En la literatura, en el campo de la novela, hay una bolsa de valores compleja que la constituyen el juicio de los pares y la crítica especializada; y dos mediciones simples: la del mercado, es decir, la de los lectores que se refleja en el número de ediciones, de tirajes, de traducciones; y la de los premios. Sean éstos a una obra ya publicada, con lo que se reconoce algo notable, calidad sobresaliente, una trayectoria o cierta idea de lo que debe ser la literatura y las inéditas, con la que se quiere presentar a una obra como algo especial, digna de tomarse en cuenta y ser leída.
Las novelas premiadas, suponemos entonces, le dirán algo a un hipotético futuro lector acerca de la literatura mexicana y, por extensión, del país en el que se escribieron. Algúnas, es lógico, sufrirán una desvalorización y otras una revalorización. Ante la multiplicación de premios habrá que guiarse por los internacionales, en los que puedan competir escritores de diferentes países de la misma lengua, en lo que suponemos se consideran menos los compromisos y más la simple escritura.
Tenemos primero que emparejar las cosas entre hombres y mujeres y limitar las fechas de nacimiento entre el alemanismo y el lopezmateismo, digamos entre 1951 y 1964, la era dorada del llamado desarrollo estabilizador, una etapa de crecimiento económico y dominio unipartidista, conservadurismo social y confianza en el destino nacional, que los escritores seleccionados verán desvanecerse y que les servirá como telón de fondo para pintar sus historias.
Paloma Villegas (ciudad de México, 1951) se incluye en un grupo de ideas socialistas que vagamente conformaba junto a Héctor Manjarrez, David Huerta y Jorge Aguilar Mora, que pertenecían al consejo de redacción de La Cultura en México. Molestos con el surgimiento de Nexos, al que consideraron un órgano progobiernista, el trío decide abandonar en 1977 el proyecto que comandaba Carlos Monsiváis, quien había entrado cinco años atrás a suplir a Fernando Benítez. Un poco después Evodio Escalante también se retira del suplemento más importante de la vida cultural mexicana.1
Villegas, quien estudió Letras Hispánicas en la UNAM, se incorpora a la editorial Era, donde fue miembro del consejo editorial de la revista Cuadernos Políticos. Traduce. Publica un libro de poemas de 70 páginas, Mapas (1981), nada espectacular. Una muestra al azar, “Tyger, tyger”: “Guerra/contra sí misma, rendida la soltera, tendida/ y blanda bajo su propio peso: Tan tardo/ levantarse, levantar la mirada, las puntas/ de los dedos y tocar otra espalda”.
Posteriormente publica una sólida novela La luz oblicua (1995) en la que disecciona los sentimientos, desamores, frustraciones de la generación del 68 y que resulta un balance de cierta vertiente ideológicaemocional de los 70.
Pasaron nueve años hasta su segunda novela, Agosto y fuga (Era, 2004), que le valió el Premio Sor Juana Inés de la Cruz 2005. Este premio, restringido exclusivamente a novelas escritas por mujeres, se entregó por vez primera en 1993. Ahora consta de 10 mil dólares y se entrega en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara y está auspiciado por la Universidad del Claustro de Sor Juana.
El libro sucede en agosto de 1994 del que se vuelve una fotografía en letras. Se aproximan las elecciones federales y a la gente de izquierda la rondan las incertidumbres: Cuauhtémoc Cárdenas busca por segunda ocasión consecutiva la Presidencia de México y el ala gauche descree de las encuestas de opinión que lo colocan en tercer lugar; por otro lado el EZLN llamó a una convención en su reducto en la selva, la idea que permanece es que logró un apoyo contundente, pero nada más, disuelto bajo un diluvio torrencial.
