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viernes 27 diciembre 2024

Nuestro periodismo

por Rubén Aguilar Valenzuela

La tarea del periodista es uno de los trabajos más apasionantes y exigentes de cuantos existen. Reclama todo el tiempo de quien se dedica a él. Conocer a profundidad cuáles son los hechos e ir siempre tras la verdad hacen del periodismo una tarea única y apasionante. ¿A qué más se puede aspirar que a conocer la verdad? ¿Cuántos de nuestros periodistas, de nuestros articulistas y editorialistas están en esta búsqueda? ¿Cuántos interesados en ir al fondo de los hechos y de los dichos? ¿Cuántos investigan si lo que se les dice es o no la vedad? ¿Cuántos se dedican a escudriñar en la realidad, para entender lo que ocurre? No son muchos. ¿Por qué? Las respuestas son diversas. Desde mi experiencia de la responsabilidad pública que tuve ofrezco algunas. Están hechas desde el ángulo de mirada del espacio en el que me tocó estar. Ahí está su fuerza, pero también su límite. No las propongo como las únicas y menos como las verdaderas. Su propósito es compartir una visión y animar la discusión.

Es urgente un debate sobre la manera en la que se está haciendo el periodismo en nuestro país y sobre el papel que los medios jugaron en la etapa de la alternancia y están ya jugando en el periodo de la construcción de la gobernabilidad democrática. Los medios son actores fundamentales de esa construcción. Es importante que asuman de manera consciente la etapa que vive el país y las tareas que, para el periodismo, se derivan de ella.

A los periodistas y a su trabajo les tengo un gran respeto. La tarea del periodista la define bien Jon Lee Anderson, reportero de New Yorker y alumno de Kapuscinski, quien plantea: “Para mí, un periodista hoy es lo que fue siempre. Somos los que informamos al público, de la verdad, del acontecer cotidiano. Mi visión no ha cambiado; me he sentido atraído, impulsado, obligado a participar como observador y narrador de estos hechos, y pienso que ése es mi deber”. Y añade que para él como parte de su trabajo “el mayor problema es que la gente pueda distinguir entre lo bueno y lo malo, entre lo cierto y lo falso”.1

Al hacer un análisis sobre la vida del excepcional periodista que fue Ksawery Pruszynski (1907-1950), Adam Michnik, el escritor polaco, plantea como la clave de su quehacer periodístico, que debería ser el de todos, que: “él, sencillamente, era un sagaz observador del mundo y de la gente, que sabía descifrar los signos de su tiempo, descubrir los límites de los bandos ideológicos o de las corrientes históricas. Dotado de intuición y valentía, también sabía formular juicios inesperados y provocativos. Con frecuencia escribía a contracorriente, se exponía a brutales ataques y era blanco de histéricas campañas de acoso de la prensa. No eludía los temas tortuosos y conflictivos”.2

Estoy convencido como lo estaba Ryszard Ka-puscinski (1932-2007) que el verdadero periodismo no es para los cínicos. “La razón es que nuestra profesión no depende sólo de nosotros, sino también de los demás, de los que nos quieren contar, de lo que nos trasmiten. Son los que nos guían y los que nos hacen ver la realidad. Esta profesión hay que realizarla conjuntamente con los demás. Y, como dependemos de eso, si los que tenemos delante ven que no tenemos interés humano, ellos no nos responderán nunca o, al menos, no se relajarán al hablar con nosotros. Si eso ocurre, no podemos hacer bien nuestro trabajo Por eso lo del escepticismo, porque los reporteros que trabajamos en la calle necesitamos trasmitir a los demás esa actitud humana. Es indispensable”.3

En el ejercicio del periodismo que se hace en el país, y del que a mí me tocó ser testigo, siempre hay honrosas excepciones, encuentro seis grandes problemas. Los presento de manera general, sin particularizar en ningún medio, porque el problema está presente, de una u otra manera y con uno u otro nivel de intensidad, en todos los medios. Ahora doy cuenta de ellos.

1. La concepción de la noticia y su construcción

a) La concepción de la noticia

En nuestro periodismo la concepción dominante de la noticia ya no son los hechos. La noticia se entiende sólo como aquello que es escándalo. No está presente, por lo menos no es lo fundamental, la idea de ofrecer los hechos y el acontecer cotidiano. El escándalo es sinónimo de noticia. Si no es escándalo, no es noticia. Esta posición no siempre y necesariamente es la del periodista que cubre la fuente, para el caso la presidencial, sino que se origina en la mesa de redacción; que está, a su vez, presionada por la competencia de los otros medios. Se está dentro de un círculo perverso en el que nadie está dispuesto a dar el primer paso para romperlo.

