Iré directamente al grano: los políticos mexicanos que tengan convicción por la democracia y el Estado de derecho deben renunciar a la costumbre de hacer propaganda política desde el gobierno. Seré claro: no me refiero estrictamente al tema del uso corrupto y parcial de los fondos y recursos públicos ante los procesos electorales, aunque la propuesta de análisis que formulo lo incluye. Aludo a una cuestión de fondo sobre la definición de las instituciones centrales del Estado, misma que presentaré en términos provocativos: los gobiernos democráticos no hacen propaganda política, sino sólo en circunstancias excepcionales. Los ciudadanos y las organizaciones políticas sí pueden ser propagandistas, sin que por ello dejen de ser activos de la democracia, pero quiero ser inequívoco: los gobiernos no pueden ser propagandistas sistemáticos, pretendiendo al mismo tiempo que son democráticos y liberales.
Comunicadores, juristas, politólogos, sociólogos y hasta filósofos han cuestionado que el gobierno ejerza la censura, que restrinja las vías de expresión de la sociedad, que oculte información, que la deforme, que soborne a medios, que use de manera corrupta y parcial los fondos públicos destinados a la comunicación gubernamental, y en general que haga un uso faccioso de su poder comunicativo. Lo que parece que no se ha explorado ni cuestionado de manera suficiente es si el gobierno tiene derecho a hacer propaganda política o no, en el marco de la democracia y el Estado de Derecho.
Dado que intento acotar un tema de difícil aprehensión, me veo obligado a continuar con las precisiones: no sugiero que las instituciones del Estado “se callen”, es decir, que cese toda comunicación gubernamental sistemática con la sociedad. Eso sería inconcebible en una sociedad que goza de la garantía constitucional del derecho a la información. Pero sí estoy sugiriendo que un dominio hegemónico de la comunicación por parte de los gobiernos debe cesar, a fin de que aflore un sistema plural de debate colectivo.
¿Contribuye al debate público que el gobierno haga propaganda política? Por ejemplo: ¿ayuda al debate público que el gobierno lance spots orientados a persuadir de su buena obra? ¿O que el gobierno critique a cualquier sujeto social mediante campañas de propaganda? ¿o que el gobierno defienda las políticas públicas mediante spots? ¿O que se dé a conocer el pensamiento político del gobernante en turno mediante campañas masivas de medios?
Que el gobierno “tome la bocina” para persuadir a los demás de sus acciones, o incluso para desacreditar a quien lo critique, es algo que equivale a aquellos sujetos que buscan imponer su punto de vista subiendo el volumen de su voz -gritando, pues- y repitiendo machaconamente la frase que sintetiza su posición. ¿Qué tan aceptable resulta esto desde la perspectiva liberal y democrática?
No sólo se interfiere la libertad de expresión mediante leyes o decretos, sino también al sabotear las señales del que las usa. En un nivel más sofisticado esta interferencia se produce mediante técnicas avanzadas de persuasión, subliminales o no, que centralizadas en manos de los gobiernos pueden constituirse en mecanismos efectivos para anular la capacidad de ciudadanos y grupos sociales de comunicarse entre sí y de oponer sus puntos de vista ante las políticas públicas y en general ante acciones del poder público que estimen injustificadas.
¿Es indiferente para la libertad de expresión que el gobierno “tome la bocina más grande” y con ella minimice la voz de los ciudadanos y actores sociales y políticos diversos? Hay que reconocer que un gobierno es capaz de “silenciar” a sus adversarios o simplemente a sus críticos -permanentes u ocasionales- no sólo mediante las estratagemas de prohibición o restricción ilegítima de la libertad de expresión, sino también a través del efecto de eliminación que produce su voz, al ser demasiado fuerte sobre las demás: desde la perspectiva del oyente el resultado es que éste sólo escucha una voz con nitidez: la del gobierno, pues las demás, al carecer de un “volumen” o intensidad similar sólo son percibidas como un murmullo.