En ese mes cargado de esperanza e inquietud se entrecruzan los caminos de cuatro personajes para los que “No había amores felices en su generación. Ellos habían escogido el lado oscuro, así tocaba”: Lázaro un pintor cincuentón; su mujer del momento, que se lo quiere llevar a Estados Unidos para que lo acompañe a disfrutar la beca que consiguió: “Para Nora no había más realidad que lo dicho, las motivaciones explícitas, las intenciones declaradas”. La involucrada con oeneges “Cada vez que se miraba al espejo, desde hacía varios años, Magda se sorprendía de encontrar a esa desconocida, una mujer atractiva, de cara agradable y simpática sonrisa, que no se parecía en nada a su persona vista desde adentro”. Y Pablo, que siente que la vida le está pasando y lo encuentra: “Amolado. Abotargado. Alcoholizado. Apendejado. Ajamonado”.
Villegas es una diestra narradora y descriptora quepara darle consistencia al relato logra con pequeños apuntes manifestar completos estados de ánimo. Por ejemplo, cuando en la fiesta para celebrar el aniversario de Alianza Cívica, Nora se la está pasando bien con un conocido, dos mujeres empiezan a hablar en un tono apocalíptico de que el PRI no va a ceder el poder, y el hombre se va a otra mesa y así: “No se le disipó el malestar de esa despedida sin despedida, de haber sido plantada sin más”, o transmite el esfuerzo físico de Lázaro al pintar, no sólo la parte creativa.
El elemento desestabilizador es una mujer joven, como sucediera en La luz oblicua, en este caso es Gabriela, que es de las “Pinches chavitas gruexas y vacías, éstas dizque de la generación X”. Rubia, de familia panista, y quien “no tenía la menor duda de lo que quería en la vida, ni el menor conflicto vocacional”.
Agosto y fuga, considerada y enfocada a su público natural de UNAM/UAM-Coyoacán-Gente bien pensante progresista, muestra los alcances y limitaciones de Villegas. Si abandonara su zona de comodidad y explorara territorios inesperados, podría salirse del ghetto en el que ella misma se ha acorralado. Por ejemplo, analizar y contrastar el rechazo y fascinación que sobre los pablos ejercen las gabrielas mexicanas y viceversa. No hay duda que Villegas tiene el talento y la prosa, ¿tendrá la capacidad para exigirse más como escritora y no quedarse en su boutique?
Nos es presentado así por Huberto Batis: “Xavier Velasco, fogueado en el suplemento que tuvo en Novedades Jorge D´Angeli en los 70”, era redactor de Sábado, una publicación cultural en la que “En provincia los jóvenes nos leen porque presentamos lo que a ellos les interesa: el nuevo cine, el teatro de vanguardia, el rock, el sida… Junto con el erotismo lúdico les ofrecemos cultura, arte, información”.2
Velasco escribiría durante su largo paso en Sábado (1986-2000) un reportaje muy interesante, ahora de muy difícil acceso e importante para conocer el desarrollo del rock mexicano, Una banda nombrada Caifanes (Dragón, 1990), en el que desplegó por vez primera el estilo turbocargado que después lo volvería célebre: “Agitadores de luminosas demencias, dinamitadores del dique de las lágrimas. Descorchadores de moribundos hímenes, aparecedores de pesadillas comatosas, cínicos gozadores en el reino del sacrificio, sobrevivientes de la nada, vividores. Caifanes asisten un día tras otro a la consagración de un delirio”.
Él, nos recuerda José Agustín en La contracultura en México3, colaboró también en la revista Corriente alterna de Sergio Monsalvo, que se distinguía por “su buen nivel, porque no estaba dedicada a la venta y se distribuía gratuitamente por correo”.
Posteriormente surgirían de su pluma Cecilia (Marginal Doble A, 1994) una noveleta que Velasco puso en Internet; Los hijos de Ziggy Stardust, un experimento en verso que no llegó a libro, y Luna llena en las rocas (Cal y Arena, 2000), recopilación de 33 crónicas de los bajos fondos mexicanos.
Pero su salto a la notoriedad internacional ocurrió al ganar el Premio Alfaguara de novela 2003, muy relevante por difusión, prestigio y metálico (175 mil dólares) que concede el grupo Santillana (Prisa) a través de su editorial más importante con Diablo guardián. Él fue el segundo mexicano en obtenerlo, luego de que lo ganara la eterna Elena Poniatowska con La piel del cielo.