En esta concepción el escándalo es también sinónimo de entretenimiento. Así, los medios llevan a la población el entretenimiento que esperan: el escándalo. Se mantiene la atención. Sube la audiencia. Lo que realmente ocurrió no es relevante. Lo que resulta importante es si se logró construir el escándalo y así, obtener la noticia.

b) La construcción de la noticia

En nuestro periodismo son dos las técnicas para obtener y construir el escándalo. Solicitar la opinión de un actor político y con ella provocar la reacción de otro actor político. En ese momento se tiene la nota. No importa lo intrascendente que pueda ser el tema de la opinión y la opinión misma. Lo que interesa es la confrontación de los actores. Se construye el acto divertido. El entretenimiento está garantizado. En la confrontación de las posiciones lo que se obtienen es circo. La caducidad del escándalo es muy rápida y está dada por la superficialidad de los temas confrontados. Se requiere, entonces, que el círculo se repita. Hay que buscar un nuevo escándalo.

Esta cobertura noticiosa provoca ruido, puede incluso ser muy intenso, pero nada más. Como lo que se discute es marginal e irrelevante la realidad no se ve cuestionada. No hay materia para que ocurra. Esta cobertura, que no toca la realidad, se consume en sí misma. Su influencia es psicológica. El ruido provoca preocupación y visiones pesimistas de alguna parte del gran público. A la manera de la tensión que provocan ciertos programas de la televisión. Es la misma lógica.

La otra es menos compleja y no se requiere construcción. Simplemente sucede. Se trata de magnificar accidentes que ocurren constantemente en el campo de la comunicación como un gazapo, un lapsus lingue, un desliz o también un error. Las más de las veces, por no decir todas, son siempre irrelevantes, pero se les concede el estatuto de un atentado contra la cultura o los valores nacionales. Es lo que se necesita para darles el nivel de escándalo que se busca.

El accidente, que es intrascendente, pasa a ocupar el espacio central. El hecho a cubrir queda relegado a su mínima expresión o incluso deja de existir. El accidente, como escándalo, se convierte en la noticia importante. Por días se mantiene como tema de los comentaristas quienes profundizan sobre la gravedad del mismo y discuten sobre sus implicaciones.

c) El cabeceo de las notas

Un tema asociado a los anteriores es el del cabeceo de las notas. Resulta fundamental en la construc-ción del escándalo. Se da de manera muy clara, pero no exclusiva, en la prensa escrita. Con mucha frecuencia las cabezas de las notas no tienen nada que ver con la nota. Se da también el caso que teniendo alguna relación, la cabeza interpreta la nota en sentido contrario a lo que ésta propone.

La cabeza sola, sin la nota, pasa luego a ser la nota de los noticieros de la radio que la proponen como lo que realmente es o sucedió. De ahí se desprende, con frecuencia, llamadas a los actores políticos para que opinen sobre esa noticia, que no es tal, y los actores, es también lo más frecuente, suelen reaccionar dando por bueno la afirmación que parte de una cabeza que no daba cuenta de lo que había ocurrido, pero que tampoco era lo que proponía la nota original.

Este tipo de cabeceo se convierte en un elemento central, indispensable, de la construcción de un periodismo de escándalo que esconde siempre lo que realmente está sucediendo en el país. La realidad va por un lado y la prensa, que debería narrar lo que ocurre en la cotidianidad, va por otro lado. No se encuentran. Caminan en líneas paralelas.

2. La cobertura sesgada por la ideología

La neutralidad pura no existe. Todos tenemos posiciones en relación con el mundo, la vida y la política. Así debe ser. Lo que resulta cuestionable es que desde las posiciones ideológicas se manipule o niegue la realidad. Que se la vea sólo desde un ángulo en una lógica reduccionista que niega la complejidad de la realidad o incluso la propia verdad de los hechos. A partir de este momento se deja de hacer periodismo, para hacer propaganda. Se desvirtúa la función y tarea del periodismo que es narrar con la mayor objetividad posible lo que ocurre en la realidad. Esto incluso si no se está de acuerdo con lo que pasa o si no se simpatiza con lo que tal o cual político hace o deja de hacer.

En nuestro periodismo hay un abuso de la cobertura ideológica. El periodista privilegia sus simpatías o antipatías, producto de su ideología, en la cobertura noticiosa. Se deja llevar por sus filias y fobias. Se ignoran hechos contrarios a su visión ideológica. No hay un real esfuerzo para objetivar lo que se cubre. Este tipo de periodismo la mesa de redacción lo deja pasar porque ella misma es presa de esta misma visión ideológica que niega la objetividad de los hechos. Esta cobertura contribuye a polarizar a la sociedad. Desde el momento que se opta por la propaganda, como instrumento de expresión, se deja de ser periodista y de hacer periodismo, para convertirse en un militante de la causa y en un hacedor de panfletos.

