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jueves 05 diciembre 2024

El exilio argentino en México

por Melina Alzogaray Vanella

Sergio Schmucler nació en Córdoba en 1959. Durante 27 años vivió en México, donde se exilió en 1976. Es antropólogo, cineasta, guionista de cine y TV, escritor y exmontonero. Fue director por años de la revista La Intemperie.1

Como guionista, documentalista y cineasta realizó, entre otras, “Canción de Mariano”, “Exilio: la experiencia argentina en México” y “Crónica de un desayuno”. Escribió telenovelas para Televisa como “Agujetas color de rosa” y “Buscando el Paraíso”. En 2000 publicó su primera novela, Detrás del vidrio, el crudo relato de un adolescente de 17 años que se exilia de su tierra. Un libro que hiere como una náusea literaria.

Recién estrenó su última película, “La sombra azul” que narra la historia de un policía torturado en la dictadura militar argentina y traza algunas preguntas incómodas sobre cómo se configura el relato oficial en torno de los Derechos Humanos. Recientemente Sergio también publicó su segunda novela El guardián de la calle Ámsterdam, donde habla de los desarraigos que ocurrieron en la historia del siglo XX de México, a partir de la historia de Galo que paradójicamente nunca sale de su casa.

¿Sergio, cómo llegaste a ser quien sos?

No sé (ríe a carcajadas). ¿Quién soy? A mí lo que me pasó es que yo era un militante de la izquierda argentina y que tuve un involucramiento muy prematuro, cuando era adolescente, en un proceso que llegó al borde de lo que podría haber sido un estallido revolucionario, pero fracasó. Fracasó por nuestros propios errores y por la eficacia de la represión. En esa derrota, más allá del horror que significó, yo logré salvarme, logré huir a tiempo y entonces me vine a México cuando tenía 17 años.

Yo diría que es lo que me marcó más profundamente. Exilio es una palabra rara, incómoda y no me sirve mucho. Lo que le ocurre a uno es la sensación de “pérdida de arraigo” (…)

Decir arraigo es decir la vida; después uno en realidad descubre que todos somos desarraigados; la biblia dice que la historia de la humanidad arranca con un desarraigo. Pero también la pequeña vida de uno, porque uno se desarraiga de su infancia, quiera o no, aunque vivas siempre en una misma ciudad. ¿Qué quiero decir? Relativizo, igualo, humanizo lo que me pasó a mí. Mi desarraigo no es que sea único o especial, o que tenga mayor profundidad o dolor que el de cualquier ser humano.

Más aún, el mundo que me tocó vivir a mí es el de los grandes desarraigos, las grandes migraciones generadas por el desarrollo del capitalismo que ha hecho que millones y millones de seres pierdan su lugar. Sin embargo uno lo ve como que a uno le pasó, solo. ¿Por qué? Porque la experiencia nunca es colectiva, es siempre personal. Está bien, quizás ésa es la paradoja de la humanidad, pareciera que somos todos un conjunto y sin embargo el dolor y la alegría son incompartibles.

En fin, en las cosas que hago siempre está el tema de lo político, del arraigo, del desarraigo, de la melancolía y de la perplejidad que implica enfrentarse a esta paradoja del hombre deseando estar siempre en el mismo lugar y siendo imposible para él, tratando de encontrar su lugar en el mundo; porque uno dice me voy, uno se va… Muchos jóvenes sin necesidad, de clase media del mundo, se van de sus lugares. ¿Y a qué se van, a encontrarse a sí mismos? ¿Se van a encontrar un lugar donde se sientan parte de…? Porque hay una especie de desarraigo inicial, una vez expulsados del útero parece que todo es desarraigo.

¿Podrías describir el contexto argentino en que vos decidís irte?

En los años setentas, América Látina era un volcán —como dice el Pato Castillo en un documental que se llama “Exilios: la experiencia argentina en México” que hice para TV UNAM—. La Liga 23 de septiembre en el norte de México… hasta los Montoneros y el ERP en Argentina, pasando por el M19, por el MIR, por los Tupamaros, por lo de Brasil… De los sesenta a los setenta y pico era un volcán, había triunfado la revolución cubana, la ilusión de cambiar el mundo a través de un proceso de cambio radical al que se llamaba revolución. Y bueno… miles y miles de jóvenes encarnamos aquel proyecto de hacer una revolución socialista, porque eso implicaba modificar para mejorar el mundo. Algunos pensamos que la revolución era con las armas en la mano, otros, la mayoría, no.

