En la actualidad existe una enorme literatura sobre populismo. La mayoría de los estudiosos del fenómeno plantean la relación entre populismo y democracia liberal como una relación antitética. El significado etimológico de ambos términos remite al pueblo como fuente última de legitimidad: la democracia como poder (kratos) del pueblo (demos), y el populismo como una ideología (ismo) que representa los intereses del pueblo (populus). La primera tiene una larga tradición teórica que se remonta a los textos de Platón y de Aristóteles; no así el segundo, que es un término nuevo cuyas primeras referencias las ubicamos a mediados y finales del siglo XIX en los movimientos de intelectuales en Rusia que se oponían a la autocracia zarista y al U.S. People’s Party en Estados Unidos. Es en las últimas décadas que la discusión sobre el populismo ha cobrado un enorme interés, sobre todo porque es una categoría que permite comprender ciertos fenómenos políticos de las democracias actuales, al presentarse como una crítica a la democracia liberal y, al mismo tiempo, como una alternativa. Pero ¿es el populismo una alternativa a la democracia liberal? Veamos qué distingue a uno de la otra.
En general se entiende por democracia un tipo de régimen político en el que el pueblo, entendido como el conjunto de ciudadanos, participa de manera directa o indirecta en la formación de las decisiones colectivas. Las democracias liberales son el resultado de una serie de procesos de adaptación y cambio de sus ideales y principios a circunstancias y contextos diversos. Democracia y liberalismo responden de manera distinta al problema del poder: la democracia busca su distribución; las tradiciones liberales, en cambio, buscan poner límites a los poderes, tanto públicos como privados. Desde el punto de vista de los ciudadanos, el problema democrático es el de la participación en la toma de decisiones colectivas; desde las tradiciones liberales, el problema es el reconocimiento y protección de los derechos. Las democracias liberales existentes son el resultado de la adaptación tensa y conflictiva de ambas tradiciones a contextos siempre hostiles y adversos. Estas destacan, con sus diferencias y matices, por incorporar la división de poderes, el reconocimiento de derechos, instituciones electorales para la elección e integración de las autoridades, partidos políticos, organizaciones autónomas, control de constitucionalidad y rigidez constitucional, entre otros rasgos.
Por lo que se refiere al populismo, es común que los usos del término —tal y como los encontramos en la prensa, en las opiniones de políticos y de académicos— aludan a fenómenos diversos, incluso contradictorios. El término ha servido para designar movimientos, tipos de liderazgo, causas, lógicas de acción, gobiernos, culturas políticas o ideologías. Entendido el populismo como ideología comprende un par de ideas básicas sobre la democracia y la política. En algún sentido, su éxito reside en que estas ideas llevan implícitas una explicación de los problemas que aquejan a las democracias actuales y una justificación de por qué se deben reformular los diseños institucionales de las democracias liberales. Para el populismo, democracia significa únicamente gobierno del pueblo, y concibe a la política como lucha por el poder político, en la que el conflicto político está definido por una visión dicotómica, maniquea y simplista de los problemas sociales. Un rasgo del populismo es su elasticidad (ideología delgada) para adaptarse a los contextos más diversos y parasitar a las ideologías sedimentadas en los contextos políticos y culturales en los que se reproduce. Por esta razón, no hay contradicción en que podamos identificar populismos de izquierda o de derecha, nacionalistas, indigenistas o xenófobos.
La crítica del populismo a las democracias liberales consiste en señalar que el pueblo en realidad no es soberano. Señalan que las instituciones representativas, los partidos políticos, los parlamentos, los órganos de control constitucional (como la suprema corte de justicia) y los organismos autónomos no son otra cosa que instituciones elitistas que imponen límites a la verdadera soberanía popular. Así, las democracias liberales no son “verdaderas” democracias o no lo son suficientemente, porque no permiten que el pueblo participe de la mayoría de las decisiones colectivas; denuncian que sus instituciones están ocupadas por élites que no representan los intereses del pueblo y, en consecuencia, no atienden a la máxima de la experiencia política que señala que el mejor intérprete de los intereses del pueblo es el propio pueblo. Es por ello que los populistas son críticos de los partidos y de las instituciones representativas y son proclives a preferir los instrumentos de democracia directa como los plebiscitos, las consultas y los referendos. Los populistas, al cuestionar las formas de intermediación y proponer formas directas de participación, ofrecen un tipo de ejercicio de la soberanía que da la sensación de que es el pueblo el que está tomando las riendas de su destino. La idea que subyace es que un régimen en el que las decisiones del pueblo son tomadas de manera directa, sin intermediarios, es genuinamente democrático.