3. La editorialización de la noticia

En el periodismo que se hace en el país, particularmente en la radio y también en una parte de la televisión, resulta muy difícil, cada vez más, distinguir los hechos de la interpretación editorializada de los mismos. Con los elementos que se proponen resulta complicado hacerse una idea precisa de lo que ocurrió. Lo que uno puede leer, oír o ver es la posición del comentarista o del medio, pero no acercarnos a lo que realmente sucedió. Se infravalora al lector, al oyente y al que ve. Se le supone como persona incapaz de pensar. Se le ve como alguien que necesariamente tiene que ser “guiado” por el periodista o conductor. Se le considera incapaz de hacer por sí mismo el análisis y valoración de los hechos.

La editorialización hace parte de la construcción del escándalo. Se simplifica la realidad, por un lado, y, por otro, se la da ya interpretada. Eso es lo que se tiene que pensar. No hay otra posibilidad. Algunos argumentan que esto es precisamente lo que pide el gran público. Otros que la noticia ya se conoce y lo que se vuelve interesante es precisamente la toma de posición del periodista o comentarista. Esos argumentos no valen para el caso de México donde la gran mayoría de las personas no conocen de manera precisa los hechos sobre los que se editorializa.

El público tiene derecho a ser informado con la objetividad que sea posible. El periodista, el comentarista y el medio tienen derecho a expresar su punto de vista, pero siempre que distingan la información del editorial. Planteado como dos cosas distintas el público podría siempre distinguir entre una y otra. El formato de muchos de los noticieros, en particular los de la radio que se extienden por horas, utilizan, para mantener el interés de los escuchas, editorializar, planteado con mucha frecuencia, como entretenimiento. El tiempo dedicado a la información objetiva es cada vez menor.

El periodista es quien observa y narra la realidad que le toca presenciar. En el relato está su capacidad de develar la realidad. De dar cuenta de la verdad de la misma. El país requiere de más información y de menos opinión. Nuestro periodismo ofrece pocos elementos para conocer lo que realmente sucede. Conocemos, las más de las veces, lo que piensa el periodista, el comentarista, pero no lo que realmente ocurrió.

4. La búsqueda de la verdad no resulta relevante

El periodismo tiene como una de sus tareas centrales la búsqueda de la verdad. En nuestro periodismo esta búsqueda no es relevante. Los esfuerzos en esa dirección son la excepción. Con frecuencia se publican hechos que son falsos. Algunas veces son menores e irrelevantes, pero en otros casos no. Las fuentes no se confrontan. Se les asume a todas como válidas. No se investiga si lo que se dijo es cierto. Se da por bueno. Lo que importa, esos son los ejes articuladores, es el escándalo, por un lado, y el sesgo ideológico, por el otro. Los datos duros no interesan. éstos, por lo general, no generan escándalo. De manera intencional el dato duro se deja de lado. Las medias verdades, no la verdad, ofrecen mayores posibilidades para la construcción de la nota escandalosa. Se abre, entonces, el espacio para elaborar la nota como se quiere. Desde el marco ideológico se inventa y se formula la realidad tal como se quiere ver, no como es.

No hay interés en indagar, para conocer la verdad y trasmitirla al gran público. Nada que ver con el planteamiento de Ryszard Kapuscinski cuando dice: “Creo que, en nuestra profesión, el entusiasmo es claro, porque lo que nos mueve es la profunda curiosidad, querer saber, conocer. Las ganas de ver, de sentir. Este oficio es muy duro, se necesita mucha energía y sólo puede llevarse a cabo con grandes dosis de entusiasmo y vitalidad. Pero no todo es entusiasmo. Hay otro factor importantísimo que es el conocimiento extenso del tema. Uno que trabaja en este campo tiene que estudiar constantemente. Hay que mantenerse en continuo contacto con la antropología, la historia, la etnografía y la sociología, entre otras ciencias. Se requiere, pues, mucho trabajo para llevar a cabo nuestro oficio con un mínimo de eficiencia”.4

5. La descalificación permanente

Hay una clara tendencia de nuestro periodismo a la autodescalificación. Siempre estamos mal. La tónica es que en el país nunca hacemos bien las cosas. Nunca se relevan los éxitos y aciertos. Nunca el reconocimiento a la tarea cumplida. Siempre se anota lo que nos falta y nunca, o sólo en muy raras ocasiones, se da cuenta de lo que hemos alcanzado.

Los medios reproducen una cultura donde la flagelación, hacerse víctima y no reconocer nunca el éxito son parte de la misma. La nuestra es una cultura de la lamentación, de la celebración del fracaso, del regodearse en lo no alcanzado. Los medios no escapan de estos vicios sino que los reproducen.

