En materia de medios de información o de comunicación -como prefieran llamarles-, el derecho a la libertad de expresión se ha convertido en una autoconcesión al libertinaje y a la violación de garantías individuales, así como en una herramienta que apela más a criterios mercantiles que al uso social, como les correspondería.
Frente al nivel alcanzado por la violencia en México y a la libertad exacerbada que puede generarse en el flujo de información de Internet, es necesario y urgente reconsiderar los elementos que sustentan los códigos de ética, de comportamiento profesional, e incluso manuales de estilo de los medios y de quienes los integran.
Lo que se requiere con urgencia es una revisión estricta de la deontología de la profesión y, por obviedad, de su puesta en práctica… o quizá habría que decirlo con más contundencia: de ponerla en práctica.
El problema no está solamente en el abuso de las garantías que la ley da al trabajo periodístico, sino incluso al incumplimiento de los derechos que en el mismo campo la legislación ofrece a los ciudadanos. Tal cual, mientras abusamos de la libertad de expresión, paralelamente incumplimos en satisfacer el derecho de los ciudadanos de estar informados.
Valga el ejemplo: en marzo de 2008, el Congreso de la Unión aprobó, en el marco de la Reforma Constitucional de Seguridad y Justicia, un nuevo sistema acusatorio que entre otras bases para regir los procesos penales incorpora y eleva a rango constitucional el derecho a la presunción de inocencia.
Ese nuevo marco legal protege al individuo que es detenido y sometido a un proceso, durante el cual sigue siendo inocente hasta que se demuestre lo contrario. Su exhibición como “presunto culpable” es un error ya no semántico, porque no refiere solamente un problema de denominación, sino que además es violatorio de la ley. Ya no existen presuntos culpables.
Existe en México un derecho a la personalidad y a la propia imagen que se extiende incluso más allá de la vida de la persona a quien le es reconocido, y que se refuerza con la firma de convenios a nivel internacional en materia de Derechos Humanos que lo amparan. Sin embargo, ¿qué hacen los medios de información frente a ello? Aparentemente ignorarlo. Cubiertos con el manto de su interpretación del artículo 60 constitucional, alegan que nadie puede violar su “libertad” de publicar lo que a ellos convenga, acorde a sus criterios editoriales que superponen al resto del orden constitucional.
Y más allá de situaciones como la establecida en la reforma al sistema de Justicia Penal, el tipo de abuso señalado se evidencia cuando uno u otro medio se autoerigen como juzgado público, o mejor término: juzgado popular, para señalar a la sociedad quién es culpable y quién no en una determinada situación.
El dictamen es difundido en primeras planas, emisiones estelares, en ese momento que ahora en México también se llama “prime time” de radio o televisión, y convertido, más que en tendencia temática, en verdad aceptada en los medios sociales en Internet. Una transmediatización del abuso.
Pareciera que solo leyeran las dos primeras líneas del artículo 6o: “La manifestación de las ideas no será objeto de ninguna inquisición judicial o administrativa…” y de inmediato lo sumaran al 7o: “Es inviolable la libertad de escribir y publicar escritos sobre cualquier materia. Ninguna ley ni autoridad puede establecer la previa censura […] ni coartar la libertad de imprenta…”.
En la ausencia de un mecanismo de autorregulación de contenidos basado en la ética, entendida como la búsqueda de la promoción de la dignidad y el bien de la persona, olvidan que el 6o señala claramente que dicha libertad existe, pero puede cancelarse “en el caso de que ataque la moral, los derechos de terceros, provoque algún delito o perturbe el orden público”.
A su vez, el 7o también tiene una limitante expresa y explícita: “no tiene más límites que el respeto a la vida privada, a la moral y a la paz pública”.
Es decir, ambos órdenes constitucionales establecen límites precisos: que no se violen otros términos legales del mismo nivel jurídico que son extremadamente claros: los derechos de terceros… los de la sociedad, de ese público al que tanto dicen defender y que también tiene un derecho más: el de ser informado.
