Durante las dos etapas de esta casa editorial que suman 20 años -como revista de política y cultura y como publicación especializada en el análisis de los medios-, fuimos perfilando un conjunto de causas que, sin duda, se identifican con lo resuelto en la Cámara de Diputados el 22 de marzo pasado.
Nada menos estamos hablando del entramado legal que coloca la tutela del Estado sobre las telecomunicaciones y la radiodifusión como bienes nacionales y que, al homologarlos, dirigirá su potencial acotando agentes dominantes, mediante la apertura del mercado y el impulso de la competencia.
Esa directriz editorial que nos ha acompañado durante todo este tiempo sería suficiente para sostener que la rectoría del Estado sobre los poderes fácticos es central en la democracia. Y además porque implica la posibilidad de un mayor desarrollo económico junto a la mejora de la calidad de los servicios y los precios en el ámbito de las telefonías fija y móvil, y a una gama de contenidos en las pantallas de televisión que contendrán dos cadenas nacionales privadas y una pública más, respecto de la oferta que ahora prevalece.
En esta ruta podríamos seguir aludiendo a los avances de la nueva ley que ahora revisará el Senado y luego los congresos locales. Diríamos que el Estado está obligado a garantizar el acceso a Internet, que a nivel constitucional al fin se prohibe la publicidad embozada o que la inversión extranjera directa es posible al 100% en telecomunicaciones y al 49% en radiodifusión solo en capitales de paises que den similar trato a los inversionistas mexicanos (nosotros quisiéramos que también fuera al 100% y sin cláusula de reciprocidad, pero ese es otro asunto). No anotamos más, sin embargo, porque el lector encontrará aquí diversos e incluso contrastantes puntos de vista que valoran ventajas, apuntan dudas e incluso insuficiencias cuando no resaltan desacuerdos.
Entre los disensos uno que compartimos es que la iniciativa no contemple expresamente a las radios comunitarias, que son una vía de comunicación alternativa con funciones sociales indiscutibles y que forman parte, guste o no, de la heterogeneidad social del país. El quid es la libertad de expresión y por ello, con el mismo enfoque, festejamos que no exista órgano regulador que dictamine la “veracidad” de los contenidos ni aunque eso se enarbole con la supuesta garantía del derecho a la información. La calidad de los contenidos tiene otros rieles, por ejemplo, los estándares éticos y profesionales que definen los propios medios además de la responsabilidad de los ciudadanos en su evaluación.
Desde la palestra de la pluralidad los editores de etcétera quieren contribuir al esbozo de una agenda que atienda al estudio de la nueva ley, a las definiciones que vale la pena sean contempladas en las normas secundarías y, después, claro está, a los campos temáticos que conviene seguir subrayando, ya que esto implica un proceso.
En la democracia todos ponen y nunca gana todo alguno de sus actores. Por eso sin ambages ni poses radicales vale la pena reconocer que se ha avanzado mucho en uno de los temas centrales de la reforma del Estado. Naturalmente hay que estar atentos a las precisiones o añadidos que aún pueden hacerse, y también hay que seguir el camino del análisis sobre distintos matices o temas nodales como el que remite a los medios públicos, por citar una vertiente esencial que nosotros pensamos no ha sido delineada con la solidez que se requiere.
Con la ley de telecomunicaciones, sin duda, gana el país. Además de todo porque muestra que la política puede sostener amplitud de miras y no ejercerse solo para descalificar al otro. A propósito, a diferencia de quienes arguyen que la iniciativa proviene del Ejecutivo, nosotros creemos que constata una labor de diálogo y acuerdos entre el Gobierno Federal y los principales partidos políticos, que resultó en una sólida propuesta que integra buena parte de las directrices que en diversos ámbitos (nosotros entre ellos) se han planteado desde hace por lo menos una década; el tránsito es complejo, por supuesto, y no admite su simplificación en protagonismos heróicos. En suma: este no es un acto providencial de los viejos tiempos del presidencialismo mexicano ni resultado de una epopeya guerrera. Es el resultado de la política. E incluso conviene agregar que, más allá de las suspicacias acerca de cómo habrían recibido la iniciativa “en realidad” los agentes económicos de la industria, lo verificable es que todos expresaron beneplácito y disposición de participar en las nuevas reglas del juego. Y es que, nada más y nada menos, estamos frente a una resolución de Estado que los poderes fácticos deben acatar.