Una idea venturosa
Hay ventajas objetivas, palpables, demostrables, que nos permiten pensar que la democracia es un sistema de gobierno que vale la pena. No me refiero solamente al discurso sobre los valores democráticos, sino a cuestiones mucho más tangibles: los países democráticos a lo largo de la historia han sido los que mayor crecimiento económico han tenido y los que mejor combaten la corrupción. En ningún lado se vive tan bien como en las democracias.
El Premio Nobel de Economía, Amartya Sen, señaló, sobre la base de la experiencia histórica india, que un sistema democrático puede lograr que se eviten las hambrunas en un país, cosa que no sucede cuando en ese país gobierna un sistema autocrático.
Además, la democracia permite a las personas vivir con libertad, cosa que resulta difícil o incluso imposible para quienes viven en regímenes dictatoriales. Esa libertad es la que nos permite desarrollarnos plenamente como personas, trazar nuestros propios planes de vida, abrazar o desechar las ideas y pensamientos que nos parezcan mejores, asociarnos con quienes nos venga en gana, mudarnos de casa periódicamente y expresar en voz alta lo que realmente pensamos. Es decir, la libertad que la democracia nos oferta a la postre nos permite vivir una vida mejor, con más sentido y con mejores opciones para nosotros y nuestros hijos.
Pese a las enormes ventajas que ofrece, el sistema democrático ha sido una rareza a lo largo de la historia. Durante la mayor parte del tiempo los seres humanos han vivido bajo el gobierno de dictadores, caudillos y autócratas de distinto tipo.
La idea del sistema democrático no se estabiliza con un cierto grado de consenso a nivel mundial sino hasta después la Segunda Guerra Mundial. Todavía durante el siglo XIX hubo una contestación fuerte en contra de los avances democráticos, lo que supuso que incluso en países como Francia se restaurara la monarquía. Y la primera mitad del siglo XX estuvo marcada por el surgimiento de los regímenes totalitarios en Italia, Alemania, Portugal, España y la URSS, ninguno de los cuales tenía la mínima afinidad con la democracia.
Es decir, no hace ni siquiera un siglo de que la democracia como idea o como propósito se impuso a las formas de gobierno rivales. Y por desgracia ya está comenzando a languidecer. La democracia se está empañando y sus resultados en la práctica no dejan contento a casi nadie.
Una buena idea y una mala práctica
Hay muchas razones que podrían explicar el declive de la democracia y su estado de progresiva descomposición. Una de ellas es el descomunal desarrollo económico de China, que ha puesto de cabeza el tablero geopolítico del mundo y que ha generado muchas adhesiones hacia su sistema político autoritario. En pocos años, China ha sacado de la pobreza a cientos de millones de sus habitantes y ha tenido un crecimiento económico con el que no pueden ni siquiera soñar varios de los países democráticos más prósperos del planeta.
Hay muchas personas que ven con simpatía al sistema político chino que ha gobernado con mano firme la apertura económica y ha producido relevos ordenados en la cúpula del poder. Los chinos han demostrado que saben tomar mejores y más veloces decisiones que, por ejemplo, los norteamericanos, quienes están siempre pendientes de los pequeños regateos políticos entre la Casa Blanca y el Capitolio.
Otra causa que quizá explica el declive democrático es el enorme poder que tienen los grupos de presión. En el congreso de Estados Unidos hay 20 lobbystas por cada congresista. Todas las industrias de tamaño medio y grande pagan sumas estratosféricas para hacer avanzar o para detener ciertas leyes que les pueden beneficiar o perjudicar. Las grandes corporaciones apoyan a candidatos afines mediante jugosas donaciones y emprenden campañas en los medios contra los políticos que no respaldan sus intereses comerciales. ¿Dónde queda el ciudadano en medio de esa maraña? ¿Qué poder real tiene la ciudadanía para opinar sobre una política pública si los congresistas viven rodeados por los cabilderos profesionales?
Por otro lado, la mecánica propia del sistema democrático, con sus elecciones cada dos, cuatro o seis años (o cada tres y cada seis, como sucede en México) parece ser enormemente lenta frente a la velocidad de un mundo hiperconectado a Internet, en el que cada día se hacen encuestas de opinión, se recogen firmas a favor de tal o cual asunto, se pasan millones de horas revisando Facebook, etcétera. Los habitantes del siglo XXI tienen frente a sí una autopista de la información que gracias a la masificación de la banda ancha avanza a mil por hora, frente a la rutina apática y demorada de las campañas electorales y de los votos, propia de todo régimen democrático. No parece ser una competencia muy equilibrada que digamos.
