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viernes 27 diciembre 2024

Futuro y cultura análoga (X)

por Roberto Alarcon Garcia

Si nos atenemos a las formas narrativas más esenciales la formación de los estadosnación se corresponderían semánticamente con los relatos de la creación del mundo, aún incluso en su contenido mistificador; apelan a una necesidad atávica e ineludible, probablemente también noble y poética en su expresión mínima: la necesidad de comunidad, de identidad, de pertenencia, de familia y refugio. Dado que todas estas ideas son al mismo tiempo atávicas y resemantizadas constantemente, no es difícil entender que como conceptos son claves en la conformación del imaginario de cualquier guerra semántica y del nivel semántico de cualquier guerra. Son al mismo tiempo ideas quintaesenciales y sublimantes; dotan de épica y sentido, de un propósito más alto, de un sentido de sacrificio y nobleza a cualquier acción, incluso al resultado de cualquier acción.


Es así como en toda épica hay en el centro del relato una tierra para defender, una familia por la que sacrificarse, una comunidad de amigos a la que defender, una forma de vida por la que vale la pena morir, matar y mancharse las manos en cualquier circunstancia atroz. Es decir, una forma sublimada del amor, de la costumbre y de la pertenencia. Resulta obvio que sería una necedad negar la existencia íntima, personal, infranqueable, de todas estas ideas en nuestro imaginario: el apego a lo que amamos nos definen como seres existentes, como voluntades, como psique y ánima al mismo tiempo. El amor es uno de los nombres más claros de la mente y, delicada y peligrosamente, lo embellece todo. Sobre todo cuando el amor se convierte en su relato.


¿Recuerda el amable lector la tensión entre la realidad y las palabras? Pues bien, uno de los vericuetos semánticos más pedestres pero también más difíciles de desentrañar es el que cuestiona la vinculación entre la palabra y aquello que ésta nombra. ¿Es la palabra una representación de lo que se nombra, o es lo que se nombra en sí? ¿Es la palabra evocación o invocación? ¿Dónde existen las cosas: en la realidad tangible o únicamente en nuestra mente –lo que implicaría que al ser invocadas por la palabra comienzan necesariamente a existir?


Aunque parezcan todas estas preguntas fumadas y ociosas, lo cierto es que una buena parte del entendimiento acerca del sentido como algo que ocurre en la vida de las personas pasa justamente por esa indagación, por esa tensión esencial. De hecho, los principios de no-certeza forman parte fundamental y sumamente necesaria del pensamiento humano más elaborado; baste con observar algunas ideas básicas de la mecánica cuántica, como el principio de incertidumbre, para entender que la tensión entre los datos y el universo verificable es, en todo caso, tan cierta como elusiva, aún en los ambientes más controlados y, en teoría, menos susceptibles a la ambivalencia.1


Desafortunadamente el campo del sentido es un campo minado de ambivalencias. Por sistema (y un poco por ilusos que somos), atribuimos a la información características que la distingan cualitativamente, sobre todo en virtud de su fiabilidad, y ocupamos para esa noble tarea herramientas tan pedestres como equívocas: desde las conexiones emotivas (por ejemplo, confiar en la información que nos proporcionan aquellas fuentes con las que podemos identificarnos) hasta los razonamientos per-negationem (por ejemplo, desconfiar de toda información que nos proporcionen fuentes de las que nos consideramos alejados o, peor aún, opositores). Desafortunadamente, es entonces que le negamos a la información su función esencial, dotarnos de herramientas, y le otorgamos una función ficticia y casi anómala: la de persua-dirnos, es decir, la de convencernos; función que, por lo menos en principio, no debería tener. En esa relación cualitativa basaba Aristóteles la efectividad de su idea de la retórica como la herramienta fundamental de la persuasión pero también nos advertía de su naturaleza inestable, de su incapacidad para permanecer al mismo tiempo autoritativa, emotiva y razonable. De hecho valdría decir que el aparato retórico es al mismo tiempo autoritativo, emotivo y razonable pero sólo es capaz de conservar una de esas características al mismo tiempo en la mente de quien lo interpreta (lo que, claro, nos llevaría a entender por qué la mayoría de los sistemas de pensamiento metafísico y religioso, así como las ideologías más aplaudidas, hablan con tanta insistencia sobre la paz y la concordia entre las personas, los seres y las emanaciones etéreas pero son al mismo tiempo tan susceptibles de transformarse en arengas para la carnicería voraz y la violencia chabacana).