Ahora bien, existe una diferencia notable en la concepción del pueblo de los populistas respecto a la forma en la que, en principio, se acepta en las democracias liberales. Esta diferencia está asociada con su concepción de la política: el populismo asume una que es maniquea, simplista y polarizante, que reduce la complejidad social en una oposición amigo (el pueblo) y enemigo (las élites, representadas por los partidos políticos, los intelectuales, la clase política, la mafia en el poder, los tribunales constitucionales, los extranjeros, etcétera). El populismo construye una imagen unitaria y homogénea del pueblo. Se trata de una representación moral (no sociológica) del pueblo, como un sujeto virtuoso, oprimido y agraviado por élites corruptas y opresoras. Bajo esta óptica del espacio político como una tensión permanente entre dos polos, pueblo versus elites, la política se vive como una lucha permanente por reparar los agravios históricos al pueblo. La división social en dos polos contribuye a que los populistas crezcan en la medida en que las diferencias sean evidentes; así, los populistas crecen en la polarización y, por ello, necesitan construir permanentemente enemigos del pueblo. Se trata de una resignificación moralizante del pueblo. Los populistas se envuelven en una cruzada casi épica por resarcir los daños ocasionados por los enemigos del pueblo. En esta imagen maniquea, el pueblo del populismo son los pobres contra los ricos, la clase trabajadora contra los burgueses y las burocracias, o la nación contra los extranjeros. Se trata de una imagen del pueblo como un todo homogéneo, con una voluntad única, que choca con la idea de pluralismo que está en la base de las democracias liberales. Para los liberales, en cambio, el pueblo se entiende como un conjunto de ciudadanos plural, complejo y que admite las más variadas ideologías.
El éxito del populismo consiste en que construye una retórica polarizante: primero, porque presenta un diagnóstico de los males que padece el pueblo con un lenguaje llano (eslóganes o frases comunes) que conecta con el sentido común; segundo, identifica y condena claramente a los responsables (enemigos del pueblo) de esos males, apelando a las pasiones y sentimientos de agravio incubados en la sociedad; tercero, promete resolver los problemas sociales de manera rápida y eficaz consultando permanentemente al pueblo, con lo que genera la sensación de un ejercicio de la soberanía más activo. Las condiciones económicas y sociales son importantes porque nutren y dan contenido a esa retórica. El populismo crece en condiciones de crisis: de legitimidad política, económica o social. Critica a la democracia liberal y a sus instituciones al mismo tiempo que ofrece una respuesta a los males que denuncia.
El problema con esta idea de la democracia y la política de los populistas es que el pueblo no decide nada: es la justificación que legitima ciertas decisiones. Son los líderes populistas los que, en última instancia, las toman por sí mismos. En las democracias liberales las instituciones de intermediación permiten formas de control y rendición de cuentas de los actos de los representantes. Esa es una función de los procesos electorales. En el caso de los populistas, la responsabilidad tiende a diluirse: como están llamados a responder a los verdaderos intereses del pueblo, no son responsables de sus acciones porque están actuando en nombre y por voluntad directa del pueblo. Este es el soberano y los populistas encarnan su voz; por tanto, no son responsables de los efectos negativos de sus decisiones: lo es el pueblo mismo. Una tendencia de los líderes populistas es que estando en el poder tienden a capturar o anular a los otros poderes, tienden a eliminar o a desacreditar las diversas formas de intermediación. Cuando los poderes son un contrapeso, tienden a gobernar mediante decretos. Lejos de resolver los problemas sociales, tienden a agudizarlos y a profundizarlos.
El populismo es un riesgo para las democracias liberales cuando, en nombre del pueblo y de la soberanía popular, se modifican o capturan las instituciones, se eliminan los límites y controles impuestos constitucionalmente. El populista crea una ficción histórica para la legitimación de su retórica, que pierde de vista dos lecciones de la historia que dieron origen a estos instrumentos que limitan al poder: por un lado, que quien detenta el poder tiende a abusar de él, y de ahí la necesidad de ponerle límites; por otro, que en la lucha por la democracia y la ampliación de las libertades no todo es progresivo: también se puede retroceder. Hay que recordar las experiencias del nazismo y el fascismo. En este sentido, el populismo no es una alternativa a la democracia: es su contrario.
Lo anterior no quiere decir que no debamos hacer la crítica a las instituciones de la democracia liberal; la ascendencia del populismo en el mundo debería hacernos reflexionar sobre su crisis. Una respuesta a la falta de credibilidad en la democracia representativa pasa por repensar la representación política. Es necesario reflexionar sobre los alcances de las instituciones y hacer una crítica democrática para que posibiliten formas de expresión ciudadana más incluyentes para grupos históricamente excluidos. La relación entre tribunales constitucionales y los parlamentos en la definición de las leyes debe incluir mecanismos que permitan que los ciudadanos puedan expresarse en distintas etapas del proceso decisorio. Debemos incorporar mecanismos de participación directa complementarios con los instrumentos de la democracia representativa. La revisión y reformulación de leyes y ciertos contenidos de derechos se tienen que hacer a la luz de las experiencias y las demandas de justicia de las nuevas generaciones. Las relaciones entre democracia, mercado y globalización tienen que ser problematizadas. Si las democracias liberales no tienen la capacidad de ofrecer una respuesta satisfactoria a las demandas y expectativas de los ciudadanos, es probable que los populismos y las regresiones autoritarias adquieran carta de naturalidad.