Los indicios de la propaganda en manos de los gobiernos tienen larga data: se suele citar al historiador romano Tito Livio y la difusión en lecturas públicas de fragmentos de su magna obra la Historia de Roma, así como su amistad con el gobernante en turno Augusto. Sin embargo, el fenómeno de los gobiernos propagandistas no se dio sino hasta el siglo XX, asociado fuertemente al surgimiento de los Estados totalitarios, a las guerras mundiales y regionales, al dominio de las llamadas super ideologías y a la geopolítica de la Guerra fría que prevaleció hasta el inicio de los años 90.
La experiencia del siglo XX demostró que la propaganda política en manos de los gobiernos no es sino -como dijera el clásico Karl Von Clausewitz- la continuación de la guerra por otros medios, cuando no funge como su preludio y catalizador. La propaganda política en manos de gobiernos ha servido para controlar a las masas y para precipitarlas hacia la guerra. Tendencia que se ha visto profundizada de manera por demás elocuente en lo que va de este siglo, desde los acontecimientos del S-11, simbolizados por el ataque a las torres gemelas de Nueva York, y las posteriores guerras contra Afganistán e Irak, por ser exponentes del “Eje del Mal”, según “justificaba” la propaganda política. La propaganda no es un instrumento bilateral de comunicación. No recaba puntos de vista ni promueve el diálogo. En realidad la anima un resorte de persuasión y control de la conducta ajena.
Por ello es importante preguntarse si el Estado debe tener algo así como un derecho a hacer propaganda política ¿El gobierno goza de la garantía constitucional de la libertad de expresión? ¿Está en su derecho decir lo que quiera, cuando quiera y cómo quiera? ¿Puede el Estado tomar la iniciativa de usar sus medios de expresión para criticar la profesión de un ciudadano? ¿o sus convicciones políticas? ¿O sus creencias religiosas? ¿O sus gustos artísticos? ¿O sus preferencias sexuales? ¿Lo puede hacer respecto de una pluralidad de sujetos o de un grupo social específico?
¿El Estado puede salir a hablar de cualquier tema? Mi punto de vista es que no: no puede hablar de cualquier cosa, sino sólo de aquello que le concierne. Por ejemplo, es obvio que sería ilícito hacer desde el gobierno apología del delito. Pero también es justificado cuestionar: ¿sería válido que los funcionarios públicos utilizaran las bocinas del sector público para opinar sobre el futbol, las modas o los chismes de la farándula? ¿Sería aceptable que las usaran para promover sus creencias religiosas o sus preferencias sexuales? Pongamos un poco más difícil el asunto: ¿tendría el gobierno -a través de cualquiera de sus medios de expresión desde el boletín de prensa, pasando por la declaración del funcionario, hasta la campaña de spots en radio y televisión- derecho a sostener opiniones sobre temas que no fueran directamente área de su responsabilidad? Por ejemplo, ¿podría participar como tal en un debate público acerca del estado del arte en la literatura contemporánea? ¿Sería válido que opinara sobre la pertinencia de una obra artística, o sostuviera una posición entre corrientes literarias? A diferencia de los ciudadanos, para quienes la libertad de expresión es una garantía constitucional que tiene su basamento en un derecho humano, los gobiernos no cuentan con ese estatuto, sino con aquel estrictamente necesario para hacer factible el cumplimiento de su obligación de informar, es decir un estatuto que supone que la libertad de los gobiernos para expresarse sólo existe cuando la ley la autoriza, únicamente para los fines y en los términos que aquella señala.
El ciudadano tiene derecho no sólo a expresar datos objetivos o conocimientos, o a informar de sí mismo o de lo que sabe, sino también puede expresar libremente sus opiniones, sentimientos y deseos. Puede criticar a los que difieran de él. También puede defender la opinión propia. Para ello tiene derecho a argumentar con lógica o sin ella, y también a decidir la forma de su expresión y el vehículo para transmitirla, así como el momento y el lugar para hacerlo. Puede elegir al público objetivo al que se dirija y sobre todo tiene derecho a decidir el contenido de sus mensajes. Todos estos son derechos sagrados que conforman la trama jurídica de garantías democráticas fundamentales como la libertad de pensamiento y de manifestación de las ideas. Para que el Estado restrinja, acote, limite o condicione el ejercicio de estas garantías es necesario que haga acopio de muy buenas razones. Ahora bien, frente a ello debemos preguntarnos: ¿el Estado, o más concretamente, los gobiernos pueden gozar de esos mismos derechos?