Esa inestabilidad, entre otras cosas, fue también la base para la crítica de Platón, Sócrates y del mismo Aristóteles al aparato retórico puro, hecho para encender a las masas, interruptor de las bajas pasiones de la muchedumbre, agitador más que movilizador, vulgar en el hecho de que degrada cualquier posibilidad de sofisticación cuando se usa por si sólo y sin su contraparte: la dialéctica. Hoy vivimos en un tiempo en el que la persuasión lo es todo, en el que el hambre por persuadir y el deseo de ser persuadido se han convertido acaso en una demencial escala axiológica, en una pulsión del mercado y en el fin último de las democracias y las dictaduras, en el fin último de la comunicación, del arte, del diseño y de la oración, de la religión y las buenas costumbres, del libertinaje y de la pornografía, de las causas y los activismos, de la indiferencia y los conformismos, de la matemática y de los aparatos que mandamos al espacio.


¿Por qué entonces contarnos la historia de los estadosnación como una épica y por qué, en todo caso, hacer de la épica el centro mismo de casi todos los relatos que se diseñan desde el poder, ya sea para servirlo, para obtenerlo, para delimitarlo o para justificarlo? Para persuadirnos, sería la respuesta más persuasiva; por supuesto que también la más fácil. Sin embargo no es gratuito observar que los aparatos de persuasión, por lo menos los retóricos, se ausentan constantemente para dar paso a una extrapolación de la violencia convertida en estados policíacos cada vez más claros, cada vez más telúricos y escalofriantes, y también cada vez menos confrontados; es decir, totalitarismos que no parecen tales, que se desdibujan en el relato de un totalitarismo encapsulado en una imagen incontrovertible: la de la historia pasada, verificable, dato duro, cuestionable sólo por los locos o los idiotas, por los ignorantes, por la mala leche de los provocadores o los saboteadores.


Hace no mucho, un amigo mío soltaba una frase contundente: “las personas usan con demasiada facilidad la palabra ‘fascismo’ –decía él–, pero lo cierto es que no saben muy bien de lo que están hablando hasta que no han vivido en un estado fascista”. Al escucharlo, no pude sino sentir cierto escalofrío, cierto pavor, como si la frase que acababa de pronunciar nos condenara de antemano: la implicación de que el horror tiene que vivirse en carne propia para poder darle sentido a las palabras; de que la vivencia del horror da cierta autoridad para convocar al significado, a los nombres, a los adjetivos, a las palabras. Un drama semántico: no puedes simplemente invocar el horror; tienes que vivirlo.


Tal vez entonces sea esa la necesidad a la que responde la épica del relato del estado-nación, con sus enemigos, terroristas pertrechados y anónimos, con su choque de civilizaciones, con su libertad siempre al borde del colapso, con su invitación a sentirnos perpetuamente amenazados: no busca persuadirnos de nada, sino apenas anunciarnos el horror en el que vivimos.


Nota:


1.Sobre estas menudencias físicas, puede el lector visitar tanto las ideas de Werner Heisenberg (quien enunció el principio de incertidumbre en 1927) como las ideas –acaso más accesibles– de Erwin Schrödinger, cuya paradoja del gato ilustra de manera impecable –en su versión no degradada– la forma en la que la realidad colapsa en el cumplimiento (y la interacción) de posibilidades.

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