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jueves 07 noviembre 2024

Lo que las campañas demostraron

por Jorge Javier Romero

Terminaron las campañas electorales y tuvimos un respiro en la televisión y la radio, antes, desde luego, de la nueva embestida de la propaganda del gobierno federal sobre sus éxitos en la guerra contra el narcotráfico. ¿No resulta curioso que en México los gobiernos se dediquen a festinar en sus anuncios que cumplen con su responsabilidad? Los diputados mexicanos usan recursos públicos para decirnos que legislaron, los jueces para decirnos que juzgan, los presidentes para decirnos que el Estado hace lo que puede para garantizar precariamente la seguridad, los gobernadores para mostrarnos que construyeron obra pública y los alcaldes para decirnos que tapan baches y recogen la basura. Las obligaciones presentadas como dechados de eficiencia y generosidad. No les queda de otra, cuando en la vida cotidiana, en la realidad que está fuera de las pantallas, en las imágenes directas, no filtradas por las fotos de los espectaculares, lo que tenemos es una acción pública fallona, para no decir fallida.

Cuando las campañas callaron, toda la fraseología machacona de los partidos quedó en el olvido. Lo poco memorable: que los pretendidos Verdes son una caterva de fascistoides embozados en el cuidado de los animalitos; que López es un caudillo personalista que hace girar en torno a sí un supuesto proyecto de Nación y que los panistas se la jugaron con el Presidente. Todo lo demás fue eslogan, vacío político, jingles como para vender detergentes por su color. ¿Cuánto de ese ruido apenas inteligible sirvió de algo para formar el criterio de los electores?

El tipo de lenguaje usado en estas campañas políticas ha sido, desde mi punto de vista, un fracaso. Las virtudes del modelo de acceso a los medios electrónicos sin pasar por la negociación económica con las empresas y sin transferirles directamente los recursos provenientes del financiamiento público se opacaron por el modelo de comunicación, que sustituyó al mensaje político, a la propuesta, por mero balbuceo.

Y es que la política mexicana, tal como se exhibe en los medios de comunicación cotidianamente, no sólo en tiempos de campaña, se ha caracterizado siempre por la falta de claridad en sus mensajes. En los tiempos clásicos del régimen del PRI, la costumbre de los discursos de los altos funcionarios, empezando por el Presidente, era utilizar frases crípticas, siempre sujetas a la interpretación, a ser leídas entre líneas, sin destinatarios claros, con críticas elípticas o amenazas insinuadas. Entre los estratos inferiores de la política, esa opacidad discursiva se iba transformando en mero discurso disparatado, incongruente, cantinfleo puro.

Pero no fue el régimen del PRI el que inventó el discurso político ambiguo e incomprensible. Existen testimonios históricos de que la incapacidad de los políticos mexicanos para transmitir sus ideas con claridad viene de tiempo atrás. Desde el primer Congreso del México independiente, el del imperio de Iturbide, los legisladores no podían llegar a acuerdos porque no se entendían entre ellos. De ahí en adelante, sólo cuando ha sido una voz única la de la política nacional, ya fuera la de don Porfirio o la de los presidentes omnímodos del PRI, ha habido acuerdos, aunque éstos hayan sido meras simulaciones cortesanas para quedar bien con el poderoso.

No parece menor el asunto de la incapacidad de comunicación entre los políticos mexicanos debido a las limitadas habilidades en el manejo del lenguaje y la argumentación características de la sociedad mexicana. Sin duda las fallas educativas, la multiplicidad de lenguas originarias, la necesidad de traductores entre idiomas y órdenes sociales diferenciados, han construido una comunicación abigarrada y dificultosa, donde a las cosas no se les dice por su nombre, de pésima sintaxis y carente de coherencia lógica. Además, los rituales comunicativos de la sociedad mexicana, basados en fórmulas ceremoniales para evitar la confrontación entre los diferentes estratos de una sociedad ancestralmente estratificada, con retóricas de reminiscencias coloniales, llena de frases serviles, obstaculizan permanentemente el entendimiento y provocan la frecuente confusión entre disenso y confrontación.

Ésa es, sin duda, la marca característica de la comunicación política mexicana. Por eso no resulta raro que los políticos hayan preferido los anuncios comerciales, una de las principales fuentes de cultura idiomática de la sociedad mexicana desde hace más de cincuenta años, a la apertura de espacios para el debate abierto y la exposición de ideas y proyectos. Cuando no se sabe discutir resulta más fácil usar frases sin contenido, significantes vacíos sujetos a cualquier interpretación.

Cuando el lenguaje es un medio precario para la comunicación entre los políticos y entre éstos y la sociedad, la fraseología incoherente puede abrirse paso fácil por encima de las ideas y la ambiguedad del discurso del caudillo, en la forma ambigua del oráculo, se convierte en el referente común de la incomunicación. La lengua enrevesada de López Obrador puede pedir el apoyo por un personaje esperpéntico como el tal Juanito, todavía más incapaz de articular una frase bien estructurada, y lograr un vuelco electoral. O el PRI puede arrasar sin decir nada, sólo con pedir fe, creencias, no razones.

En esas condiciones, el debate político es sustituido en México por una cacofonía ensordecedora que dificulta los acuerdos por falta de comprensión. No es que no existan intereses diferenciados y confrontados; en una sociedad tan diversa y desigual desde luego que las divergencias son profundas. Pero la ausencia de un idioma común que estructure la comunicación suele convertir las brechas en abismos. Las campañas de medios de los partidos en las semanas pasadas no fueron más que el eco simplificado de una enorme falta de entendimiento, en el sentido más amplio de la palabra.

Por si fuera poco, las televisoras, enojadas como están por la pérdida del negocio de las campañas, echaron mano de subterfugios para pasar por encima de la ley. En su intento por dominar a la política desde su fuerza como creadores de significados, han construido una estrategia para crear un modelo de comunicación política a imagen y semejanza de sus fórmulas vulgares de popularidad. Los actorcillos convertidos en propagandistas o el gobernador al que se le construye una imagen de galán de telenovela son los vehículos para hacer pasar la utilería por realidad. Todo ello sobre una sociedad desarmada por el desastre educativo.

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