Crecí en un periódico, en aquellos tiempos de máquinas Remington enormes que salían de su escondite en los escritorios reversibles para ser aporreadas por reporteros frenéticos, presionados en una redacción que vivía atada a los tiempos del taller, donde los linotipos invertían en líneas de plomo los textos para formar las planas en galeras de las que salían las pruebas finas para la corrección última, antes de ser prensadas para sacar las matrices de cartón, moldes para medios cilindros, de nuevo de plomo, que se montaban en la rotativa para finalmente imprimir los ejemplares del diario.
No sé si se trataba de una excepción, pero en aquel periódico se tenía un especial cuidado en el español con que se escribía. Tal vez porque ahí colaboraban hombres con plumas tan refinadas como José Alvarado, José Revueltas o Rodolfo Dorantes; el hecho es que en El Día de aquellos tiempos, una habilidad asociada al oficio era escribir con buena gramática y con un vocabulario rico. Ahí adquirí mi pasión por el idioma bien escrito, por la sintaxis pulcra, por la construcción limpia de oraciones. Mi padre, que durante años fue subdirector y finalmente dirigió aquel intento de periodismo intelectual, consideraba su tarea como un ejercicio literario, no como simple transmisión de información.
Y es que en México existía una tradición de periodismo bien escrito: Guillermo Prieto, Francisco Zarco, Vicente Riva Palacio en el siglo XIX. En la primera mitad del XX muchos continuaron con la escritura periodística concebida como un género. Sin embargo, poco a poco, como la humedad, la catástrofe educativa fue penetrando en el periodismo mexicano; llegó también la influencia de la prensa de Estados Unidos, con sus construcciones sintácticas propias del inglés y simplemente la preocupación por escribir bien se olvidó.
La televisión ha hecho también lo suyo para destrozar al español con el que se comunica en México. Antes, en los tiempos heroicos de la radio, los locutores, para serlo, tenían que presentar un examen para obtener su licencia. Se trataba de saber si quienes iban a estar ante un micrófono y serían escuchados por millones de personas tenían los conocimientos necesarios de español y de, al menos, la pronunciación de diversos idiomas. También los comentaristas debía certificar sus conocimientos.
Poco a poco, como todo en el sistema de certificación mexicano, la licencia de locución o la de comentarista se fueron convirtiendo en meros requisitos formales, sin contenido real.
Hoy la catástrofe educativa se refleja cotidianamente en los medios escritos y electrónicos. El español es sustituido por esa jerga que he dado en llamar mediatiqués, una media lengua inconexa de precaria sintaxis, ignorancia profunda de la conjugación de los verbos, martirio de la pronunciación de otras lenguas y precaria concordancia, para no hablar de la horrible prosodia de los locutores gritones que se pretenden líderes de opinión.
Lo terrible del asunto es que no sólo los medios comerciales, que confunden la vulgaridad con la popularidad, machacan cotidianamente la lengua y la convierten en un mazacote ininteligible. También en los medios públicos, supuestamente culturales, el idioma es despreciado y sufre de la ignorancia de redactores, lectores de noticias y comentaristas. Todo reflejo de una educación básica en situación desastrosa.
De ahí que se haga necesario un observatorio del lenguaje que se usa en los medios de comunicación mexicanos, pues es el que se va convirtiendo en el habla cotidiana de los mexicanos, pues la SEP simplemente ha renunciado a su tarea formativa, secuestrada por el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, dueño de la carrera de los profesores, a la que ha convertido en un sistema de disciplina y lealtad política y sindical en lugar de un mecanismo de ascenso basado en el mérito académico y profesional.
Ése es el sentido de esta columnita que comienza en etcétera. Un mirador crítico que señale los vicios más frecuentes que empobrecen al habla y la escritura de este país.
El primer ejemplo que quiero tomar es el verbo iniciar. Antes las series empezaban, comenzaban o principiaban, lo mismo que las campañas, o los actos todos ahora convertidos en eventos, por más planeados que sean. Ahora todo inicia. Lo lamentable no es sólo la desaparición de las otras formas de expresar el comienzo de algo, sino que los modernizadores simplemente han despojado al verbo iniciar de una de sus características idiomáticas relevantes: se trata de un verbo transitivo y pronominal, por lo que las cosas no inician sino que se inician o alguien las inicia, a diferencia de comenzar o empezar o principiar.
Pues el error, producto de la pésima formación gramatical de los egresados de las escuelas mexicanas, se ha vuelto una muletilla de todo locutor que se precie de serlo. De hecho, pareciera que lo dicen como signo de elegancia. Por supuesto, los gritones de Televisión Azteca o los pacatos de Televisa, pero Canal Once incluso usa la forma errónea en los anuncios de cambio de programación y lo repite una y otra vez su presentadora estrella de noticias.
Otro caso reiterado de mala formación idiomática es la incapacidad de reporteros y locutores para entender que primer es masculino y que en femenino se dice primera, lo mismo que tercera. Pues nada, que esa diferencia resulta incomprensible. Ahí están los locutores de deportes del canal 28 repite que repite que la primer semana, que la primer regla. Y no son la excepción. La diferencia de género de las palabras no la entendieron en sus lecciones de cuarto de primaria.
Valgan estos dos primeros ejemplos de vicios reiterados para abrir boca. Mucho hay que decir, por ejemplo, de la destrucción de la sintaxis española en las cabezas de Reforma, o de la prosodia ridícula de los narradores de fútbol, pero eso será en próximas entregas.
Politólogo, profesor-investigador de la UAM.
jorgejavierromero@msn.com