Le tocó al secretario Córdova Villalobos ser el vocero del gobierno ante la crisis de la influenza. En otro espacio quiero entrarle al mane-jo del asunto desde la perspectiva del proceso de la política pública, pues se trata de un muy buen caso de análisis y no está tan claro que las decisiones hayan sido las óptimas posibles. Pero aquí escribo del lenguaje, de las formas de expresión con las que se comunica a la sociedad a través de los medios y de cómo se comunican los medios con la sociedad.
Lo que hemos visto todos los mexicanos cotidianamente en los noticieros matutinos, y hemos oído repetir durante el día por radio, es un claro ejemplo de uno de los grandes males de la política mexicana: la incapacidad de expresión clara, lógica y sencilla.
En este país los políticos hablan una jerga que Luís Miguel Aguilar ha bautizado como politiqués: un dialecto del español de lógica enrevesada, inconexo, lleno de palabras y neologismos de dudosa calidad. Un lenguaje que ha evolucionado más lentamente que las reglas de competencia y que ha trascendido las fronteras de los partidos.
El régimen del PRI acostumbró a los mexicanos a creer que los políticos tenían que ser oscuros en sus formas de expresión, que los discursos tenían que ser crípticos, que la información siempre estaba maquillada. Lo que decía un presidente o un secretario debía ser leído entre líneas, interpretado como las escrituras. Y los discursos daban para todo, pues si algo no hacían era tomar definiciones claras y exponer las razones de sus decisiones. Esa práctica, en el origen estrategia de arbitraje, generó incentivos para que resultaran exitosos en la política personajes con un conocimiento rudimentario del lenguaje, que se expresaban con la gran aportación de la cultura mexicana del siglo XX a la comunicación en español: el cantinflear.
A la par de todo ello, el desastre educativo se difundió en toda la sociedad mexicana, incluidas las elites. En México se dejó de enseñar a hablar, a leer y a escribir. Las escuelas renunciaron a eso, por lo que el idioma que comenzó a predominar en el país resultó de una mezcla entre las formas retóricas del cansino y enrevesado discurso político solemne, ampuloso, lleno de formalismo y carente de contenidos y la vulgaridad e ignorancia de buena parte de los locutores y actores televisivos.
Vino el cambio. La competencia democrática, la pluralidad y la necesaria rendición de cuentas, lo mismo que la avidez de escándalo de los medios a la busca de negocio, hacen ya improcedentes los mensajes crípticos o las cifras falseadas. En las nuevas condiciones serían necesarios, para ser creíbles, políticos capaces de comunicar ideas con conocimiento y con claridad. Gente a la que se le note que es especialista en los asuntos que tiene bajo su responsabilidad y que es capaz de dar respuestas directas, verosímiles y verificables, a la vez que demuestra convicción respecto a las decisiones tomadas.
Pero resulta que los políticos realmente existentes responden en buena medida a las condiciones de la educación nacional y a un sistema de incentivos donde todavía se premia más la disciplina y la lealtad que el conocimiento especializado. Además, la tradición del lenguaje priista y sus formas ha dejado una profunda marca en la manera de hacer las cosas, en los rituales, de la incipiente democracia.
El caso es que durante la crisis de salud lo que hemos visto ha sido a un hombre titubeante, extremadamente dependiente del guión escrito, sin seguridad sobre lo que dice y con una pésima formación en el manejo del lenguaje. Una de las mañanas de espera en el hotel de Buenos Aires donde quedé varado por las decisiones de los políticos de ambos países, vi parte de la conferencia de prensa que transmitía Loret en su noticiario. En el pequeño fragmento, de unos cinco minutos, el secretario dijo las siguientes barbaridades: igualizando, transmisibilidad (una de las más repetidas en los últimos días, en lugar de capacidad de transmisión, más claro y comprensible), más sin embargo (latiguillo del lenguaje nacional) y la perla campeonar.
Al secretario se le veía la preocupación, no sé si por la epidemia o por el esfuerzo que le costaba expresarse y enfrentar a los periodistas sin suficientes conocimientos sobre el tema. Un político sin convicciones y un técnico sin conocimientos. Eso es lo que transmitía aquel hombre frente a las cámaras.
Pocos días después, ya en México, vi a Obama en la principal universidad católica de los Estados Unidos hablando sobre el aborto. Sin titubeos, con coherencia lógica y claridad, planteaba en un bastión antiabortista la necesidad de abordar el asunto con tolerancia para encontrar algún piso común de entendimiento en una sociedad dividida rígidamente respecto al tema. Dejaba claro el papel conciliador del Estado laico. Sin enredar la madeja, con palabras directas. Lo mismo Zapatero en el acre debate sobre el Estado de la Nación en el Congreso de los Diputados español. Respuestas directas a cuestionamientos más que acerbos, sin pretensión alguna de estar por encima de la crítica ni clamor a ofensa.
Y si hubiéramos tenido poco con la persistencia de los despropósitos idiomáticos de quienes nos informaban de la enfermedad, ahí están los políticos en campaña, con sus anuncios a cual más zafios. La demagogia de los del PRI, los del Verde y los de Nueva Alianza; la cursilería victoriana del PAN en su spot sobre las buenas costumbres en tiempos de peste; la ingenuidad maniquea de los de Convergencia y el PT, con el caudillo de cuerpo presente, y guindas del pastel los del PRD con Chucho Ortega proponiendo soluciones infantiles a una niña con una sintaxis deplorable y errores de concordancia elementales, como cuando dice No, porque es un derecho la salud, la vivienda y el trabajo&
Hace unos meses leía en el extraordinario libro de Timothy Anna sobre el imperio de Iturbide que parte del fracaso del consumador de la inde-pendencia radicó en su enfrentamiento con un congreso incapaz de ponerse de acuerdo, en buena medida porque los diputados no se entendían entre ellos. Nadie expresaba sus intenciones con claridad en los debates, por lo que aquella cámara, primera de una larga historia, se convirtió en el escenario de diálogos de sordos reiterados. Es probable que ese sea el principal mal endémico de la política mexicana: su incapacidad para hablar con claridad.
Politólogo, profesor-investigador de la UAM.
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