Mi cuerpo yace tendido junto a un arroyo; hay demasiada vegetación, flores, hierba. El agua me atraviesa, moja mis muslos, la tierra se amolda a mis pies. La mitad de mi rostro está inundado y mis ojos abiertos parecen absortos por la belleza de aquel lugar. Permanezco inmóvil.
Nadie se ha percatado de mi presencia, quiero levantarme y no puedo grito con fuerza por varios minutos, no me escuchan. Mi cuerpo ya no responde, pero estoy segura de que aún vivo. Anochece, hay viento, una ligera lluvia me empapa. Observo las estrellas, son el único manto que me cubre. Mi ropa está tirada a un lado.
No sé cuánto tiempo ha pasado. El sol y el viento le ayudan a la tierra a cubrirme. No los siento. He pensado mucho en ti, qué estarás haciendo. Duermo y los sueños son interminables, los confundo con recuerdos. Las veces en que me desaparecía porque me dolía verte y saber que nunca podrías estar a mi lado. Tú me buscabas, esperabas en la esquina de mi calle, querías encontrarme, saber que estaba bien.
Tú salías con esa sonrisa enorme, mi corazón me abandonaba, en ese pequeño lapso de tiempo pensaba cómo sería el beso que me darías, lo esperaba apasionado, interminable. Era más bien amistoso, pero me abrazabas con fuerza. Comprábamos cervezas, era lo primero que hacíamos, sintonizábamos música a todo volumen y nos dedicábamos a platicar de tu niñez, de nosotros, de mis anécdotas que jamás se compararon a las tuyas.
Mis piernas inertes quieren moverse, el frío de la noche ya me enchina la piel, pero aún no puedo levantarme. Alguien me golpea, sus manos me atan, quiero recordar pero me gana el cansancio, prefiero quedarme tendida y que poco a poco la fuerza se apodere de mí. Pasa otro día, ahora sí, ya hay dolor e intento levantarme, me inclino hacia arriba y una vez sentada puedo ver a mi alrededor.
Es un lugar donde hay muchos árboles, flores, hierba. Parece alejado de la civilización, pero a lo lejos se escuchan los motores de los autos. Observo mis manos, toco mi rostro, mis piernas ensangrentadas me atemorizan. Hay algo que me hace entrar en pánico, algo que amontona las escenas en mi mente, volteo hacia donde estaba acostada: ahí está mi cuerpo, inmóvil, cubierto de sangre y asustado.
Me alejo sin quitarle la vista de encima, poco a poco se juntan las piezas.
¿Recuerdas cuando te preguntaba si te podía ver? Te invitaba a salir pero no podías, quería andar contigo por la ciudad, pero Preferías quedarte. Aún así eran noches en las que nos amábamos, me entregaba a ti y después tenía que huir por tu ventana. Cuando me iba volteaba varias veces, hasta que tu cortina se cerraba.
Camino sin fuerza. El clima es helado, las piedras lastiman mis pies. No para de lloviznar, como en esas noches que iba por ti. De nuevo voy en tu busca, amor. Quiero que sepas que estoy bien, me niego a estar muerta porque no podría tocarte otra vez. Me arrastro, no te preocupes, hay en mí todavía un suspiro de vida y lo voy a gastar hasta que por fin encuentre otra vez tus brazos.
Ahora recuerdo cuando me hacia la encontradiza, te esperaba por horas afuera de tu casa, atrás de un arbusto, aunque fuera mucho tiempo. La emoción se acrecentaba cuando escuchaba que abrían la puerta, hasta que por fin salías tú. Te seguía por las calles, te detenías a comprar algo, aparecía atrás de ti, cubría tus ojos, me encantaba ese juego. Cuando te quitabas mis manos… ¡sorpresa! Era yo.
De esa misma manera quiero que te sorprendas ahora; el clima es hostil, pero mi espíritu es fuerte como un roble, aunque no me lo creas, a pesar de las circunstancias.
Voy con una enorme sonrisa en la boca, parece que doy pasos sin rumbo, pero la poca memoria que me queda me lleva hacia ti. Alguna vez te dije: donde quiera que estés te encontraré, soy como una brújula.
Aquel día te abrazaba con fuerza y mis lágrimas se derramaban en tu pecho, enterraba mis uñas en tu chamarra, te pedía que no te fueras, decía que todo estaría bien, pero me contrariabas. Levantaste mi rostro, dijiste algo así como que esto ya estaba lastimando a más de uno.