Los años nos hicieron ver que no era posible, que nadie le impone ningún modelo a nadie, que ni la revolución rusa funcionó, ni la cubana, ni ninguna. Los modelos culturales son procesos históricos de mucha más profundidad y lentitud, y mucha más complejidad que la pura idea de tomar el poder desde arriba y cambiarlo.

Por eso el Subcomandante Marcos, que es una especie de “heredero destructor” de nuestro proyecto revolucionario sesentero, dice “Yo no soy un revolucionario, soy un rebelde”. ¿Qué quiere decir con rebelde? Que yo quiero construir otro mundo acá, y no imponer otro mundo, porque los mundos no se imponen, se construyen.

¿Y en ese contexto de violencia vos decidís irte?

Sí. Pero la decisión de irme tiene que ver con otra cosa. Es decir, pienso que muchos decidimos irnos de Argentina -los que éramos de Montoneros, del ERP o de otras estructuras de la izquierda revolucionaria-porque nos dimos cuenta de que la organización a la que pertenecíamos estaba realizando políticas incorrectas. Me ayudó mucho a reflexionar -y a tomar la decisión de irme- la lectura de un libro que mi padre me sugirió leer: La crítica de las armas, de Regis Debray. Al leer eso me di cuenta que la estrategia foquista había fracasado. Lo comprendí y dije “¡Chingados!” -ah no, en esa época aún mentaba madres en argentino- y dije “¡Puta madre!”; abrí los ojos y me di cuenta que era una locura; no era revolucionario, era una estrategia absurda.

¿Y cómo fue llegar a México?

¡Tenés que leer Detrás del vidrio! Llegar a México fue una pesadilla, como hubiera sido llegar a cualquier lugar; porque descubrí lo que era la ausencia del lugar y de la gente de uno, ahí nació esta extraña cosa que es “el desarraigo”. Sentirlo en carne propia, a los 17 años, con un hermano… Porque éramos mi hermano y yo, los dos éramos militantes y yo decidí salir y él no. Él desapareció cinco meses después, estando en Buenos Aires. Y haberme quedado sin él… en mi caso él funcionaba como una guía.

Entonces la experiencia de estar acá solo, sin mi hermano, sin mi mamá, fue un infierno, no te lo puedo describir. Sobre todo porque yo quería estar allá. Nunca pensé que me iba a quedar siete años, o toda la vida acá. Para mí la represión con esa ferocidad no podía durar mucho. Y para cuando acabó todo, yo ya me había casado y había tenido hijos.

¿Qué fue llegar a México?

Una mierda. ¡Quiero volver, quiero caminar por las calles que conozco, quiero oler Córdoba! Basta. Esto no huele, ni es, ni tiene los colores que tiene… ¡la vida! La vida era Córdoba ¿Y Córdoba toda? No, las diez cuadras donde uno vive, el arraigo es chiquito, hay muchos árboles, pero el árbol que uno llama árbol es uno solo, ¿y cuál es el árbol? Ese árbol estaba en Córdoba, se llama paraíso y está en la calle Roque Sanz Peña, solo ahí.

Cuando le preguntes a otro exiliado sobre el tema y te diga: “Ah, llegar a México fue como un sueño de tranquilidad, este país hermano que abrió sus brazos…”¡Son todas mamadas, son mentiras, son hipocresías que uno dice para quedar bien con la gente que lo trató bien! Uno despreciaba todo, yo lo que quería era estar en Córdoba. Me decían “mande” y yo me enojaba. ¿Por qué dices “mande”, pendejo? ¡Las mujeres eran feas! ¡No se depilaban! El chile me picaba, nadie entendía qué era eso del peronismo ni la manera de hablar, ni de contar chistes, en fin, confrontar la diferencia cultural fue un golpe violentísimo.

Una perversión brutal…

Y hubo un tiempo en que sentí que tenía que hacerme cargo de la imagen de mi hermano ante mis padres para que no sufrieran tanto. Entonces yo pensaba “¿Cómo fumaba? ¡Ah, fumaba así!” (Sergio hace gesto de agarrar un cigarro), y empezaba a imitarlo para que cuando mi papá me viera, reconociera algo de él. A mi mamá la dejé de ver mucho tiempo porque se volvió parte de las Madres de Plaza de Mayo. Se quedó en Argentina porque pensó que Pablo ya iba a aparecer.

Bueno, pero todo eso pasó, aunque “pasó” es una cosa del pasado y en realidad no es cierto, todo eso “pasa”, todo eso se reinstala permanentemente en la vida de uno; como todo lo que nos pasa a los seres humanos, nada es pasado.

