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jueves 26 diciembre 2024

La sensibilidad como territorio

por Roberto Alarcon Garcia

En general –y como un razonamiento más bien reciente en la historia humana, producto de la industrialización y del advenimiento de la sofisticación tecnológica– las personas solemos oponer a lo mecánico, a la respuesta automática, a la producción en masa, a la artificialidad, a la “frialdad matemática” y a otras caracterizaciones que hacemos de los resultados del “hacer maquinal”, una idea que, creemos, le es exclusiva a la vida y a lo vivo: la sensibilidad. Es decir, el “hacer” que resulta de la experiencia del mundo a través de los sentidos, su entendimiento y su combinación en el sensorio: “el hacer sensible”. Y solemos identificar a ese “hacer” con su resultado cognoscible: el lenguaje y sus resultados más complejos e intrincados (el arte, la ciencia, el talento) son la prueba de nuestra condición de seres vivos, sensibles, creativos. Por supuesto, este mismo razonamiento sensible nos lleva a los lindes de lo excesivo, lo innecesariamente complejo, lo innatural, lo sofisticado (el arte, la ciencia, el talento), que son capaces de cualquier extremo con tal de salirse con la suya.


Resulta imposible no pensar en el sensorio como en el ámbito donde se verifican la mayor parte de las contradicciones de la vida y de los vivos. Estamos en tensión constante con el mundo justamente a través de los sentidos; solemos pelearnos principalmente con nuestra experiencia previa, con la verificación que de esa experiencia hacen nuestros sentidos, con la memoria que el sensorio retiene por desgaste o acumulación; y nos peleamos con ello a pesar de ser la única forma verificable de nuestra presencia en el mundo. La sensibilidad es la fragua de la contradicción.


Pero visto fríamente el ámbito de lo sensible tiene como principal función, probablemente como única función, arrojar datos que puedan después ser utilizados para tomar decisiones y/o para articular el lenguaje. Este sofisticado mecanismo de verificación del mundo cognoscible es al mismo tiempo una de las herramientas más finas para el pulimento de la inteligencia (los seres humanos solemos confundir la sensibilidad con la inteligencia, aun cuando la historia nos haya mostrado que no siempre funciona así y que muchas de las conclusiones a las que llega la mente más aguda suelen ser, por decirlo de algún modo, francamente “insensibles”; si es que eso existe) y una de las herramientas que más claramente arroja resultados desconcertantes, bobalicones, terribles, que a veces rayan en la estupidez suicida. A la vez que el sensorio nos mantiene al tanto de las condiciones hostiles o favorables de la realidad, del mundo que nos rodea, y suele ser una guía confiable de nuestras acciones y nuestra volición general, también nos confunde con ideas engañosas, con lecturas subjetivas, con entrecruzamientos imposibles, con certezas que desafían cualquiera de las formas del sentido común. Ya sea que nos guíe a protegernos de la intemperie o a creer en fantasmas y en seres superiores, el sensorio nos permite a todos una experiencia más o menos parecida del clima y de sus cambios veleidosos. No resulta pues raro que una de las formas más reconocibles de la “locura” –que es, por otro lado, más una conclusión ideológica que un razonamiento verificable, como bien ilustró Foucault– sea la de una desviación sostenida de la información del sensorio, una lectura atroz de los estímulos; ya sea voluntaria o accidental, ya sea inasible o ex profeso.


