Por supuesto, asumirnos como instrumento de nuestro propio sensorio resulta tan increíblemente obvio que a veces nos pasa desapercibido como realidad cotidiana o como posibilidad de análisis. No somos solamente la conciencia y el pensamiento que -creemos- nos representa en el mundo, sino el cuerpo que lo contiene. No somos únicamente la muerte que nos termina, que nos niega el tiempo ido, que nos aniquila y nos escatima el futuro; somos asimismo el cadáver que da cuenta de la inviabilidad de los elementos y de su perenne transformación. El ser en el mundo se determina más allá de la verdad de lo que percibimos de él: en todo caso, se complementa con el espacio físico que ocupamos, con lo que esa materia que somos afecta y transforma en el movimiento general de las cosas.
No piense el amable lector que me estoy autoestimulando en un arranque de metafísica. En todo caso, relacionarnos con la materia tangible es la única manera real de pensar o de argüir conceptualmente la experiencia de lo intangible. Este fenómeno no ha sido jamás ajeno a la experiencia humana y es de hecho prácticamente atávico, aun cuando los pensamientos religiosos modernos -y particularmente los basados en visiones maniqueístas basadas en dualidades del tipo “bien” y “mal” o “correcto” e “incorrecto”- suelan negarlo en virtud de una caracterización del mundo material como “degradante” y del mundo espiritual y de su búsqueda como “sublime”. No ha sido, sin embargo, siempre así; me atrevería a afirmar que no ha sido nunca así. Recordemos el fenómeno griego del “Deus Ex Machina“: la presencia de la divinidad a través de la máquina -una máquina, un artilugio- que lo hace presente y le dota de la facultad de intervenir en la realidad narrativa (particularmente en la narrativa que se enreda, que no tiene salida). Ya en su momento, el recurso de meter a dios en medio de algo sin sentido o sin concatenación era debatido como facilón, como vulgar, incluso como grotesco, por los críticos de arte de la antigüedad clásica. No deja de ser, sin embargo, un recurso la mar de interesante: aún cuando la mayor parte de las religiones ponen una distancia de considerable a relajada en torno a la representación de la divinidad y su presencia física, lo cierto es que no hay religión que no acuda al deus ex machina para hacer patente su presencia (la de la religión como organización y la de dios como abstracción) en la vida de las personas: catedrales, mezquitas, sinagogas, monumentos, cumplen la doble función de centros de unión comunitarios (de comunión, si usted prefiere) y de representaciones de dios en la tierra. Pretender que los edificios religiosos en su inmovilidad gargantuesca no son maquinarias de lo divino es no entenderlos en lo más mínimo: órganos vivos que reverberan a través de las comunidades humanas, semánticamente organizados para traernos a colación cada día los problemas de la trascendencia (la muerte, la enfermedad, la soledad, el desconsuelo) y del ser en el mundo (el hambre, la guerra, la mezquindad y la música grupera -bueno, esto último no tanto, pero a veces-). Por supuesto, mi caracterización no deja de ser violenta y prejuiciosa; pero no termino de entender cómo relacionarlos con algo más liviano como, digamos, la alegría básica de estar vivos o el gozo vibrante del sexo o de la fiesta. Supongo que el deus ex machina es sombrío en su necesidad de enredo, de callejón sin salida: baso mi analogía justamente en el hecho de que la oración y el templo que la contienen surgen como recursos narrativos frente a una realidad que parece no avanzar ni retroceder, ni cambiar a favor ni en contra; recursos para enfrentar el vacío y el absurdo, respuestas últimas ante lo incognoscible, objetos semánticos irremediablemente masturbatorios.
No los juzgo, sin embargo, como necesarios o innecesarios, como incorrectos o serviles, como retrógrados o desafortunados. Masturbatorios somos todos, y ese grado de confusión y de desatino es alcanzado por todos y enfrentado (resuelto es decir mucho) con los recursos más inverosímiles; ya en colectivo, ya en solitario. Lo cierto es que, frente al vacío como frente a lo pleno, los seres humanos acudimos a lo material como representación (ya que es lo único que conocemos), y a la presencia como definición.
En ese paradigma, lo objetual definió siempre a la cultura análoga; desde la arquitectura a la más humilde de las artes (artesanías, las llaman los teóricos de la clase media), el valor de una obra estaba cifrado en su naturaleza tangible; y en gran medida, lo sigue estando. No pasaba mucho menos con cualquier otra de las disciplinas humanas: lo objetual y su producción han marcado siempre el poder de afectación, la relevancia cultural, el empuje transformador. De hecho, en el tiempo de las sociedades exponenciales, la producción en masa generó y caracterizó en gran medida la idea de éxito o fracaso de un producto, obra de arte o avance científico (de hecho, muchas revisiones históricas del desarrollo tecnológico, por ejemplo, optan por establecer sus hitos no necesariamente en la idea del “descubrimiento” o de la “invención” per se, sino en la realidad factual de la tecnología adoptada frente a las posibilidades no exploradas de la tecnología no aceptada y, por tanto, aún cifrada en sus consecuencias -el paradigma Edison vs. Tesla es un ejemplo muy contemporáneo a ese respecto).
Por supuesto, no cuesta trabajo entrever que, además de éxito o fracaso, la producción en masa trajo un halo de trascendencia a las ideas que le resultaron provechosas: ya sea convertidos en objetos “vintage” o ya sea convertidos en basura, los objetos de la cultura análoga derivan hacia su propia trascendencia en el hecho de que perduran, aún cuando son inútiles -tal vez un poco más si no lo son-, como objetos culturales. Lo más curioso es que su trascendencia deja de circunscribirse a un nivel del sensorio útil (o “utilitario”, en el sentido de que puedan cumplir una función directa en el sensorio: ver, escuchar, etcétera) y evoca, incluso con mayor frecuencia, otras conexiones más profundas: nostalgia, recuerdos, transformación cultural, historia. Es decir, alguna de las formas complejas de la memoria o de su relato.
Sería necio no ubicar al objeto en el campo de lo ritual, de lo ceremonial; no hay ritual sin objeto ni objeto sin representación metafísica en lo ritual: viajo en el metro y observo a una multitud de personas con la cabeza gacha, observando las pantallas de sus móviles con una atención que recuerda la devoción. Junto a ellos una mujer que roza la vejez, con la cabeza cubierta, abre su bolso y extrae un pequeño libro de oración; se abstrae como se abstraen los otros, se sustrae del mundo como se sustraen los otros. Mundo y cataclismo, la realidad nos obliga a pensarnos otros, a ubicarnos en un tiempo que no es el inmediato, a desviarnos del curso de los acontecimientos en alguna de las formas de dios: libros de oración, amor adolescente o iPhone 6; lo que la trascendencia haya dispuesto para nosotros.