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domingo 06 octubre 2024

La lengua española y el universo

por Juan Gossaín

En este preciso momento, 48 millones de personas están aprendiendo español en Europa y Asia, la Universidad Africana de Tanzania acaba de crear su escuela para la enseñanza de nuestra lengua, se anuncia que a finales de año circulará en Pekín el primer periódico diario escrito en castellano y Estados Unidos se ha convertido ya en la quinta nación de habla hispana más grande del mundo.

Sin embargo, como este Congreso de la Lengua se celebra bajo la convicción de que la diversidad nos une, según lo pregona la consigna de su convocatoria, y a riesgo de hacer aquí el papel de aguafiestas, empiezo por formularme esta pregunta: ¿la diversidad nos une o nos fragmenta?

En su diccionario de sinónimos, el gran Roque Barcia advierte, con un énfasis casi premonitorio, que la diversidad lleva implícitos sus propios peligros, hasta el punto de que puede convertirse, incluso, en una negación de la identidad. Cualquiera que tenga una computadora se siente tentado a creer que en este mundo globalizado, sin fronteras ni distancias, el lenguaje también se ha convertido en una mercadería de corretaje, como las camisetas de algodón que provienen de China o los cachivaches sonoros que fabrican en Japón. Los antiguos linderos que fijaban límites entre diverso y disperso son cada día más borrosos.

En la lengua castellana de estos días que corren, diversidad podría ser el nuevo nombre de la torre de Babel. La diversidad, tan seductora como suelen serlo las palabras femeninas, no sólo es engañosa sino paradójica: por cuenta suya un turista madrileño entiende mejor lo que le dicen en el mostrador de un hotel de Miami que en el aeropuerto de Caracas.

Los crucigramas que se publican en Buenos Aires son incomprensibles en Bogotá. En Lima existe una academia musical dedicada a traducir a su vocabulario de capital andina las letras de las rumbosas canciones bailables que llegan del Caribe.

Lo cierto, aunque duela admitirlo, es que cada vez nos comprendemos menos, como dice con desazón y lágrimas el célebre bolero. En la azarosa ruleta del idioma, hay una palabra americana que viene a ser la prueba reina como anillo al dedo: me refiero a la palabra jíbaro. Si bien en Puerto Rico define al campesino blanco, en México –por el contrario– es el descendiente de las primeras formas de mestizaje, en Panamá es un sombrero de paja, en la Colombia de estos tiempos turbulentos es el vendedor callejero de narcóticos, en Ecuador no han podido descifrar si jíbaros son, por fin, los individuos de esa tribu indígena a la que se atribuye el privilegio mitológico de reducir cabezas, o el idioma que hablan, o ambas cosas. Como si no bastara con semejante muestrario de diversidades, Alario di Filippo agrega, en su incomparable lexicón, que estar jíbaro era la expresión original que se empleaba en ciertas regiones colombianas para describir al que quedaba saciado de comida.

La palabra circula de ordinario en nuestros mares y montañas, en pueblos y ciudades, en novelas y poemas, en cantares de regocijo y en la jerigonza de antropólogos y narradores deportivos. Por eso, un anónimo diletante americano, hijo díscolo de la lengua, resuelve darle gusto a su obsesión enfermiza por rastrear la verdad del idioma, desempolvando etimologías. Acude, en consecuencia, a la autoridad suprema, el padre que pone orden en su prole, el tribunal sagrado, el decálogo de la ley de Dios, la corte celestial que dirime nuestras dudas: el Diccionario de la Real Academia Española, el libro que lo sabe todo, según escribió García Márquez.

La calamidad sobreviene cuando uno descubre, desconsolado, que el mamotreto divino comienza sus definiciones de jíbaro con esta frase: “Palabra de origen incierto”. Confieso que me sentí tan desvalido como un huérfano y que tuve ganas de sentarme a llorar.

Ésta es, en síntesis apretada, mi diatriba contra la diversidad. Me dispongo a asumir ahora su defensa, porque Platón me enseñó que el universo no es más que una provocación permanente y un diálogo inagotable entre pensamientos contrarios. De la vida también he aprendido, en lo atinente a la historia de la lengua española, que la verdad completa puede armarse con pedazos de verdades diferentes.

Yo sé que el lenguaje es vivo y palpitante, que no tolera camisas de fuerza ni ataduras, que camina sin zapatos por la calle, que los muchachos lo transforman diariamente en los salones de clase y en la penumbra de las discotecas, que las vivanderas del mercado público y el campesino que viene cada mañana a regatear con ellas el precio de los bastimentos hablan como hablaba el Arcipreste de Hita, y que los músicos andariegos inventan palabras a la medida de sus amoríos. El idioma son ustedes, los académicos, pero la lengua es el pueblo. A ello se debe, como ocurre con los motores en marcha, que al lenguaje no sea posible darle reversa porque está en movimiento perpetuo y se corre el riesgo de romperle la caja de velocidades.