El derecho a la libertad de pensamiento y de manifestación de las ideas no sólo protege a quien desea informar con la verdad sobre cualquier asunto, sino también a aquel que desea opinar e incluso al que busca persuadir mediante la propaganda para obtener apoyo a sus puntos de vista, incluso pudiendo ser erróneos o falsos -siempre que no se incurra en un delito o en la violación a derechos de terceros-. Preguntémonos: ¿en una democracia el Estado debe gozar de una garantía que legitime una comunicación con errores e incluso falsedades? Cuando se pretende equiparar la obligación estatal de informar -y el derecho implícito para expresarse con ese fin-, con las garantías constitucionales de un ciudadano, se abandona una concepción democrática de la comunicación social y política, para adoptar la visión de un Estado propagandista; de un Estado militante, activista, que no se conforma con el deber de obediencia que le atañe a un ciudadano respecto de las normas generales, sino que reclama de ese ciudadano adhesión y apoyo a cada uno de sus actos, y en caso extremo, devoción y entrega incondicional.
La propaganda política, como un ejercicio sistemático, es la alfombra roja que conduce a los gobiernos hacia el Estado totalitario. Sírvannos para simbolizar este aserto el recuerdo de 1984, la célebre novela de George Orwell, que nos enseñó hasta donde puede controlar nuestras vidas el Big Brother a través de un Ministerio de la Verdad y el insuperable filme de Charles Chaplin denominado “El gran dictador”, inolvidable no sólo por la escena donde el dictador hace sensuales lances a un globo terráqueo, sino también por la de las bocinas en la calle transmitiendo los incansables y estentóreos gritos del sátrapa. Por todo lo anterior los gobiernos no deben ser vistos como sujetos titulares de una garantía constitucional que, como todas, debe estar destinada más bien a proteger el interés legítimo de los gobernados. Los gobiernos deben ser vistos y entendidos como sujetos jurídicos obligados a obsequiar los elementos necesarios para que se garantice el derecho a la información de los ciudadanos. Para ello, por supuesto deben contar con los elementos jurídicos que les permitan cumplir su función, por ejemplo, aquellos que protegen a un funcionario para que no pueda ser reconvenido por sus expresiones cuando éstas derivan directamente del ejercicio de sus funciones. De ello no se sigue que los servidores públicos puedan decir cualquier cosa a nombre del gobierno o con los recursos y a través de los canales del gobierno. En este orden de ideas es de puntualizarse que el gobierno sólo tiene derecho a comunicar lo que la ley le ordena o autoriza explícitamente. Por lo tanto, no goza de una suerte de derecho intrínseco a la propaganda, sino que ésta, en una democracia sólo debe autorizársele por excepción y ante circunstancias que lo justifiquen. Instalados en esta manera de entender las cosas, la pregunta que procede es: ¿para qué quieren hacer propaganda los gobiernos? O mejor aún, ¿para qué temas y en qué circunstancias se justifica la propaganda del gobierno? Es necesario enumerarlas, porque de lo contrario se le daría un “cheque en blanco” al gobierno.
La propaganda política del gobierno que no se relacione con situaciones de guerra o de emergencia, o no se destine a dar a conocer las leyes y la constitución, o que de plano se oriente a dar a conocer la obra pública o a difundir masivamente logros de gobierno no busca otra cosa que la gratitud del público, la cual se pretende que se exprese en votos, en su oportunidad, sin importar cuándo sea la fecha de las elecciones. No es más que propaganda electoral, y con ella no se busca otra cosa que adhesión política a una determinada candidatura. Sin embargo, por razones de espacio, habremos de atender estos cuestionamientos en próximas entregas, ya que el tema es muy extenso. En realidad este tema es el meollo de la reforma política que falta en México: la de la comunicación. También es crucial para entender en qué condiciones se realizarán los comicios presidenciales de 2012. Por ello lo seguiremos abordando.