Diablo guardián relata la historia de Rosalba, alias Violetta, “una chica llena de virtudes negociables”, que “era una de esas mujeres que podrían ser bonitas sino-fuera-por-algo, un defecto visible o invisible”.
La forma y el fondo de la novela están intrínsecamente interrelacionados. Violetta relata como si platicara sus picarescas aventuras, a Pig su cronista y escribidor. Violetta pertenece a la clase media apenas y quiere ascender socialmente por la vía fast track. Para ello cuenta con la fortuna y la audacia de al cumplir 15 años robarle más de 100 mil dólares a sus padres, que a su vez se los habían esquilmado a la Cruz Roja, escudándose para sus fechorías en realizar labores de caridad. “Me doy un poco de asco cuando recuerdo cuánto me gusta el dinero”.
Violetta sueña con hacerla en Nueva York, puesto que “tiene su chic ser indita newyorka, por lo menos te sientes ladina internacional”. Autoconsciente de su racismo y clasismo, que asume el inglés como la lengua correcta para expresarse, la única arma con la que cuenta Violetta para lograr sus fines es el sexo, el cual explota hasta que cae bajo el control de Nefastófeles.
Velasco (ciudad de México, 1958) logra una gran hazaña de arquitectura dramática al sostener los casi monólogos de su personaje durante 500 páginas, intercalados con los recuerdos de Pig, que le causan cierto lastre al libro ya que pagamos el boleto para ver a la estrella, no al sideshow, puesto que “Cuando hay una persona que te agrada, lo que más quieres es creerle cualquier cosa que te cuente”.
Violetta es la heredera directa de La princesa del Palacio de Hierro4 (1974), esa amiga del “guapo, guapo” y la “vestida de hombre” que debía comprarse gelatinas de 15 centavos para espantar al hambre, protagonista anónima de la novela de Gustavo Sáinz que fue un gran e inesperado éxito crítico y comercial; una obra que podemos considerar revolucionaria en la narrativa mexicana y valiosa especialmente en las ediciones ilustradas de Joaquín Mortiz.
Pero Velasco supera a su predecesora en alcances, tanto de audiencia, como estilísticos y la pone en un plano contemporáneo más materialista, en donde la aspiración ya no es comprar en almacenes nacionales sino el consumo neoyorquino. Con Diablo guardián Velasco acierta con la identificación y repudio a lo que externa Violetta y que refleja cierto estado de ánimo patrio (“ya ves que las putas idioteces son más guapas e interesantes que las chingadas sensateces”).
Velasco respondió al peso de la fama con los relatos de El materialismo histérico y la novela Este que ves. Pero su esfuerzo mayúsculo en tamaño y ambición es Puedo explicarlo todo (2010), donde conduce sus tendencias prosísticas hasta el exceso y cae del despeñadero. Pero con su Diablo… le dio a sus lectores una novela que ellos ignoraban llevaban largo tiempo esperando.
La carrera literaria de Cristina Rivera Garza (Matamoros, 1964) es prueba del funcionamiento del aparato burocrático cultural mexicano, que la supo nutrir con premios, becas y reconocimientos, que ella complementó con una sólida formación universitaria en México y Estados Unidos.
Del breve libro de cuentos La guerra no importa (“Calma Marina, calma. No hay fantasmas, no pasan las brujas sobre la ciudad de México. Hace algunos años les estampamos un ángel sobre el cielo, en su cielo -¡válgame dios, un ángel!- y ellas respetan el territorio de las estatuas doradas que adornan las calles. Lo desprecian”), que le valió el Premio Nacional de Cuento, opinó Christopher Domínguez Michael, notario de las letras nacionales: “No es hábil con la experimentación… pero encontramos en Rivera Garza una capacidad de síntesis expresiva que ilusiona”.5
Tras el cuento y la poesía, Rivera Garza apostó por la novela, un género en el que ha cosechado buenos frutos, en el que muestra su formación en talleres literarios y maneja algunas preocupaciones y esquemas de la academia estadounidense como son el feminismo, el rigor documental, una investigación exhaustiva y una visión reivindicativa de los marginados de la mayoría social.
