De por sí, ya había un intenso debate sobre la influencia que pueden llegar a tener las redes sociales en los procesos electorales en el mundo, particularmente en el que se avecina en México en 2018. De por sí, un tema recurrente en el intercambio público reciente era el de las llamadas Fake News como una estrategia premeditada para influir en la opinión de un sector del electorado. De por sí, las redes venían marcando buena parte de la agenda pública y, de pronto, surge el escándalo de Cambridge Analytica y Facebook por el uso de datos personales para influir en la elección de Estados Unidos y en el voto por el Brexit.
Además, Cambridge Analytica reconoce haber participado en al menos otras decenas de procesos electorales incluyendo, entre otros países, a México, sin especificar aún para qué partido y en qué proceso electoral fueron contratados.

Precisamente, Cambridge Analytica basaba su estrategia en la generación de Fake News que buscaban influir (y al parecer lo lograron) en el comportamiento de una franja del electorado, a partir de datos recabados con la plataforma de Facebook.
Explico un poco más. Todos los usuarios de Facebook tenemos acceso a una plataforma que, en la mayor parte de sus funciones, es gratuita. Sin embargo Mark Zuckerberg es hoy uno de los hombres más ricos del mundo. ¿Cómo lo logra? Precisamente a partir del acceso a datos personales de los usuarios de su plataforma, los cuales usa para vender publicidad mediante campañas direccionadas que hoy son más baratas y a la vez más eficientes para las diferentes marcas comerciales.
Me explico a mayor profundidad. En los medios tradicionales, si yo poseo un restaurante y me anuncio, éste será visto por personas que probablemente no viven en la zona en que estoy y que tienen, tal vez, afición a productos distintos a los que manejo en mi carta, por ejemplo. Esto hace que una buena parte de mi publicidad no llegue al público adecuado, pero de todos modos deba pagarla.
En Facebook no es así. Mediante un estudio de los lugares que frecuento, mis hábitos de consumo, el tipo de sitios (tanto físicos como virtuales) que visito y otros factores, direccionará hacia mí publicidad que, potencialmente, me será atractiva, entregando mejores resultados a sus anunciantes.
Lo mismo, en teoría, sucedería con la política, en donde se pueden detectar mis aficiones y simpatías, el lugar en que vivo, mi edad y otros elementos que permitan mandar publicidad segmentada.
Esto, en un inicio, no es incorrecto. Si alguien es candidato a una alcaldía, será importante para él que su publicidad llegue prioritariamente a habitantes a los que va dirigido y que pueden votar por él, eso será más eficaz que millones de impactos en personas que no pueden, aunque los convenza, otorgarle su voto.
Lo mismo pasa con la segmentación por edad o gustos, pues puedo crear anuncios dirigidos hacia un voto joven y otros hacia un voto más maduro, por ejemplo, y que lleguen específicamente a cada uno de ellos.
El problema es cuando, por un lado, se accede a información mucho más profunda sin autorización de la gente a la que pertenece y, por otro, cuando se utiliza para crear noticias falsas que manipulan al electorado a partir de emociones para orientar su voto.
Esto evidentemente constituye un atentado contra la democracia y la libre elección de los ciudadanos, y pone en riesgo la calidad de las contiendas electorales. Lo anterior no debe llevar, desde mi punto de vista, a una sobrerregulación para los usuarios de las redes sociales, aunque por supuesto que también deben cumplir las leyes que a todos nos rigen, pero sí prende un foco rojo intenso para legislar y someter a reglas claras dentro de cada país a los grandes monopolios de dichas redes y las empresas que se sirven de la información que éstos generan, de manera que sean sujetos punibles ante la violación de las leyes que se deben cumplir en cada territorio.

Por otro lado está el papel que jugamos quienes hacemos campañas al interior de las redes sociales para tratar de elevar el nivel del intercambio público, pero ese mismo estará siempre determinado por los hábitos de consumo de las audiencias.
Es decir, para tener una mayor calidad en los contenidos que entregan los candidatos y sus estrategas en las redes sociales, una parte fundamental estará en los contenidos que soliciten los consumidores que hay dentro de dichos espacios.
En la medida en que sea más exitoso un tema musical pegajoso que la comunicación de propuestas políticas y las formas en que habrían de materializarse, habrá pocos incentivos para que candidatos, partidos y cuartos de guerra generen contenidos profundos y será siempre más atractivo para ellos apostar a lo superfluo.
De la misma forma, en la medida que los usuarios visitemos con frecuencia sitios de Internet con titulares alarmistas que, por lo general, reflejen noticias falsas, en lugar de buscar los espacios que someten a una revisión meticulosa la calidad de la información que difunden, habrá sin duda una proliferación de aquel tipo de sitios y serán pocos los que le apuesten a ser cuidadosos con la calidad y veracidad de las notas que comparten.
Las redes sociales tienen hoy una potencialidad impresionante, en la medida que permiten que el ciudadano común sea capaz de crear contenidos de impacto masivo con herramientas de bajo costo y fácil acceso.
Tienen también la facultad de enlazar una comunicación multidireccional que permitiría a candidatos y partidos no solamente transmitir mensajes, sino estar atentos a las demandas de la ciudadanía y escuchar a aquellos que se pretende representar, construyendo procesos más horizontales y democráticos, pero ello depende, sin duda, de que los ciudadanos que usamos las redes lo exijamos a los actores políticos y que estén dispuestos a ser parte de este intercambio que les quita en mucho el blindaje de los escenarios cómodos y prefabricados.
Así, pues, hoy las redes no son ni la panacea ni la caja de Pandora que muchos quieren plantearnos, sino una herramienta que depende fundamentalmente del uso que se le brinde.