Así se formó el temple de nuestro idioma. Rufino José Cuervo, el gran filólogo colombiano, patrimonio de su gente y de su tierra, el hombre que escribió su propio diccionario, sostenía que “la lengua es la patria”, aforismo que se convirtió desde entonces en el lema de la Academia Colombiana. Don Quijote, a su turno, tenía razón cuando le explicaba al escudero que el único poder auténtico sobre la lengua lo tienen el vulgo y el uso. Cometo la insolencia de juntar por un instante a Cuervo y a Cervantes para repetir, con un pedazo de la verdad de cada uno, que la lengua es el pueblo. No es gratuito que quienes en el siglo XI se atrevían a hablar el romance llano de Castilla, todavía balbuciente, fueran calificados de “rústicos” por los refinados señores de las academias latinas.

Como se me ha pedido que exponga algunas reflexiones sobre el carácter universal de la lengua española, no tanto en sus dimensiones geográficas como humanas, es mi obligación decir que hasta hoy no encuentro razones válidas para pensar que la diversidad lingu%u0308ística nos haya enriquecido; pero estoy seguro, en cambio, de que acabará enriqueciéndonos, en cuanto seamos capaces de difundirla y de comprenderla, haciéndola provechosa para todos los hablantes del castellano.

Sueño despierto con la mañana de un domingo soleado en que podamos ver a los académicos de la lengua, como si fueran la versión electrónica de la juglaría medieval, sentados en las plazas de los pueblos y en los ventorrillos del camino, con un computador inalámbrico en las piernas, explicando ante un auditorio de labriegos la diferencia entre un soneto y una décima y la forma correcta de conjugar los plurales del verbo haber. Ya sé que soy un idealista incorregible de engañosa catadura: me parezco a Sancho Panza pero pienso como Don Quijote. Lo que recomiendo, en resumidas cuentas, es que asumamos la diversidad como un desafío, preparándonos para compartirla y disfrutarla, ya que disponemos, como nunca antes en la historia humana, de las formidables posibilidades que abren ante nuestros ojos la tecnología moderna, el apogeo de las nuevas disciplinas académicas y los medios masivos del periodismo.

Ésa es la almendra de mi propuesta en esta ponencia. Es decir: mi proponencia. Solicito que este congreso internacional sea el punto de partida de una difusión entusiasta, pero también moderna, de las diversidades universales del idioma. Allí afuera, en medio de la calle, nos aguardan las maravillas cibernéticas, los milagros cotidianos de Internet, el satélite insaciable que titila en el cielo como un lucero, los adolescentes que tienen en la mirada el destello verde de las pantallas galvanizadas, que es el mismo color verde que despiden las naves espaciales. Sabemos que esta lengua bella pero dispersa, tan abundosa como abundante, según decía Borges, es la mejor herencia que nos dejó España y que América la ha retribuido con largueza; sabemos que ya es el segundo idioma en Malasia y el de mayor expansión en el mundo.

Ya sabemos, en fin, que jíbaro es al mismo tiempo un indio, un mestizo, un blanco, un idioma, un sombrero, un vendedor de marihuana y un hartazgo de comida. Lo que necesitamos es saber su origen y en dónde estaba acuclillado el primer nativo desnudo que musitó una palabra tan sonora entre la espesura húmeda de la selva.

Con la intención de darles a estos comentarios un marco de referencia que los vincule a la realidad, pido desde ahora que nos acojamos a aquellos adagios de la picaresca según los cuales la justicia entra por casa y el escarmiento comienza en cabeza propia: que el Instituto Caro y Cuervo de Colombia reanude la titánica tarea de seguir publicando los vocabularios particulares de cada nación de la América española, emprendida por nuestro inolvidable compañero Ignacio Chávez, a cuya memoria rindo desde aquí el homenaje emocionado de cuantos hablan español en los confines del planeta.

Ha llegado la hora de irse de la boca, como decía Garcilaso, en la nueva empresa de propagar por los caminos de la Tierra la singular variedad de nuestra lengua, de vigorizar las relaciones familiares entre las academias, de entablar acuerdos pedagógicos con escuelas y universidades, de acceder a las páginas de Internet, de volver profusa la circulación del afortunado Boletín de español urgente que distribuyen entre la prensa de su país la Real Academia Española, la agencia de noticias EFE y los patrocinadores bancarios. Lo recomendable sería que cada academia americana pudiera repartir ese mismo boletín entre la prensa de su respectivo país, anexándole unos suplementos lingu%u0308ísticos y gramaticales de índole nacional, e intercambiándolo con las demás del continente.

Los orígenes tradicionales del español, con su sustento latino, griego, árabe y americano, han sido rebasados en los últimos años por el lenguaje propio de las tecnologías, por el dialecto impenetrable de las ciencias, por el glosario refrescante de los jóvenes, que ahora llaman calceto al amigo que incumple una cita, y hasta por la germanía de los delincuentes que en el caso de Colombia han impuesto un léxico nuevo, que ya se volvió común, con términos tan innovadores como traqueto, lavaperros, paraco y guerrillo.

