Hasta hace un par de años las voces que planteábamos la necesidad de cambiar el enfoque mundial con el que desde al menos hace cuatro décadas se ha enfrentado el tema de las drogas éramos claramente minoritarias. Desde que en 1969 el presidente Nixon le declaró la guerra a las drogas y decidió empeñarse en un combate frontal contra el tráfico de toda substancia psicotrópica que no fuera el alcohol (o las drogas de prescripción médica), América Latina se ha enredado en una espiral de violencia con saldos catastróficos para sus Estados, sus sociedades y sus economías.
Jackson Pollock. “The Key” 1946 (270 Kb Oil on canvas, 59 x 84 in; The Art Institute of Chicago.
El empeño en perseguir la oferta en lugar de incidir en la demanda con información, prevención y tratamiento para los consumos peligrosos y las adicciones, ha dejado un reguero de corrupción, descomposición social y muerte en regiones enteras, mientras el consumo se mantenía estable, las cárceles se llenaban —tanto en Estados Unidos como en muchos países del mundo— de consumidores que no había hecho ningún daño a terceros o de pequeños traficantes muchas veces obligados por su propia adicción, mientras los problemas de salud se agravaban por la clandestinidad: adulteraciones letales, enfermedades de transmisión venérea por la jeringuillas compartidas —VIH, hepatitis C—, adictos alejados de los servicios de salud por la estigmatización de su consumo…
Desde el punto de vista económico, la posibilidad de los Estados de desaparecer un mercado con demanda estable o creciente por medio de la restricción radical de la oferta resulta un despropósito, pues los incentivos para satisfacer la demanda son altos y las ganancias potenciales de retar a la prohibición son ingentes, lo que provee a los especialistas en mercados clandestinos de rentas extraordinarias con las cuales armarse para enfrentar a los cuerpos de seguridad del Estado, corromper a los encargados de la aplicación de la prohibición y mantener una red de distribución eficaz que, empero, no tiene criterios de calidad o escrúpulos para llevar sus productos a niños o adolescentes. El mercado de las drogas existe y está regulado, pero por los delincuentes, en lugar de que sea el Estado el que ponga las reglas específicas con base en criterios sanitarios y de seguridad.
De los saldos de la prohibición se desprende la primera razón por la que se debe cambiar de estrategia para enfrentar el asunto de las drogas: se debe legalizar no porque las drogas sean buenas —el tema de los diversos grados de peligrosidad de las sustancias hoy prohibidas debe ser tratado aparte— sino porque la prohibición ha demostrado ser muy mala estrategia, pues no resuelve el problema de acceso a las sustancias, mientras que provoca muchos más males que los que pretende evitar. La necesidad de buscar opciones de política distintas parte, así, de la constatación de que como política pública la prohibición ha sido un fracaso completo.
Sin embargo, la idea de legalizar las drogas y someterlas a regímenes específicos de regulación, de acuerdo con sus grados particulares de peligrosidad individual y social y a las características de su producción y mercado, encuentra todavía hoy múltiples detractores, muchos por ignorancia y prejuicios, otros por salvaguardar intereses propios. Entre las agencias encargadas de perseguir el tráfico, la oposición a un cambio de estrategia se entiende por el fenómeno característico de los procesos de cambio institucional que siempre encuentran sus principales obstáculos en aquellos actores que han generado simbiosis con el marco de reglas del juego establecidas, fundamentalmente porque sacan provecho de las consecuencias distributivas de las instituciones vigentes o porque temen convertirse en superfluos en un marco regulatorio distinto.
Donde sorprende la oposición es entre aquellas agencias encargadas de abordar las consecuencias de salud del consumo de drogas. En el caso concreto de nuestro país, que el Comisionado Nacional contra las Adicciones se aferre al prohibicionismo resulta irracional, pues con un cambio de política su agencia resultaría beneficiada en su presupuesto, en la medida en que cualquier cambio de estrategia enfocaría la acción estatal a la prevención; sin embargo, el doctor Cano Valle prefiere que su trabajo lo siga haciendo la policía, en lugar de aspirar a tener más recursos para investigación de estrategias eficaces de prevención de los consumos peligrosos y para la expansión de sus programas de atención.
En efecto, la prohibición ha fracaso respecto a todas las drogas y el problema de los incentivos económicos para los especialistas en mercados clandestinos —los grandes narcotraficantes— sólo se resolvería si el Estado les quita el conjunto de su negocio y establece mecanismos legales para enfrentar el asunto de manera integral. Cada substancia de las ahora prohibidas debe ser sujeta a un proceso específico de regulación, para que frente a drogas altamente adictivas y de peligrosidad alta se desarrolle una estrategia de salud enfocada a la reducción de riesgos y daños, como se ha hecho en Portugal respecto a la heroína; las drogas de peligrosidad media deben ser sujetas a regulaciones parecidas a las de las substancias que se venden en las farmacias, mientras que las de peligrosidad baja puedan ser sujetas de regulaciones equivalentes a las que hoy existen para el tabaco y el alcohol: prohibición de su venta a menores, prohibición absoluta de la publicidad de su uso, espacios regulados para su consumo y prohibición de conducir vehículos u operar maquinaria bajo sus efectos.