¿Y dijiste que en algún momento esa percepción de México cambió?

Lentamente México me fue… Me cogió, qué sé yo. Primero fue una violación y luego me gustó (risas). La música me empezó a entusiasmar mucho, la literatura, empecé a descubrir que las mujeres no eran tan feas, los taquitos… México me sedujo. Y a su vez nunca dejé de odiarlo -como también odio a Córdoba-, me lo apropié, es mío; por eso hablo con total libertad de México, hasta puedo tenerle coraje, porque me siento mexicano.

De hecho, yo empecé a escribir Detrás del vidrio para poder decir todo lo que me había pasado en la experiencia del exilio, porque sentía que nadie entre los exiliados se animaba a hacerlo, o en todo caso que cuando hablaban sobre la experiencia, solamente decían las cosas positivas.

Recuerdo que en un encuentro de exiliados de varios países de América del Sur en donde pasaron mi documental sobre el exilio, me animé a decir cosas como que los primeros meses la había pasado muy mal, cada vez que iba a Migraciones sufría porque esos hijos de la chingada me trataban como el culo, como cualquier burocracia. Nunca me dijeron “¡Bienvenido!”, sino más bien “Ah, otro pendejo que viene a ocupar un puesto de trabajo aquí”. Además no me dejaron estudiar biología en el Poli porque no había cupo para extranjeros, por suerte estudié antropología; pero no era lo que yo quería en aquel momento. Y tuve que casarme truchamente porque no me autorizaban, en fin, todo era un pedo. Pero lo pude decir delante de todos porque yo ya era realmente mexicano, y un mexicano tiene derecho a hablar mal de México, un extranjero no.

¿Te sentías un visionario en ese momento?

No, para nada, era un enojado. Yo lo escribí con furia. Es un libro muy duro, incluso hoy, cuando alguien me dice que lo ha leído, me siento muy mal porque me siento desnudo. No sé cómo me animé a escribirlo, hoy no sé si lo haría.

¿Ese poder crees que uno solo lo tiene en ese momento de juventud?

No. Creo que un hombre viejo puede ser mucho más transgresor que uno joven. Oscar del Barco, un poetapintor-filósofo que tiene 86 años, debe ser el hombre más honesto que conozco. Tiene los huevos para decir lo que sea en el momento que sea, a pesar de las consecuencias.

Ahora tengo un doble desarraigo. Soy un argenmex y por lo tanto tengo dos patrias, que en realidad es como no tener ninguna. Vivo en los dos lados, descubrí que no podía dejar de hacer cosas en los dos lugares.

¿Cómo influye el desarraigo en tu trabajo?

Porque es imposible soslayarlo. Me preguntaste qué es lo que me pasó para ser quien soy. Lo primero que te dije fue “el desarraigo”. El desarraigo es constitutivo, no es solo una parte de mí, que está por un lado un Sergio y por otro lado otro Sergio. No. Sergio es eso. Me voy a morir siendo eso, y lo que hago -escribir, cine, o lo que sea-, está vinculado a lo que soy. ¿Y por qué lo hago? La verdad no lo sé.

Dijiste una vez que entendías el ejercicio de la memoria como una especie de “arqueología interior”. ¿Cómo podrías describir tus procesos de escritura, en relación al trabajo con la memoria?

Tengo un lío con eso porque… la memoria es el presente. Ésa es la primera sensación que tengo. La memoria es el permanente flujo del recuerdo actuando en el presente. Creo que somos la memoria. No hay que “hurgar”, el hurgar es como tratar de “construir historia”, me da la sensación. Ahora no sé por qué me acabo de acordar de una carta que me mandó la mamá de un amigo mío desaparecido. Yo le había confesado que estaba muy triste por estar vivo. Y ella me dijo”vos fuiste preservado para contar lo que les pasó a nuestros chicos”, esa carta está publicada en Detrás del vidrio. Eso me lo escribió en mayo del 77, fuiste preservado para contar, como un mandato me tiró ella, quizás -aunque no lo siento-, eso responde a tu pregunta de por qué escribo.

Por ejemplo, hoy a la mañana me levanté a las siete. Siempre trato de escribir un poco, es como una mecánica, una necesidad, un oficio. Y esta mañana empecé a escribir una descripción… estaba viendo desde mi balcón el mar. (…) Luego pensé, no estoy viendo el mar, estoy necesitando “decir algo” con esto que estoy viendo. ¿Qué veo cuando veo una ola? Quizás eso sea la memoria. ¿Qué me hace hoy a mí, sentado en este balcón, ver lo que veo? Y lo que hice fue tratar de reconstruir esa inmediatez.