El caso mexicano, por ejemplo
Lo que llevamos dicho no es aplicable solamente a los países más desarrollados, sino que es un problema que tenemos ya frente a nosotros en México y que, si no hacemos algo con cierta velocidad, nos puede estallar en la cara.
Cada vez es más difícil encontrar personas que estén satisfechas y que piensen que la democracia funciona bien en México. El sistema democrático corre el riesgo objetivo de morir de inanición, debido a la escasa capacidad de las autoridades para elevar el nivel de vida de millones de mexicanos y traducir en mejoría económica las ventajas del pluralismo político. Los datos que anunciaba la Corporación Latinobarómetro a finales de 2013 deberían encender todas las alarmas, debido a la magnitud del deterioro democrático por el que está atravesando el país. Van algunas cifras, para ilustrar la debacle en la que estamos metidos.
Latinobarómetro estudió el apoyo hacia la democracia que la gente de América Latina manifiesta. Mientras que entre 1995 y 2013 ese apoyo aumentó 16% en Venezuela, 10% en Ecuador o bien 8% en Chile, en México ha retrocedido un 12%. Es decir, parece que vamos como los cangrejos.
37% de los mexicanos, según la encuesta de 2013, dice que da lo mismo vivir en una democracia que en un sistema autoritario y un 16% de plano prefiere un sistema autoritario. La democracia tiene pocos adeptos, como se puede ver.
Quizá el escaso apoyo que recibe la democracia depende del fracaso educativo en el que está sumido el país. En América Latina el 54% de quienes tienen apenas estudios de secundaria apoya la democracia; pero ese porcentaje se eleva hasta 70% cuando se trata de personas que cuentan con una educación superior completa. Es decir, a mayor nivel educativo, mayor compromiso y aprecio por la democracia.
Otro factor que posiblemente incide en el poco apoyo a la democracia es el bajo nivel de vida de muchos mexicanos, que en un porcentaje relevante siguen viviendo en la pobreza. Por ejemplo, durante 2013 el 55% de los mexicanos dijo haberse quedado sin dinero para comprar comida en los últimos 12 meses. Esa cifra en Brasil es de apenas 19%, lo que viene a reforzar la necesidad de estrategias que incrementen el acceso de la gente a alimentación, tal como lo ordena el artículo cuarto de nuestra Carta Magna.
Cuando se le pregunta a la gente si cree que la democracia es preferible a cualquier otra forma de gobierno, el 56% dice estar de acuerdo en América Latina en general, pero esa cifra baja hasta un escaso 37% en México, que ocupa el último lugar.
Con la afirmación “La democracia puede tener problemas, pero es el mejor sistema de gobierno”, el 79% de latinoamericanos dice estar de acuerdo. Pero solamente sostiene lo mismo el 66% de los mexicanos, lo que nos deja en el penúltimo lugar, apenas un punto arriba de El Salvador.
Es posible que el escaso apoyo a la democracia se base también en la desconfianza que sentimos hacia ciertos actores institucionales que están severamente desprestigiados. Por ejemplo, 45% de mexicanos piensa que puede haber democracia sin partidos políticos. Ése es el porcentaje más alto en toda América Latina. Además un 38% dice que puede haber democracia sin congreso, de modo que no les importaría despedir a todos nuestros diputados y senadores.
Por lo anterior, no sorprende (pero sí preocupa, y mucho) que solamente el 21% de mexicanos esté satisfecho con la democracia. Cuando casi el 80% de la población se muestra insatisfecho con una determinada forma de gobierno, significa que algo se está haciendo muy mal. Se trata de un problema severo que debe atenderse inmediatamente.
¿Qué hacemos?
El gran reto que tenemos enfrente todos -no solamente las autoridades o el gobierno- es hacer que la democracia funcione mejor y que los ciudadanos perciban que el gobierno de la gente sirve para elevar su nivel de vida. Todo lo demás que se diga queda en un plano puramente retórico. La democracia debe servir para hacer que las personas sean más libres, tomen mejores decisiones, estén mejor informadas, tengan acceso real a bienes y servicios, cuenten con protección para sus derechos, puedan aspirar a incrementar su nivel de vida, etcétera.
Nadie piensa que el sistema democrático sea una suerte de varita mágica que haga que países con grandes problemas, de pronto y sin esfuerzo, accedan al desarrollo. No se trata de ser ingenuos. Pero sí creo que debemos ser suficientemente exigentes como para no dejar que el discurso democrático se agote en la celebración de elecciones periódicas y en la rotación de los partidos en el poder. Eso es de una mediocridad increíble y su único efecto es nutrir las bases de quienes prefieren el autoritarismo. Hay que aspirar a tener una democracia de calidad, que permita que todos tengan las mismas oportunidades para trabajar y vivir mejor. De eso se trata, y no de otra cosa.