Varias son las explicaciones objetivas y pocos los argumentos.
Ciertamente la producción de contenidos en formatos más ambiciosos reclama recursos escasos en los medios comunitarios: productores comprometidos con los temas, capacitados en producción, locución y edición, tiempo de preproducción, cabinas de grabación y, quizá de manera determinante, honorarios necesarios porque la producción radiofónica no es la actividad económica principal de los radialistas, lo que determina que, por grande que sea su compromiso con las causas que enarbolan, le dediquen menos tiempo del requerido para la producción óptima de contenidos para las estaciones.
En consecuencia, un gran número de los programadores y locutores comunitarios son voluntarios impulsados por sus personales habilidades expresivas y aficiones musicales. Pero éstas, lo mismo que el apego al formato en cuestión, han sido moldeadas por la mismísima radio comercial. No se puede evadir el hecho de que antes de ser radialistas, antes aún de aprender siquiera a escribir y hasta de hablar, todos somos consumidores de medios masivos de comunicación, que en las comunidades, como en las ciudades, son éstos los que han moldeado el gusto primario de la mayoría de los mexicanos, que estos radialistas no solamente no son la excepción, sino que además, su gusto y aficiones radiofónicas se gestaron en ausencia, incluso, de radios culturales, mucho menos de alternativas comunitarias, que les permitieran matizar sus preferencias auditivas y, por tanto, su visión creativa como productores.
En los muy excepcionales casos que estos programas incluyen contenidos “alternativos”, el empleo de este formato se escuda con el argumento de ser propicio para “filtrarlos”, pero no logran evadir el que les es común a todos los radialistas: el gusto de la gente. Argumento que plantea un falso dilema ético: ¿debe la radio comunitaria dar gusto a la gente, satisfacer un gusto más bien enajenante? La obvia respuesta de sentido negativa no niega matizar la importancia de promover la mayor exigencia del gusto de la audiencia por contenidos y formatos de mayor calidad mediante la producción con estéticas propias, acaso arriesgadas o innovadoras, incluso tradicionales, pero siempre diferenciales.
Otra motivación, menos consciente, parece estar presente y tener el mismo origen: el temor a perder o el interés en ganar audiencias mayoritarias: el rating. Tendrían ante este móvil, que oponerse la realidad y los efectos posibles de la comunicación comunitaria: en todo el mundo, en cada plaza, la radio comercial tiene las mayores audiencias por sobre las emisoras culturales y públicas, nunca en la historia ha sido diferente. ¿Por qué entonces habría que aspirar a ser “líderes de audiencia”? El natural público meta en lo comunitario es minoritario, crítico y, en el mejor de los casos, cuando la semilla de los contenidos germina en los más sensibles radioescuchas, puede aspirar a la generación de nuevos liderazgos comunitarios. Esos son sus límites de audiencia, pero también su valiosa función y potencial sociales.
El debate de esta realidad es apenas incipiente en el medio comunitario. A las radiodifusoras que transmiten con estos formatos se les ha dado en llamar “las rocolas”. El ejercicio autocrítico viene bien y a tiempo. Los derechos de las audiencias hacen posible su reclamo por formatos de tan pobre calidad y de naturaleza y objetivos ajenos al perfil programático propiamente comunitario. Permitirá incluso, desenmascarar a las estaciones falsamente comunitarias. Este recurso de producción no es propio de lo comunitario, lo propio sería criticarlo; su prevalecía en el tercer sector ofrece argumentos válidos a sus detractores, antagonistas y enemigos. Su discusión no debe, sin embargo, distraer la atención sino centrarse en lo esencial del derecho a comunicar en equilibrio con los derechos de las audiencias.
Así las cosas, las radios comunitarias no tendrían por qué estar privilegiadamente en el gusto mayoritario de la gente, sino en su mente. No están para gustar, sino para servir.