Jackson Pollock. “Male and Female” 1942 (240 Kb Oilon canvas, 73 1/4 x 49 in; Philadelphia Museum of Art.
Si de lo que se trata es de quitarle el negocio a los delincuentes y con ello debilitarlos para poder perseguir con mayor eficacia los delitos depredadores como el secuestro, el asesinato o el robo, en lugar de dedicar enormes cantidades a perseguir delitos de mercado, entonces la regulación estatal debe abordar de manera conjunta a todas las substancias hoy prohibidas y que representan un importante mercado clandestino. Sin embargo, la discusión se enfrenta a las enormes inercias que ha generado el paradigma prohibicionista. Por ello vale la pena comenzar el cambio de política con la mariguana.
La flor de la cannabis, cuyo nombre común —mariguana— parece tener un origen mexicano, es un psicotrópico que según la mayoría de los estudios científicos contrastados está lejos de ser la droga demoníaca descrita por las notas de los periódicos de William Randolph Hearst que promovieron su prohibición en Estados Unidos poco después de la prohibición constitucional del alcohol. El objetivo económico del magnate de la prensa amarilla era sacar del mercado a sus competidores productores de papel de cáñamo, más eficientes que las papeleras de madera compradas para abastecer su imperio. Los periódicos de Hearst emprendieron entonces una campaña cargada de tintes racistas según la cual los horrendos mexicanos embrutecidos por la mariguana violaban y asesinaban a chicas estadounidenses. Esta versión caló tan hondo en el imaginario colectivo que todavía hoy el doctor Cano Valle parece influida por ella cuando imagina legiones de zombies descerebrados deambulando por las calles de la ciudad de México diez días después de la legalización.
La realidad documentada por los estudios científicos es que el tetrahidrocannabinol, la principal substancia activa de la cannabis, no tiene dosis letal conocida, cosa de la que no puede presumir ni siquiera la aspirina, mientras que sus efectos sobre el cerebro son en su mayoría temporales y sólo afectan mientras se está bajo su influjo; la paranoia, por ejemplo, un efecto común que se desata en ocasiones a quien consume la substancia, desaparece cuando se metaboliza el THC y solo en aquellas personas en las que la enfermedad mental está latente el consumo puede derivar en delirios recurrentes sin estar bajo el influjo de la sustancia. La pérdida de memoria de corto plazo se da sólo cuando se consume y la disminución de reflejos y capacidad de reacción tiene menos duración incluso que la que ocurre con la ingesta alcohólica. Por lo demás, el THC es mucho menos adictivo que el etanol o la nicotina y si bien las substancias oncogénicas —generadoras de cáncer— presentes en la combustión de la cannabis son equivalentes a las del tabaco, los fumadores de mariguana fuman muchos menos cigarros que los de tabaco y existen otras formas de aprovechar el THC, como comerla o vaporizarla, con las que se reduce el riesgo. Las sobredosis son poco frecuentes y no letales.
Eso es lo que dice la ciencia laica, desprejuiciada. Con esa base, la prohibición de la cannabis no se sostiene desde un punto de vista médico frente a la legalidad en al que se desarrolla el consumo del tabaco y el alcohol, sustancias más dañinas en lo individual y en lo social. Nada dice que la regulación de la mariguana no pueda hacerse con los mecanismos existentes hoy para normar el mercado de alcohol y tabaco mejorados, eso sí, para prevenir de manera más eficaz, en los tres casos, el consumo de niños y adolescentes.
La mariguana ilegal está mucho más disponible para los menores de lo que estaría la cannabis legal, pues los traficantes no piden IFE; además, en la clandestinidad no hay separación de mercados: el mismo vendedor de yerba trae las metaanfetaminas o la cocaína adulterada, lo que pone en contacto a los consumidores jóvenes en proceso de experimentación con drogas más peligrosas.
Jackson Pollock. “The Moon-Woman” 1942 (170 Kb Oil on canvas, 69 x 43 in; Peggy Guggenheim Collection, Venice
La cannabis se debe legalizar, en primer término porque su prohibición ha sido una política pública fracasada: no ha acabado con el mercado y genera más problemas de los que pretende resolver. Los recursos que hoy se invierten en perseguir policialmente la producción y el comercio de mariguana se podrían invertir con mucho mayor provecho en la investigación sobre cómo prevenir las adicciones en los menores, tema del que se sabe en realidad muy poco y al que no se le dedican fondos, mientras se gastan cantidades ingentes en los cuerpos de seguridad que se dedican a perseguir delitos de mercado en lugar de enfocarse en los delitos depredadores.