Acabo de caer en un lodazal, por la prisa de encontrarte no me fijé. Espero no asustarte con mi semblante, yo sé que tú eres muy bueno y no temerás abrazarme, menos si yo te lo pido. He caminado mucho y por alguna extraña razón te siento cerca.
A lo lejos puedo ver una casa, es grande, de color blanco, se mira hermosa. Estoy a punto de desmayarme, es un mareo que me movió el cielo y la tierra, pero ya casi llego. Voy dando tumbos entre los árboles, hasta que por fin estoy de frente, ¡esto es increíble! Ahí vives tú.
Se deshace el nudo en mi cabeza. Como en esos momentos en que me hacías llegar al paroxismo amatorio, aunque suene exagerado. Detestabas esas palabras, decías que eran innecesarias cuando podía solo decir “te amo”. Pero bien sabes que lo mío era más que amor.
Ese día brinqué de felicidad, me diste una gran noticia. Estaríamos en tu casa del bosque, separados de la humanidad, de los escondites y los problemas. Como quien dice, por fin solos. Me apresuré a empacar mis cosas, de tres saltos ya estaba frente a ti. Camino al bosque te notaba nervioso, callado, no me importó, estaríamos juntos.
Siento paz. Posiblemente estabas muerto de la angustia. Estoy frente a la puerta, mis manos agrietadas por el frío intentan dar aviso de que ya llegué, toco varias veces, nadie abre, quizá saliste a buscarme. Veo una cubeta y las tijeras que me diste, sabías que adoraba adornar los lugares con flores, decía que así parecían menos sombríos.
Fui sola, me alejé de casa, a lo lejos llegó a mis oídos una canción que adoro: Mary Jane’s Last Dance, de Tom Petty. Corté flores, vi una en particular que me gustó, en color azul, solitaria entre tanto verde alrededor. Parecía una joya extraviada, corrí hacía ella. Cuando coloqué la tijera en su tallo, su imagen se tornó cálida y roja.
Fue mi sangre que se cristalizó entre pétalos azules. Recibí un golpe seco en la cabeza, volteé atolondrada. Peleé con todas mis fuerzas, arrancaron mi ropa, me asestaban puñetazos en mi cara, sentía agujas en mis costillas; por fin caí al suelo y lo miré a los ojos. Era imposible luchar, no le haría daño.
Toco a la puerta de tu casa, nadie responde, quiero gritar tu nombre y decir “¡estoy bien!”. De seguro saliste a buscarme, repito. Recorro la casa, la foto que pusiste de nosotros aquel día ya no está, voy a las habitaciones, no veo mi maleta ni la colcha roja que te regalé para cuando estuviéramos juntos. Escucho que cae agua de una regadera, entro con sigilo y casi desvanezco. Veo tu espalda, esa que no me dejabas arañar a la hora de hacer el amor, espero afuera.
Hay ruidos en la cocina, bajo las escaleras y me asomo. Es ella. Sí mi amor, ella, ¡maldita perra! Ahora es más claro todo, ese día que lloré en tu pecho te pedí una última noche, ésa que me regalaste en el bosque. Antes, en algún momento de mi loco amor, te dije que le confesaría todo y que no importaba dónde te escondieras, siempre te hallaría. Y cumplí: Uno, dos, tres, ¡te encontré!
No pienso decirle nada, me pararé atrás de ella. Así como lo hiciste tú en el bosque, llevo en mi mano el martillo que dejaste al lado de tu puerta. Cubro sus ojos y le digo al oído: “Adivina quién soy”. No responde, dejo que mire mi cara como yo lo hice con la tuya. Golpeo las costillas, amartillo su cara, desgarro su piel con un cuchillo y no puedo evitar mi llanto, porque con esa misma saña me trataste.
Recuerdo la vez que intentaste dejarme. Comencé a enloquecer, a decir “¡te odio; no, no es cierto, te amo!”. Te aventaba y después me abrazaba de ti con fuerza, tú gritabas “¡estás loca!”. Lo decías con desesperación. Te miré a los ojos y dije: “¡Nunca te desharás de mí!” En ese momento pensaste en un martillo y todo se calmó.
Escucho que bajas las escaleras, le gritas a la mujer que está muerta: “Amor, mañana tengo que ir a buscar el cuerpo de esa pinche vieja loca”. Entras al comedor con esa sonrisa tan bella, te detienes horrorizado, la ves tendida en tu mesa. Yo con gran felicidad te digo:
-¡Ya me encontraste, mi vida! Por cierto, la cena está servida