No se trata de esconder o negar nuestros mu-chos problemas y rezagos, algunos históricos, eso no. Hay que denunciarlos y hacer conciencia sobre ellos. Pero también hay que dar lugar a nuestros logros y avances. Ver la totalidad y no sólo una de sus caras. No hacerlo así es negar la complejidad de la realidad. No se trata de hacerse eco de un optimismo que no se sustenta en los hechos. Se trata simplemente de ofrecer la panorámica completa.

Nuestro periodismo da especial atención y cobertura a todas las declaraciones de organismos o de funcionarios internacionales que señalan algún problema en el país. Se buscan los elementos que permitan la autodescalificación. Se utilizan, incluso, los dichos de organizaciones sin ninguna relevancia y se da cobertura a opiniones de funcionarios de cuarto o quinto nivel. La única condición es que las organizaciones y los funcionarios sean extranjeros. Con frecuencia se descontextualizan los informes de esos organismos o de sus funcionarios. Éstos ofrecen una visión compleja que reconoce logros y alcances, pero también señala deficiencias. La más de las veces la intención de estos documentos es precisamente reconocer lo que se ha avanzado, pero la lectura de nuestros medios sólo recoge lo negativo y le da una relevancia que no tenía en el material original.

6. Los comentaristas y editorialistas

La comentocracia o la opiniología, con honrosas excepciones, dominan el espacio de los artículos de opinión. No hay hechos y tampoco análisis. Sólo opiniones, sin fundamento, y muchos juicios de valor. Los adjetivos o incluso los insultos llenan el espacio que debería darse a los argumentos y a las razones.

Desde una posición de superioridad moral muchos de los comentaristas dejan de ser periodistas para convertirse en jueces. Ellos juzgan y de paso condenan. No se admite al fiscal y a la defensa. El veredicto es irrevocable. En los artículos no se ofrece un marco de explicación para entender lo que ocurre. No hay investigación. Sólo opinión que está condicionada por la ideología y por las filias y fobias de quien dice su palabra. Los temas relevantes quedan fuera. Sólo lo que genera escándalo es objeto del comentario. Se alimenta el circo. Y con ellos el divertimento. Y como bien dice Jesús Silva-Herzog Márquez, se privilegia la anécdota. “La anécdota se vuelve el método, el argumento y el mundo. Se entiende acumulando anécdotas. Una anécdota es axioma; tres forman una doctrina; cinco son suficientes para fundar una secta. La técnica es bastante simple: no se suman razones, no se sigue el desenvolvimiento de un proceso, no es necesario hacer selección de datos ni verificar evidencias. Se pontifica a base de relatos reveladores: la anécdota se presenta entonces como la verdad en cueros. Nuestra sociología anecdótica es, en sí misma, tesis y demostración. La conjetura se vuelve prueba irrefutable y, muy pronto, doctrina. Frente a su contundencia, toda explicación es redundante. Un hecho curioso vale más que mil razones. El contexto también estorba. La anécdota flota en el aire. Su marco es el vacío. No es necesario instalarla en su circunstancia para entender su significado…”.5

Estamos muy lejos de lo que Ksawery Pruszynski proponía debía ser la tarea del comentarista que: ” siempre tiene que sentir una gran responsabilidad, siempre debe tener en cuenta las consecuencias que puede provocar con lo que escribe, si instará a menospreciar el peligro que acarrea una determinada situación o, por el contrario, sabrá dar máxima seriedad a su advertencia. El comentarista tiene que saber que su papel no consiste en repartir alfilerazos con soberbia, en gastar bromas, hacer juegos de palabras y, menos aún, en buscar ante todo popularidad. El actor, para ser bueno, nunca podrá ser pitado, pero el comentarista malo es aquel que nunca fue pitado por nadie, que nunca se expuso a la ira de la opinión pública. Y por eso siempre debemos hacer lo que hay que hacer, independientemente de que nuestra acción pueda tener efectos seguros o aunque sólo podamos tener probabilidades de conseguir efectos e, incluso, aunque tengamos temor de que no los consigamos, aunque alguien nos garantice que sí. La tarea del comentarista no es, pues, tocar un interminable sztajerek [en el folclor urbano polaco, una polca briosa] para satisfacer el gusto del público. La tarea del comentarista es explicar lo que ha entendido con su mente e independientemente de que el razonamiento en cuestión guste o no guste al poder, a la iglesia, a las masas, a la sociedad, al pueblo, a la opinión pública. Siempre defender la convicción de que los consejos que da o las advertencias que hace son justos, aunque no gusten”6

1 El País, edición México, 4 de marzo 2007.

2 Adam Michnik, “El polaco que aborrecía las doctrinas”, en El País, edición México, 15 de marzo 2007.

3 Ryszard Kapuscinski, entrevista de ángel Villarino, Reforma, 28 de febrero 2007.

4 Idem.

5 Jesús Silva-Herzog Márquez, “La estafa de la anécdota”, en Reforma, 5 de febrero 2007.

6 Adam Michnik, op cit.

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