chiapaneca; segundo, para contribuir a elaborar los temas y posiciones (reformas) que empujaran en esa dirección; tercero, para alertar del desarrollo de conductas y posiciones que lesionaran la tregua alcanzada, incidieran en una mayor descomposición social o afectaran la soberanía del Estado; cuarto, para coadyuvar a mantener la integridad territorial y la estabilidad política, y quinto, para impulsar las reformas democráticas y el apoyo internacional al gobierno republicano de Ernesto Zedillo. Todo, claro, en la medida de mis modestas posibilidades.

Gustavo Hirales Morán.





El periodismo canalla

De Luis Hernández y La Jornada

Todo empezó porque, queriendo descalificar la serie de artículos sobre Acteal que Héctor Aguilar Camín empezó a publicar en Nexos (octubre 2007), Luis Hernández Navarro se lanzó contra dos de sus fuentes, yo y Manuel Anzaldo, llamándonos “ex guerrilleros convertidos en policías y agentes de la contrainsurgencia chiapaneca”. Después de “negociar” con Josexto Zaldúa como si estuviera hablando con la caricatura vasca de Don Corleone (“¿entiendes que no estás hablando conmigo, sino con la directora?; recuerda que la casa siempre gana” y otras patanerías), por fin publicaron mi réplica, en donde emplazaba a Hernández a probar sus calumnias.

La respuesta fue increíble, incluso para los estándares de La Jornada. Hernández no sólo no se retractó, sino que dobló la apuesta: fue a buscar sus pruebas al basurero, y ahí las encontró. éstas eran un documento semi apócrifo, firmado por José Enrique González Ruiz y ex guerrilleros como David Cilia y Enrique Torres, entre otros, dedicado en un 90% a denigrar a Sergio Aguayo y a Marie Claire Acosta, y que sólo de pasada se refería a mí diciendo, a propósito de enchiladas, que mi “larga trayectoria policíaca es sabida por todo el mundo”. Nunca se especificaba, en el libelo, quiénes eran “todo mundo” ni cómo era que sabía, ese mundo, o al menos los autores, que yo era un policía “infiltrado en la Liga 23 de septiembre por el comandante Florentino Ventura”.

Cuando varios ex guerrilleros interpelaron en la red a David Cilia y a Enrique Torres (los más conocidos de los supuestos firmantes) acerca de si habían y en su caso por qué escrito el libelo, ambos desconocieron su participación en él, llamándolo “bodrio” y asegurando (Cilia) que tampoco José Enrique González Ruiz lo había escrito ni firmado, que el libelo era apócrifo. La otra fuente de Hernández era un artículo de Mauricio Laguna en Contralínea, el cual supuestamente documentaba que yo había identificado a numerosos guerrilleros por sus fotografías, para que posteriormente estos fueran detenidos y asesinados por sus captores de la Brigada Blanca. Pero, si la policía tenía las fotografías, ¿para qué necesitaba que yo los identificara? ¿Y qué policía infiltrado se pasa 7 años en la cárcel para probar… qué cosa? El artículo de Laguna se refería a la muerte de dos dirigentes de la Liga 23 de Septiembre, Salvador Corral García y José Ignacio Olivares, quienes fueron detenidos por la PGR en Mazatlán en enero de 1974 y posteriormente aparecieron muertos. Lo que el artículo relataba era que los agentes me llevaron a la cárcel las fotografías de los compañeros muertos para que supuestamente yo los identificara, fingiendo la Dirección Federal de Seguridad que no sabía quiénes eran. Sólo a una mente tan retorcida como la de Hernández Navarro se le puede ocurrir convertir un episodio atroz de la guerra sucia (episodio que relato, por lo demás, tanto en mi libro “Memoria de la guerra de los Justos”, como en el libro inédito “Los Desaparecidos de la Guerra Sucia”), en un tema de supuesta delación.

En respuesta, Hernández Navarro triplicó la apuesta. Insiste en que Enrique González Ruiz sí refrenda lo escrito en el libelo. Pero el susodicho no dio la cara, además de que no se sabe de dónde sacaría el propio González Ruiz ese “conocimiento”. Insiste también Hernández en que hay “documentación del Archivo General de la Nación” de mi papel “identificando guerrilleros”, pero no la publica. No conforme con lo anterior, Navarro me cita tergiversándome, de tal modo que me hace decir que los paramilitares son “un mito”, cuando lo que yo afirmé es que la “Guerra de Baja Intensidad”, que según Hernández (y La Jornada) aplicaba el gobierno federal en Chiapas era un mito (19.12.97, El Nacional).

Finalmente, La Jornada coronó la ofensiva iniciada por su coordinador editorial negándome el derecho de réplica, pues ya no apareció mi tercera carta, donde respondía puntualmente a las renovadas calumnias y medias verdades del susodicho.

Me indigna, pero no me sorprende esta actitud. Es coherente con toda su trayectoria de periódico faccioso, partidario y defensor de causas vergonzantes y sangrientas (ETA, Al Qaeda, ERI, FARC, Fidel, Chávez, EZLN, ¿EPR?) y manipulador de la voz que, supuestamente, da a los que carecen de ella. Ya en mayo de 1998, con ocasión de un encuentro internacional en Barcelona sobre “conflictos regionales”, donde estuvieron Hernández y el obispo Samuel Ruiz, y en el que Alán Arias y yo fuimos representando al gobierno federal, el primero regresó furioso y despotricando contra nosotros; A Alán le publicaron su aclaración bajo el expediente de la réplica a pie de firma, pero la mía el periódico simplemente la censuró.

Lo que Hernández, La Jornada y sus aliados de la Diócesis de San Cristóbal no me perdonan desde entonces es, primero, que les hayamos arruinado su intención de armar un artificioso e intervencionista “Tribunal Internacional para juzgar los Crímenes de Guerra del Estado Mexicano en Chiapas”.

Segundo, mi libro sobre Acteal, porque apuntalé, con abundancia de datos, la hipótesis de que las causas profundas de la matanza descansaban no en la Guerra de Baja Intensidad, sino en el choque ideológico y de intereses entre la arbitrariedad zapatista del Consejo Autónomo de Pohló y el caciquismo indígena tradicional (priista) de los chenaloes, donde el Estado como tal poco pudo hacer para frenar la espiral de violencia.

En el contexto del décimo aniversario de la matanza, los seguidores de la teoría del “crimen de Estado”, se preparaban para convertir el fúnebre acontecimiento en palanca para convencer a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de darle entrada a la queja para, al final, sentenciar al Estado mexicano por la matanza de Acteal. Los artículos de Aguilar Camín y otros textos en preparación amenazan los cimientos de la acusación, de ahí la furia de los diáconos y laicos de la “dulce violencia”. Para que conste

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