Cuenta la leyenda que nuestros antepasados llegaron a una cuenca y observaron el extraordinario espectáculo de un águila posada en un nopal y devorando a una serpiente. Extraordinario, entre otras razones, por la sencilla razón de que nadie en pleno uso de facultades ha sido testigo de tal interacción zoológica. Se supone, de acuerdo a las crónicas, que eran unas chuchas cuereras y eran felices hasta que llegaron los españoles y les dio por conquistarnos generando una mezcla novedosa pero equívoca.
Si revisamos nuestra historia podremos advertir que está cargada de derrotas que hemos convertido en victorias. La guerra de independencia se perdió, los gringos hicieron lo que les dio la gana, los franceses lo propio, pero se tuvo la habilidad nacional de llevar a Hidalgo a Escutia y a Juárez como salvadores de la Patria, un concepto que se ha logrado nos inflame las entrañas. Durante la Revolución se generó una especie de batalla campal repleta de intereses encontrados y narrada magistralmente por Ibargüengoitia en sus Relámpagos de agosto.
Los cachorros de la Revolución normalizaron todo en el primer tercio del siglo pasado la situación, si es que por normalizar se entiende el corporativismo, la corrupción, el nacionalismo aldeano y la formación de un carácter colectivo bizarro en el que la transa, la mezquindad y el oportunismo se ha vuelto moneda corriente. Habrá quien cuestione esta visión de amargado y que hable de nuestros valores nacionales y nuestra grandeza milenaria. Vaya y pase, por mí pueden opinar lo que les dé la gana pero resulta que la realidad opera en sentido contrario. Mi amigo Roberto Garza produjo un documental escalofriante, se llama “La libertad del Diablo” fue estrenado en el festival de cine de Berlín y aborda el tema de las víctimas y los victimarios de este país asociados al tráfico de drogas. Cuando presumí el logro de Roberto alguien me dijo: “estoy cansado de que proyectemos esa imagen de México en el mundo”. Callé por prudente pero debí haberle respondido que si una mejor imagen es la de las comedias románticas para imbéciles, estábamos listos.
Cada que salgo a la calle trato de observar lo que pasa a mi alrededor: veo puestos de ambulantes agandallando la vía pública. Conductores con los ojos inyectados mentando la madre invadiendo carriles y echando lámina como cuadrigas romanas de Ben Hur. Veo también gente que no conoce la pausa caminando con rapidez y en uniformes variopintos; están los de barbita pantalones de tubo y peinado de Paricutín que colonizaron la Condesa, los yuppies sin calcetines que piden cosas con soya y deslactosadas que harían vomitar a un buitre, las señoras cincuentonas y divorciadas que se reúnen con propósitos amatorios en restaurantes de lujo y empresarios que planean asaltos al presupuesto mientras cuestionan a López Obrador (yo también lo cuestiono pero por razones diferentes).
Escucho y leo noticias y me encuentro a personajes de consigna como la inefable Aristegui o con el carisma de un acumulador como Gómez Leyva. Percibo la idiotez rampante de programas televisivos en los que se consumen carroña informativa e idiotas como Esteban Arce que hacen del bullying, la mojigatería y la vulgaridad bandera. Estos bodrios han evolucionado a niveles olímpicos como uno que encontré hace días en el que un grupo con alguna forma benigna de retardo mental busca a “Pie Grande” mismo al que nunca encuentran para una audiencia aún mayor de personas que imagino poco lúcidas.
Las marchas estrangulan a la ciudad y cuando se presume que son por causas medianamente nobles como la más reciente contra Trump de inmediato vienen las divisiones por intereses rentistas y mezquinos. Hace poco me encontré a una lectora en un restaurante y me dijo: te leo hace ya muchos años y creo que eres menos chistoso ahora que antes”, matizó de inmediato al ver mi parpadeo: “pero todavía me gusta”. Me quedé pensado en que este cambio de estilo sea probable y que además de atribuirlo a mi creciente misantropía se deba a que el mundo se ha vuelto menos divertido que antes.
Lo cual no deja de ser una pena.