No el de recibir datos o relatorías, editorializaciones, pseudoanálisis o convenientes señalamientos, sino de ser informado, es decir, de recibir un conjunto de elementos, supervisados y ordenados, con un contenido determinado que da sentido a las cosas del mundo que le rodea, estructurado en un mensaje comprensible que permita tomar decisiones y resolver problemas inherentes a su persona, tanto en lo más intrínseco como hacia el exterior en su relación de individuo, entendido el término como cada uno de los integrantes de una sociedad.
Bajo esa forma de recurrir a lo establecido en la ley de parte de los medios, muchos ciudadanos e instituciones han sido expuestos ante la opinión pública de maneras diversas, desde las acusaciones por la supuesta comisión de un delito hasta la exhibición de asuntos personales, relativos a la vida privada, convertidos en materia de “información” para generar, más que un criterio razonado, empatía o antipatía por quien es expuesto.
Los reporteros, aunque más bien generalmente son los “analistas”, se abrogan una forma de facultad paralela de Ministerio Público. Procuran y administran justicia, establecen o rechazan programas económicos, califican o descalifican una postura o comportamiento social, incluso llegan a interpretar -sin modelo científico alguno que los ampare- fenómenos naturales.
En el mejor de los casos hay quien cuenta con la base del sentido común, pero en ocasiones ni siquiera eso. La finalidad es emitir el juicio de valor sin mayor criterio a partir del análisis de elementos reales, constatables, verificables y que permitan sustentar una información publicada o un dicho en un artículo de opinión.
La deontología de la profesión periodística establece un compromiso en dos frentes de cara a la sociedad: por una parte, la capacidad del ejercicio para buscar, captar, recuperar o encontrar la información necesaria para explicar un fenómeno social o natural; de analizar ese cúmulo de datos, interpretarlo y concentrarlo en un mensaje claro y entendible que pueda ser transmitido. Por otra parte, debe entender su relación con y dentro de una comunidad determinada, su rol como un actor social cuyo desempeño afecta el entorno a partir del desarrollo de su quehacer.
Es más que obvio que el interés del debate no está en la falacia de la imparcialidad o la objetividad, porque el reportero es, antes que nada, un ser humano que tenderá a expresar y tratar de explicar la realidad a partir de los elementos que percibe. Es difícil que en su interpretación de la realidad no se filtren perspectivas, deducciones o inferencias respecto de un hecho o de la información que haya obtenido.
Lo que sí interesa a la reflexión es que esas subjetividades pueden bien ceñirse a un campo de principios, lineamientos, instrucciones o planteamiento de casos a través de los cuales pueda determinar con mayor precisión el manejo del contenido informativo que se prevea difundir y socializar.
Hay que apuntar también que ese campo de principios, ese código deontológico, debe ser más que una responsabilidad del medio informativo como institución, una responsabilidad y compromiso del reportero en su rol como profesional y por ende como integrante de la sociedad: un mecanismo de autorregulación impuesto por voluntad personal.
Ese mecanismo apenas señalado tiene actualmente una importancia absoluta. La irrupción de un ecosistema infocomunicacional con mayores niveles de interacción y amplias posibilidades de participación activa en la definición de elementos para discutir en el espacio de lo público y lo privado, implica un compromiso mayor.
Una sociedad rodeada de elementos, a veces incompletos, en ocasiones apenas fracciones o mínimas combinaciones de datos poco eficientes por su entramado, que irrumpen constantemente en su necesidad de hacerse de información, requiere un intermediario con un compromiso social y personal, basado en su entendimiento de la actividad como una herramienta de uso social.
Mucho se ha discutido acerca del proceso de desintermediación que Internet ha traído consigo en la elaboración de nuevos contenidos para el entretenimiento y la información, pero si algo ha quedado claro es que en la explicación de la cotidianidad de la que formamos parte se requiere todavía de un elemento que depure y ponga en orden, pero para la conveniencia común, no para la particular, amparándose en su propia interpretación de las leyes que garantizan ese compromiso que termina por evadir o ignorar.