Viernes por la tarde, caluroso con un viento que agita los árboles. Julio caminaba a su casa, quizá el tedio de los eternos reclamos de su novia hacían lentos sus pasos, arrastraba los pies con el recuerdo de la retahíla de idioteces que ella le diría de nuevo, como siempre. Estaba harto de sus lágrimas y de sus eternos reclamos amorosos.
Se detenía en las tiendas, miraba con singular morbo a las jóvenes voluptuosas que se le cruzaban. “Quiero coger con otras”, dijo en voz alta y se pasó la lengua por los labios. Ellas lo miraron como si fuera un tarado. Pero le valió, de todas maneras en ese cuarto estaba la llorona, siempre dispuesta a abrirle las piernas.
Por fin entró, el sudor bochornoso que le recorría la espalda se desvaneció al ver que la habitación estaba sola. La calentura había pasado, ahora estaba ávido del agua que lo limpiaría del calor, del fastidio.
Cuando se desnudó notó en la cama un bulto junto a la pared; parecía que alguien dormía. ¿De dónde salió si antes el espacio estaba vacío? Aproximó su mano, alzó de un golpe las cobijas revueltas.
Un cuerpo femenino, desnudo, sin respiración, con semblante de un profundo y placentero sueño yacía boca arriba. Intentó despertarla, pero la mujer parecía de cera, estaba helada.
Julio no gritó, se quedó parado frente a ella. El corazón ni siquiera estaba acelerado. Admiró las piernas torneadas, los senos redondos y pequeños, el cabello rojo y largo, la piel blanca. No tenía marcas de violencia. Todo en ella era paz.
Se recostó a su lado. Deshacerse del cuerpo no estaba en sus planes, si por él fuera la enmarcaría justo en frente de su cama. Acarició con la yema de sus dedos únicamente los labios, lo único que parecía tener vida. El resto del cuerpo parecía santificado.
Era Vianey, la llorona, la suplicante, la novia fastidiosa. ¡Qué bella era en su silencio! El sonido de una sirena de ambulancia lo sacó de su letargo, ¿cómo explicaría su muerte? Ése no era el camino, más bien, ¿cómo fregados se desharía de ella? Pensó como si fuera un homicida: una bolsa negra de basura, sacarla en la noche, aventarla al canal.
Cuando movió el cuerpo encontró una carta y un CD. Las primeras palabras decían: “Antes de leer te pido que escuches la música”. Obedeció y sus oídos se llenaron de Every Breath You Take de The Police: “en cada respiración que tomes, cada movimiento que hagas, cada enlace que rompas, cada paso que tomes, estaré mirándote…”
Continuó su lectura: “Cuando te conocí, lo primero que vi fue tu espalda. Te rodeé para encontrarme con tu cara, no fue amor a primera vista. Después me invitaste a sentarme frente a una iglesia, platicamos de cosas muy íntimas, ¿cómo no iba a hacerlo si ya te conocía? Tu brazo rodeó mi espalda, te aproximaste como niño de secundaria, temeroso, y tu beso fue infantil, tierno.
“Caminamos, te quitaste el guante que portabas, inexplicable en temporada de calor, tomaste mi mano, el tacto fue la chispa, la certeza de que por fin eras el indicado. Pasaron las horas y esa noche, bajo un árbol, me abrazaste, caí de espaldas con tu rostro frente al mío, grité y bailamos con la luna llena.
“Lloramos, reímos aún más, te conté mis locuras alejadas de la realidad y tú las locuras a las que te orillaba la realidad. Después avenida Revolución, el Palacio de Bellas Artes, Tlaxcala, bailes. Curiosamente me acoplé a tus pasos difíciles de entender, a esa risa, a las mordidas marcadas en la piel y a los amaneceres dolorosos cuando no querías verme.
“El único día que tuviste miedo a perderme fue cuando llegaste con una flor sintética. Me dijiste ‘es como tú, nunca se marchita’. No pude contenerme y te dije ‘pídeme lo que quieras y lo hago’. No respondiste, me conformé con los te amo que te dije cuando dormías y casi entrabas en estado de coma. Así que no escuchabas.
“Reconozco que me cansé de tus silencios y yo comencé a gritar. Los celos me perseguían por todas las esquinas. Pero tus alas son muy largas y aún quieres volar. Pues te enseñaré cómo hacerlo. Es hora de confesar que soy la mujer de magia negra, que he sido tu más fiel persecutora y no me arrepiento. “Hace unos meses me contaste que en un amanecer nublado, entre la espesa cortina blanca que cubría las calles vacías había a un zorro sentado frente a ti. Se vieron fijamente a los ojos, repentinamente te rodeó hasta llegar a tus espaldas. Entendiste que debías caminar lentamente, el animal de piel rojiza siguió tus pasos y de repente se esfumó.
“Después apareció muchas veces frente a tu casa, bajo las escaleras del metro y en la azotea de tu cuarto. El zorro se convirtió en una obsesión pero dejaste de mencionarlo cuando todos te dijeron que era el delirium tremens de un borracho como tú. “Para finalizar, mi amado Julio, yo soy tu aparición, tu nahual: lo oculto, lo escondido, lo interior. Soy ese elemento que tiene un vínculo con lo sagrado. La mujer que puede transformarse en animal.
“Tú eres mi mayor pla. No sabes si ir o venir, amar o lastimar, llorar o reír, me has herido cuando te suplico que me beses, el llanto te fastidia. Gracias por acrecentar mi hambre de ti con tus brazos, tus ojos, las palabras, las noches largas de entrega, las sorpresas, la risa inocente que nos provocamos mutuamente y los desprecios”.
Julio releyó las últimas palabras y dijo “¡Estabas loca, loca!”. La miró tendida. Los ojos de la mujer dormida se abrieron; sus ojos y la cabellera eran ahora de un rojo encendido. De un salto se acuclilló en la cama, se acercó a él, lo olfateó despacio, con ternura. Al llegar al pecho, habló:
-Tu piel, tu aroma, siempre me volvieron loca, no sabes cuánto me contuve. ¿Te gustó mi carta? Solo falta una confesión.
Julio, inmovilizado, únicamente acertó a acariciarle con temor el cabello que parecía destello de sol. Ella, con sonrisa siniestra, remató:
-¡Hoy te ves especialmente delicioso! Se abalanzó hacia su cuello, de una sola mordida destrozó su tráquea. Una fuente espesa y roja llenó sus fauces. Nunca hubo amor más puro como el que sintió la depredadora por su presa, como el del nahual hacia el hombre que ahora sí era suyo.