Es por eso que no estamos necesariamente obligados ni acostumbrados a confiar a ciegas en la sensibilidad ajena, en la experiencia del sensorio del otro; y probablemente sea lo mejor. De hecho la mente, entrenada en la adjetivación y la sustantivación indiscriminadas, ha acuñado la idea de “la sensiblería”, “lo sensiblero”, para responder a esa necesidad, impuesta por la ambición o la falta de talento, de “movernos fibras”, “apretarnos botones”, “revolvernos las tripas” o, dicho de otro modo, estimular referentes sensibles ya sea para llevarnos a la conmoción, a la indignación, al llanto, a la justificación de atrocidades –literarias o de las otras– o a cualquier otra respuesta inducida por el uso implacable del golpe bajo como razonamiento a priori. Sea que la sensiblería venga de los poderes fácticos en la forma de teletones o de cualquier otro discurso asistencialista, sea que venga de escritores menores relatándonos el infortunado encuentro con su propia falta de imaginación o de pericia, sea que venga de los corazones sensibles que se ocupan de los problemas del mundo a gritos y golpes de pecho, la sensiblería suele disparar en la mente una incomodidad automática, un rechazo visceral, regulado únicamente por la impermeabilidad que nuestra experiencia empírica nos haya obsequiado respecto al tema en cuestión y respecto a los recursos narrativos de la manipulación en turno.


Por supuesto, nadie está exento de ser atrapado en los lindes de la sensiblería ni de caer en ella al articular un discurso, y es por eso que la hay para todos los temas, para todos los gustos, para todas las causas; es por eso también que todos, en algún momento, nos hemos hallado “injustificadamente” conmovidos, tocados, por algo que de otra manera (articulado de otra manera, se entiende) nos habría pasado completamente desapercibido.


La sensibilidad es, en todo caso, un mapa de la experiencia humana y de sus implicaciones o resonancias. Delimita el saber tanto como el hacer, en la medida en la que los datos que arroja sobre el mundo son acumulables y utilizables en la forma del pensamiento y de la acción. Pero, al mismo tiempo, es un mapa de resonancias hacia fuera, de ecos recibidos y/o ignorados, de susceptibilidad y devolución. Denota al mismo tiempo intencionalidad y dirección, accidente y habitus (en el sentido amplio de Bordieu, no en sus acotaciones posteriores). La sensibilidad acusa fronteras entre lo importante y lo banal, dibuja una línea no tan imaginaria entre lo que nos motiva a reaccionar y lo que nos está de más en la experiencia del mundo. La sensibilidad nos hace territoriales y es, per se, un territorio.


En un sentido estrictamente semántico, reducir el territorio a una definición geográfica es despojarlo de su sentido primigenio, profundamente experimental: el mundo cercano, verificable con nuestros sentidos en una relación de dependencia, empatía y constitución, es nuestro territorio. Esta relación no es exclusiva de los pueblos originarios (con quienes, en todo caso, es más obvio y fácil identificarlo, sobre todo en la caracterización del territorio como derecho político) sino con toda la experiencia humana: más allá de las relaciones de dominio, la territorialidad es intrínseca a la naturaleza de lo vivo y a las consecuencias del entendimiento a través de los sentidos.


El territorio es una delimitación únicamente justificada por una relación verificable en el sensorio. Una delimitación sensible. Es posible que su comprobación más acabada sea un razonamiento per negationem: no hay nada que acuse más los límites de nuestro territorio que cuando éste es invadido, cuando es negado por la sensibilidad (a la que automáticamente llamamos “insensibilidad”) de otro. Puede usted imaginarse guerras fratricidas o la sensación de incomodidad profunda cuando se encuentra con la puerta meada por un gato; lo cierto es que ante la invasión de nuestra experiencia sensorial reaccionamos hostilmente, sacamos los colores (expresión que en los barrios bajos de mi infancia significaba mostrar los tatuajes para identificarse en una riña) y nos ponemos irremediablemente a la defensiva.


Quizás sea también por eso que ante la posibilidad de máquinas con un sensorio propio nos movemos inmediatamente a los terrenos de la incredulidad o la negación. ¿Cómo podríamos simplemente renunciar a esa naturaleza exclusiva que nos ha hecho siempre únicos, un milagro de la naturaleza, criaturitas de dios?


Lo cierto es que en la evolución de la máquina ha habido un camino certero hacia la sensibilidad, hacia el extrañamiento y la confrontación con la naturaleza humana, hacia el juego de los espejos: un camino que nos ha llevado de la representación de lo divino a través de la máquina a la representación de la mente, del ánima, a través de la forma actualmente más acabada del microchip: El Sensor.

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