A ellos se suman el bombardeo incesante de los blancos europeos que poblaron a Chile, Argentina o Uruguay; el resurgimiento de los aborígenes de México, Ecuador y Bolivia, que están recuperando el pasado a través de la posesión de la tierra pero también de sus dialectos ancestrales, y el aporte inextinguible de los negros que se revolvieron con damas inglesas, petroleros holandeses y cocineros chinos en este caldero de razas que es el Caribe. Aquí mismo, en la ciudad invicta de Cartagena de Indias, la comunidad africana de San Basilio de Palenque, un corral amurallado de estacas en el que se refugiaron con sus hijos los esclavos insurrectos, acaba de publicar el primer diccionario español de la lengua palenquera. Lo hicieron sin que se percataran los académicos, recogiendo monedas en la calle para pagar la edición.

Lo que quiero decir es que en estas costuras del mundo el idioma se reinventa todas las mañanas. Asistimos a su refundación en un aquelarre irrefrenable. Es el fenómeno que la escritora uruguaya Mercedes Vigil describe con acierto como “el nuevo mestizaje de la lengua”. Las palabras anochecen pero no amanecen y desaparecen con una velocidad sólo comparable a la de aquellas que las desplazan. El maestro Jorge Zalamea descubrió, hace ya muchos años, que las palabras son tan poderosas que tienen la costumbre de devorarse a sí mismas. Son autófagas. (Autófago no figura en el diccionario. Lo acabo de inventar yo.)

En esa orgía de la palabra los americanos somos pioneros y heraldos. La nave capitana está lista para zarpar de nuevo, pero ahora a la inversa, de aquí para allá, de Guahnaní hacia Palos de Moguer. La prensa es nuestra mejor compañera de viaje porque la prensa hace entre la gente pedagogía del idioma, para bien o para mal. El lenguaje de los medios de comunicación tiene entre la masa un valor sacramental. Don Juan Grillín, poeta festivo de alto vuelo, sostiene que si la Real Academia “pule, fija y da esplendor” al español, los medios de comunicación son su verdadera caja de herramientas. La prensa es el lenguaje activo. María Camila Morales, una joven reportera colombiana, ha observado que por culpa de un producto cosmético llamado “Aliser”, de aplicaciones capilares, ya en los salones de belleza el cabello de las señoras no se alisa, como antes, sino que se alisea.

En aras de la cruzada que propongo, y para usarlas a favor de la causa, hay que establecer un vínculo estrecho y apremiante con las empresas de información, impresas y sonoras, pero en especial con los medios electrónicos, como la televisión e Internet, que son tan atractivos para los nuevos ciudadanos, para resolver las dudas de periodistas y receptores, para divulgar los nuevos léxicos, para facilitar la comprensión de reglas gramaticales, para que las gentes sepan si en el frenesí noticioso de esta época, talibán tiene por fin un plural o no lo tiene.

Es una operación de comandos que nos compete a todos. Porque si la lengua es el pueblo, entonces la lengua somos nosotros. Sólo en ese momento, cuando lo hayamos logrado, el señor Cuervo tendrá la razón por completo: nuestra patria será el universo porque nuestra lengua será universal. Acudo a la benevolencia de este auditorio para que se me perdone que concluya con unas divagaciones de la pura entraña personal. Así, en tono menor, de una manera hogareña y coloquial, como si estuviéramos conversando en la sobremesa del comedor, declaro a mucha honra que soy hispanohablante de primera generación. Mi padre era un cristiano fenicio que llegó a Colombia procedente del otro costado del planeta. En materia de lenguaje no sabía de la misa la media ni había visto jamás una sola letra en castellano, aunque fuera una humilde vocal, y ni siquiera podía decir “gracias” o “adiós”.

Rompiéndose la cabeza contra los duros arcaísmos del Cid Campeador, en la memorable edición preparada por Menéndez Pidal, se gastó setenta años para descifrar los misterios de unas palabras que no eran suyas pero las hizo suyas hasta la muerte. Estoy convencido de que en este recinto son pocos los que pueden decir, como yo, que estrenaron adverbios con su padre y que aprendieron a leer juntos las coplas de don Jorge Manrique. Ustedes están aquí por amor al idioma; yo estoy, además, por gratitud.

Quién iba a imaginarse que su hijo sería alguna vez académico de la lengua y que lo invitarían a hablar ante los doctores de la santa madre iglesia del idioma. Tengo una pecaminosa sensación de orgullo que no puedo ni quiero disimular. Es el único título de honor que yo reclamo, aunque lamento que él no se encuentre aquí para que podamos compartirlo.

El día en que los organizadores de este congreso me pidieron que preparara una ponencia sobre el español como lengua de comunicación universal, no tuve que ponerme en el trabajo de consultar estadísticas heladas sobre sus 400 millones de hablantes. Me bastó con recordar a un anciano libanés huesudo y calvo, de pómulos salientes y facciones angulosas, que cojeaba a causa de una fractura, tras el mostrador de su tienda en un pueblo sofocante del Caribe, que como si fuera poco se llama San Bernardo del Viento. Apoyándose en el bastón vendía telas floreadas y bolsas de café mientras recitaba con voz casi imperceptible, para paladear el placer de oírse a sí mismo, como quien saborea un helado, el soneto que Quevedo dedicó al polvo de unos huesos que seguían enamorados más allá de la muerte.

Si eso no es el universo, entonces yo no sé qué diablos será.

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