Nadie me verá llorar (Tusquets, 1999) tiene sus cimientos en la tesis doctoral de la autora The Masters of the Streets. Bodies, Power and Modernity in Mexico, 1876-1930 (Universidad de Houston, 1995), que en el aspecto literario brota semejante a un edificio al comenzar en la época colonial que se modificó en diferentes etapas: renacentista, barroca, neoclásica y a la que se le agregan componentes actuales, con lo que resulta nada armónico y en la que el todo es superior a las partes.
Así, Rivera Garza reconstruye lo que pasó en el país, en particular la capital, entre el apogeo del porfirismo y el arranque de la era postrevolucionaria a través de dos personajes, el fotógrafo Joaquín Buitrago, de familia aristocrática que se ha perdido en la heroína, y Matilda Burgos, una interna en La Castañeda, afectada en sus facultades mentales: “Joaquín quiere transformarse en un pichoco, un cocuite, para que el tallo de Matilda se enrede alrededor de su tronco y no se marchite”.
El registro novelístico de Rivera Garza sufre altas y bajas, logra magníficas descripciones de la ciudad de México en momentos en que deja de ser un gran pueblo para encaramarse en la modernidad: “Mientras la opinión generalizada celebraba la velocidad de los tranvías, el donaire de las bicicletas y los beneficios del alumbrado público”; pero inserta diálogos.
“Estaba exactamente frente a ella. Su sombra cubriéndola por completo -¿Cuánto tiempo has estado aquí?- la voz de la mujer no lo decepcionó. -Toda la vida. -La próxima vez que nos veamos, llámame Diamantina”, que a un novelista de la era, como Carlos González Peña, le hubieran parecido cursis.
Pero a la escritora le interesa ver cómo se trataba la locura en esos años en los que apenas comenzaba a despuntar el psiconálisis como método de tratamiento, junto la observación de otros mecanismos de control social, léase la prostitución. El texto es también una crítica y una rescritura de Santa desde una óptica contemporánea: “¡Ay, pobre embajador Gamboa, tan cosmopolita y tan falto de imaginación!”
Novela multipremiada, entre otros con el Nacional de Novela, el IMPAC-CONARTEITESM y el Sor Juana Inés de la Cruz 2001 que Rivera Garza volvería a obtener en 2009 con el relato policiaco y de reflexión sobre el proceso narrativo La muerte me da, permitió que esta académica y narradora, quien no ha cesado en producción y en experimentación, fuera “descubierta” a nivel internacional. Nadie me verá llorar ha tocado cierto nervio en su fusión de realidad dramatizada y en transmisión de ideas y sentimientos, por lo que no ha dejado de reimprimirse y de leerse.
Juan Villoro (ciudad de México, 1956) es un príncipe de la literatura mexicana. Ha pasado por casi todos los géneros: cuento, teatro, novela, ensayo, reportaje, traducción, literatura infantil. Como cronista, aunque en un diferente tono y registro, es equiparable a lo que lo lograra Monsiváis como observador privilegiado de retazos de realidad. Se emparenta con Xavier Velasco por su gusto y difusión del rock; la traducción de letras junto con Claudia Aguirre Walls en El rock en silencio y su programa radiofónico en Radio Educación “El lado oscuro de la luna” entre 1977 y 1981, lo convirtieron en un divulgador de esa música, que se refleja de forma brillante en su escritura, como en los cuentos de Tiempo transcurrido: “Para Joaquín el rock era un artículo de fe; creía en cada una de las palabras de esa música que se desparramaban por todas partes desde 1963”.
Villoro ocupó también un puesto neurálgico en la vida intelectual, cuando primero fue jefe de redacción bajo Roger Bartra (junio del 89 a marzo del 95) y después dirigió La Jornada semanal (marzo de 1995 a abril de 1998), ha sido también diplomático y por su presencia en Barcelona se internó naturalmente en los circuitos editoriales españoles.6 Con ello se ha ido colocado en el centro de la república de las letras mexicana a partir de La noche navegable.
