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Cualquiera que gane la elección presidencial será un Presidente de 30%, tal vez ni siquiera cuente con una mayoría legislativa directa; estará aún más acotado que el saliente Enrique Peña… Y aunque ello involucre algunos problemas de gobernabilidad, no podemos sino congratularnos de que así sea: nadie quiere un iluminado fuera de control que someta desde Los Pinos a los demás poderes a su designio.

Detengámonos de nuevo en esta cuestión: ¿Nadie quiere un Presidente que someta a los demás poderes? ¿Es cierto esto? ¿Los candidatos lo han constatado con su ejemplo y sus declaraciones durante las (pre e inter) campañas? Porque hay al menos uno de ellos cuyo compromiso con las instituciones, la separación de poderes y la democracia es (para decirlo suave) dudoso. Y me refiero por supuesto a Andrés Manuel López Obrador.

Yo soy un creyente firme en las palabras y los compromisos políticos abiertos, y creo que lo menos que debemos exigirle a los candidatos presidenciales, A TODOS, es un compromiso indubitable, una promesa solemne de su obediencia y respeto inapelable al orden jurídico que nos rige.

Ello no quiere decir que su programa de gobierno no se plantee la necesidad de cambios a dicho orden jurídico, pero lo que debe haber es un compromiso contundente de que tal proceso de transformación se realizaría conforme a las leyes vigentes, respetando escrupulosamente los mecanismos que nuestra propia Constitución contempla para el efecto.

La preocupación no es gratuita; veamos el escenario de América Latina, donde líderes carismáticos o partidos de control clientelar han intentado, a veces con éxito, cambiar el régimen político por vías más que cuestionables; no me detendré mucho en ello, pero pensemos en la Nicaragua de los Ortega, que tras su tercera reelección gobernará más tiempo que Somoza mismo, referente inevitable de dictadura y dinastía familiar que no puede ser soslayado. O bien los embates reeleccionistas en Ecuador y Bolivia, donde el Presidente saliente pretendía estirar la institucionalidad a extremos peligrosos, en un afán por perpetuarse al frente del gobierno.

Y por supuesto el caso más grave: Venezuela, donde el chavismo afronta una severa y prolongada crisis política y económica golpeando a la Asamblea Nacional (único poder opositor) hasta el grado de la inoperancia; reprimiendo ferozmente a la oposición; instaurando un suprapoder plenipotenciario fuera de la ley (la supuesta Constituyente que hace todo menos redactar una nueva constitución), y emprendiendo una sistemática cubanización del régimen político.

El reciente caso de Hungría (ya ni hablemos de Trump o Putin y sus excesos) nos muestra que la tendencia no es local ni episódica; el Primer Ministro Viktor Orban, mediante decreto legislativo y una enorme presión política, ha transformado al país en una autocracia light, que combina el capitalismo de amigos y la retórica de extrema derecha con una cultura política de partido único, pese a que Hungría aún sigue en la Unión Europea y recibe sustanciosos fondos del bloque, cuyos funcionarios han hecho muy poco ante el viraje hacia lo que su líder llama eufemísticamente una “democracia antiliberal”.

Pero entremos en materia: el problema con AMLO no son sólo sus desplantes contra la institucionalidad vigente, ni sus famosas ternas de servidores públicos anunciadas con bombo y platillo para ocupar cargos que ya no corresponde al Presidente designar, ni siquiera sugerir.

O bien su ataque sistemático contra la Corte; cada vez que el Poder Judicial llega a una resolución que no le gusta o no le conviene, despotrica contra los jueces. No se trata solamente de que su crítica a las resoluciones sea dura (finalmente ese es un asunto de estilos), sino que en lugar de atacar al tema o los argumentos, ataca la honorabilidad de los jueces, su integridad. Los acusa de trampa y contubernio, algún tipo de asociación indebida e inmoral con delincuentes o mafiosos; pero por supuesto que como siempre lo hace, no aporta una sola prueba de su dicho. Todo se reduce a un berrinche, costoso porque erosiona la imagen de la Corte ante la sociedad.

Algo similar sucede con gobernadores y alcaldes que se ponen en su camino; su denuncia contra esos otros poderes y niveles de gobierno es incendiaria, derogatoria y sin pruebas. Su puro dicho es la comprobación última de sus elucubraciones; y no importa si en el round del siguiente mes se contradice completamente; sólo vale la denuncia del presente. Pero el descrédito se queda, y no hace nada por desfacer un entuerto aún cuando se compruebe su equivocación.

Capítulo aparte merece su trato con la prensa que le critica o al menos no es obsecuente; AMLO ataca de nuevo la integridad y la honorabilidad de los medios y los periodistas, nunca los argumentos o las razones. Es intolerante y agresivo, tan sólo imagínense si EPN hubiese hecho uno solo de estos desplantes: ya tendríamos las marchas y las condenas ante el gravísimo atentado contra la libertad de prensa, la intimidación que supondría.