¿Qué hace una ola? Una ola de pronto es un momento de la nada, y entonces crece una especie de cordón montañoso y se levanta y se va haciendo finito, finito y cuando llega a ser muy finito, se cae, se derrumba. Pero siempre se cae para el mismo lado. No se cae para atrás. Siempre se cae para adelante. Y al caerse se vuelve espuma. Entonces eso que era agua y que creció como un cordón montañoso, en silencio, y se volvió espuma de pronto, hace aparecer un nuevo evento, el sonido. Y ese sonido no se detiene nunca más. Y luego vuelve, se regresa esa misma ola, pero vuelve con arena, vuelve y se mezcla con la que ahora se inicia y sigue. En ese seguir y seguir uno tiene la idea de que hay algo eterno. Se me ocurrió pensar (o sentir) en ese momento que esa condición de eternidad se hacía al presente gracias al sonido. A un algo que no vemos. Pero que está ahí… me di cuenta de que en esa descripción de la ola que estaba haciendo había una manera de contar la historia del mundo. Entonces, para tratar de decir algo respecto a tu pregunta, la memoria construye la mirada de uno, y en la forma de mirar está todo lo que se es.

¿Qué significado crees que tiene “La sombra azul” en el actual contexto argentino?

Es una película que intenta reflexionar sobre los mecanismos de institucionalización de la memoria que se está ejerciendo desde el Estado argentino en este momento. Siento que se está construyendo una suerte de memoria oficial cargada de valores y de certezas que terminan imponiendo de algún modo un sistema para decidir qué hay que olvidar y qué hay que recordar, quién es héroe, quién mártir, quién traidor, quién asesino, a quién perdonamos y a quién condenamos. Y con esas certezas y convicciones a cuestas se vive, se modela el presente.

¿Y esa reflexión te permite proyectarte de otra manera en el futuro?

En la medida que no nos engañemos sobre el pasado, es probable que construyamos un presente más sereno, menos contradictorio con las pasiones y pensamientos del momento. Si, por ejemplo, no se puede reflexionar con absoluta libertad crítica sobre las ideas que circulaban en las organizaciones revolucionarias porque de inmediato aparecen voces que te acusan de estar haciéndole “el juego” a los que defienden la dictadura, hay algo inquietante.

¿Qué crees que podemos hacer sobre el mundo?

Yo creo que hay que contarle a la gente que se puede vivir de otra manera, aunque suene a algo tan loco como tirar arena en el mar. Pero la misión que uno tiene es tratar de convencer.

¿Evangelizar…?

No, porque evangelizar implica un “saber hacia dónde”. Yo ya no sé hacia dónde, sí era evangelista cuando estaba seguro que haciendo una revolución se podía cambiar la vida, ahora no. Es demostrar que lo que ocurre no es natural, sino que es cultural. Me refiero a que la explotación no es “natural”, es “cultural” y por lo tanto se pude modificar. ¿Qué haría yo si viviera en San Agustinillo, en Mazunte? Intentaría convencer a los dueños de la tierra de que no la sigan vendiendo. Eso sería una cosa posible. (…) Y la otra es “no creer que por tener un televisor se es más feliz”, si lográramos eso, ¡oh! A eso dedicaría mi vida. Leí en una revista gringa una publicidad que decía en inglés -me lo tradujeron-: “¿Para qué enseñarle a un amigo a sacar fotos, si se lo puedes enseñar a tu iPhone?”. En esa frase está todo. Ese mundo que describe esa frase no es natural, es cultural: es la cultura del objeto, del consumo y del desprecio al humano.

¿Cómo te imaginas la revolución del futuro?

No existe la revolución. ¿Qué imagino para el mundo, en el futuro? Nada. Sí, soy muy pesimista. Creo que va a haber más miseria, más automatismo, más desplazar del centro del pensamiento y las acciones al hombre, mayor crecimiento de la idea del mercado como el armador de todo. Imaginar el futuro no me gusta. Y a su vez tengo la sensación optimista y positiva de imaginar que va a haber gente construyendo alternativas. Siempre hubo alternativas, siempre: los hippies en los sesenta, setenta; los artistas del 1840, los zapatistas, los ambientalistas alemanes…

No sé si hay un solo “mundo mejor”, el mismo para todos, cada cultura, cada pequeño agrupamiento humano tendrá sus propios mundos posibles.

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