Así como se espera mucho más en las canchas de futbol del Barcelona que del Necaxa, cuando la editorial Anagrama anunció que Villoro había conseguido el Premio Herralde de Novela, que el fundador de la editorial Anagrama creó con el propósito de revitalizar la narrativa de calidad en español, por El testigo (fue el primer mexicano en obtenerlo desde que en los 80 lo consiguió el poblano Sergio Pitol), más que los 18 mil euros correspondientes al logro, lo importante era la vitrina y el señalar que tras El disparo de argón y Materia dispuesta, finalmente Villoro había logrado la obra novelística que de él se esperaba y que sería un trabajo que marcaría un nuevo derrotero en las letras mexicanas.
En El testigo, el investigador Julián Valdivieso regresa a nuestro país tras una ausencia de 24 años; lleva en apariencia una vida apacible, está casado con una italiana traductora del español a su idioma, tiene dos niñas, se ha vuelto un experto en los contemporáneos, ese “archipiélago de soledades”.
Al retorno al suelo mexica Julián debe cargar con varios fantasmas personales; un truncado amor incestuoso con una prima, el plagio de su tesis de licenciatura que le ha permitido medrar en Europa; y con una realidad que se ha modificado con la derrota electoral del PRI. El panorama se le presenta propicio: le encargan que se ocupe de la Casa del Poeta, se le ofrece participar en una telenovela sobre la guerra cristera (“Por el amor de dios”) y se puede reencontrar con el rancho ancestral familiar, Los Cominos, en San Luis Potosí. Sin embargo, el peso de lo vivido y lo desbordante del presente son demasiado para nuestro testigo: “Regresaba al pasado como a un dolor elegido, como si lo peor de esa tristeza fuera la posibilidad de perder su recuerdo”.
En El testigo hay varias novelas que intentan brotar sobre “ese país desgarrado que reía mejor en los velorios”: una sobre López Velarde, en la que Villoro quiere alcanzar de manera ficcionalizada lo que Paz logró en Xavier Villaurrutia en persona y en obra; otra sobre la cristiada, como no lo hicieron Juan Rulfo o Mauricio Magdaleno; una sobre el amor imposible; otra sobre la violencia y crimen en el país. Pero Villoro se queda en la superficie de la multitud de temas que intenta abordar, especialmente porque Valdivieso es un personaje intrascendente, poco simpático, del que sus problemas existenciales, como su rutinaria relación matrimonial, parecen insustanciales. A pesar de la ambición y la excelente prosa de El testigo, con los hallazgos verbales marca de la casa (“El país está de la chingada, pero no va a caer sin resistencia. Aquí nada se organiza con tanta facilidad como una marcha”), no es lo mejor que puede dar Villoro, quien en la esfera novelística aún nos sigue debiendo.
Así, la novela mexicana al comenzar este siglo XXI, y sólo en un pequeño muestrario, ofrece una gran vitalidad, aunque todavía persigue la gran obra que sin duda pronto encontrará. Como escribió Octavio Paz, el único mexicano que ha ganado el Nobel de Literatura: “Y de presencia en presencia/ todo se me transparenta/ pero no veo el sol/ perdido en las transparencias/ voy de reflejo a fulgor/ pero no veo al sol”
Notas
1 Así lo cuentan José Joaquín Blanco en “Los viernes del Chico”, publicado originalmente en La crónica cultural y recopilado en Postales trucadas (Cal y arena, 2005 Luis González de Alba en “Carlos Monsiváis: el gran murmurador”, Letras libres, agosto de 2008; y Evodio Escalante en “Mis aventuras en Sábado”, publicado originalmente en Sábado, recuperado en Huberto Batis, Por sus comas los conoceréis, Conaculta, 2001, pp. 398-399.
2 En Huberto Batis, op. cit., págs. 296 y 358.
3 Agustín, José, La contracultura en México, México, Grijalbo, 1996, p. 117.
4 Como lo observó en la reseña de Diablo guardián Enrique Serna en “La Coatlicue de Saks”, Letras libres, junio de 2003, pp. 66-67.
5 “Tres nuevos narradores”, Vuelta 177, agosto de 1991, p. 42.
6 Como lo narra Jorge Herralde en El optimismo de la voluntad,
México, FCE, 2009, pp. 68-73.