También están sus propuestas, que generalmente involucran cuestiones o decisiones no previstas en las atribuciones del Presidente: revertir reformas constitucionales (o someterlas a referéndum); ampliar la oferta de las universidades y eliminar el examen de admisión; plebiscitar derechos como el matrimonio igualitario, en abierta contradicción con el artículo 35 constitucional; su guardia pretoriana integrando todas las fuerzas armadas y policiacas del país en un solo cuerpo bajo su mando directo; etcétera.

¿Es ignorancia y demagogia simple y llana? Sería grave, pero no peligroso… ¿O se trata más bien de un potencial gobernante que estaría dispuesto a hostilizar y someter a otros órganos y niveles de gobierno cuya obligación legal es la autonomía del Ejecutivo?

¿Estaría dispuesto un AMLO presidente a doblarle la mano a otros servidores públicos mediante la denuncia perniciosa y difamatoria de la que ya hemos hablado y el hostigamiento social de un pejismo beligerante en las calles y las redes? Recordemos su estilo personal cuando estuvo al frente del Distrito Federal: ¿recuerdan lo de su famoso gobierno de “bandos” y decretos, en lugar de reformas acordadas con otras fuerzas en la ALDF? ¿Y qué me dicen de su abierto desacato al Poder Judicial, que provocó el inicio de aquel episodio del “desafuero”?

El otro caso relevante es el de su rechazo al matrimonio igualitario. El PRD, su partido en esa época, tenía la mayoría suficiente para aprobar la reforma, pero el rechazo no vino del PAN o del PRI, sino del regente mismo: AMLO se opuso terminantemente.

Los legisladores perredistas tuvieron que adaptarse a la inusual demanda de su entonces gobernante y líder, y suavizaron la propuesta al nivel de “sociedad de convivencia”. Fue hasta el siguiente sexenio, el de Marcelo Ebrard, que se aprobaron el matrimonio igualitario y la adopción en todos sus términos.

Luego está el antecedente del presidencialismo histórico del viejo PRI; y es que los anhelos y las nostalgias mostrados por AMLO con absoluta claridad hacia el pasado preneoliberal del país son inocultables.

Hay que recordar que, en el viejo presidencialismo mexicano, el poder de la Presidencia omnímoda se debía, no a atribuciones legales desorbitadas, sino básicamente a que los demás poderes y niveles de gobierno abdicaban de las facultades y funciones que la ley les confería en su favor. ¿El motivo de dicha abdicación? Obvio: el Presidente era el que designaba las candidaturas (él determinaba todas las carreras políticas, las locales y las federales, las judiciales y las legislativas).

Una vez que la designación presidencial dejó de ser garantía de futuro político (por la competencia real de otros partidos), cada poder y nivel fue retomando sus facultades; el primer grupo que se rebeló y recuperó su poder fueron los gobernadores. ¿Se acuerdan de aquella “renuncia” del gobernador de Tabasco, negociada en Gobernación pero escamoteada posteriomente por la víctima de aquel “arreglo”? Fue el principio del fin.

En teoría tenemos una sólida garantía contra cualquier pretensión de aventurerismo presidencial, de un proceso de personalización y desinstitucionalización voraz e incontenible, de un intento de desmantelamiento o subordinación de órganos y niveles del Estado obligados a la autonomía.

Los cambios constitucionales requieren un consenso realmente enorme (mayorías calificadas en ambas cámaras del Congreso y ratificación de al menos 17 legislaturas locales). En otros terrenos, la autonomía universitaria descansa en órganos y autoridades de amplia trayectoria a institucionalidad.

Pero me preocupa la anuencia reciente de instituciones ante el bullying de la muchedumbre virtual, que hemos visto en estos años: Consejos Universitarios que doblan las manos y retiran Honoris ya aprobados ante indignaciones guturales organizadas en las redes; autoridades municipales que cesan a funcionarios por declaraciones u opiniones personales que son motivo (no siempre válido) de virulentas algaradas orquestadas desde las redes.

No estoy seguro de que los órganos y niveles de gobierno cuya obligación legal es regirse con autonomía e independencia aguanten el embate combinado de un Presidente inquisitorial y abusivo con el de una muchedumbre virtual (y real, presionando en las calles), haciendo trizas el honor y la imagen de esos servidores públicos por oponerse al Amado Líder. Ese es mi temor principal.

De nuevo, como casi siempre, el valladar último contra el abuso y la pérdida de instituciones, que pese a sus defectos nos costó mucho tiempo y sacrificios construir, serán hombres y mujeres concretos cuya responsabilidad legal y política será poner un alto, ser inflexibles en el ejercicio de sus facultades legales y lidiar con presiones enormes que los empujarán a hacerse a un lado o, por lo menos, mirar a otro lado.

Todos nosotros, los que no aceptaremos una República disminuida por merolicos autoiluminados, vengan de donde vengan, debemos estar atentos y en guardia para salir a apoyar a esos servidores públicos, los que deberán volverse diques infranqueables si es que enfrentamos esa dura prueba.

No importará su origen partidista (en el fondo nunca importa), sino su apego a la Constitución y a las leyes; debemos hacerlos sentir apoyados, de algún modo combatir el linchamiento virtual y real que podrían sufrir. No podemos dejarlos solos.

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