En segundo lugar, la cannabis debe legalizarse porque su prohibición se ha basado en prejuicios y falsedades sobre su peligrosidad real y resulta desproporcionada respecto a los efectos que causa en la salud y en el entorno social de los consumidores. La prohibición estigmatiza y persigue a unos usuarios que no causan daño a nadie y que hacen con su cuerpo y su mente algo similar a lo que hace un bebedor moderado. La adicción a la mariguana es menos frecuente y menos conflictiva para la familia y el entorno que la del alcohol, además de que los usuarios son mucho menos y no hay sustento científico en la afirmación de que la legalización dispararía exponencialmente el número de consumidores, además de que un mercado bien regulado no significa la mera liberalización de la substancia, con publicidad o incitación al consumo; por el contrario, una regulación adecuada implica campañas de prevención sanitaria, como se hace hoy con el tabaco y en mucho menor medida con el alcohol.
Por lo demás, la regulación estatal de la cannabis sería un buen laboratorio de prueba para poder avanzar en regulaciones adecuadas para otro tipo de substancias más peligrosas, como la cocaína, que hoy representan mayores ganancias para los delincuentes y causan más estragos de salud en sus consumidores. La creación de un mercado normado por el Estado respecto a la mariguana mostraría plenamente los excesos de la fallida estrategia prohibicionista y abriría la puerta par una solución al tema de las drogas planteada desde la perspectiva de la salud y no de la guerra.
Pero, ¿cómo debe regularse la mariguana? Hoy existe todo un entramado institucional que regula el tabaco y el alcohol, el cual perfectamente podría asumir también la regulación de la cannabis, aunque con modificaciones para hacer realmente efectivas las restricciones al consumo de menores, los cuales en la realidad siguen teniendo acceso bastante libre a los cigarros y las bebidas alcohólicas que supuestamente les están vedadas. En lugar de que el aparato policial se dedique a extorsionar jóvenes que portan un churrito de mota, deberían enfocar su labor a multar y clausurar a las tiendas que les venden cervezas y cigarros a los chicos.
La opción de los clubes de consumidores se está abriendo paso en España y se ha incluido en el proyecto de legalización del Uruguay: grupos de socios que se registran y son autorizados a cultivar determinado número de plantas para su consumo en locales claramente identificados y con limitaciones para otros consumos, como en los famosos cofee shops de los Países Bajos, donde no se puede vender ni consumir alcohol y sólo se permite vender café y té además de cannabis en diversas presentaciones, ya sea para comer o para fumar en forma de yerba o hachís.
En las condiciones actuales de la legislación mexicana, la vía para una regulación no prohibicionista en la ciudad de México o en algún estado la abre el artículo 21 constitucional que establece que se deben perseguir los delitos que sea oportuno -posible, más importante, más urgente- perseguir. Por otra parte, la Suprema Corte de Justicia ha establecido que el Congreso federal es competente para decir qué se sanciona (esto es, cual es el tipo penal o conducta delictiva y cuál es la sanción), mientras que las entidades federativas son competentes para decidir cómo hacerlo. Así, se abre un margen para que las entidades determinen las modalidades en las que perseguirán los delitos contra la salud. Si el D.F., por ejemplo, estima que no es oportuno desperdiciar recursos públicos en perseguir delitos poco importantes como posesión o narcomenudeo o que la protección de la salud de las personas, establecida en el artículo 4º de la Constitución, implica no encarcelarlas por posesión de substancias, entonces puede establecer lineamientos de cómo perseguir, sin modificar qué se persigue y qué tan duro se sanciona. La regulación de la cannabis en la ciudad de México podría hacerse, entonces, a la manera de lo que ocurre en los Países Bajos, donde los cofee shops operan sin que se haya eliminado la prohibición; lo que ocurre es que las autoridades holandesas le otorgan a la persecución del pequeño comercio y el consumo de mariguana grado de prioridad cero.
Hace un tiempo en un viaje a Rotterdam pude platicar con oficiales de la policía local que me explicaron la manera en la que funcionaba la política de tolerancia y las medidas de reducción del daño de su política de drogas: además de los cofee shops, ellos sabían dónde se vendían otras sustancias; sólo intervenían cuando había violencia o se detectaban dosis adulteradas que podían ser letales; en los sótanos de las iglesias los adictos a la heroína podían ir por una dosis sin adulterar y administrársela con jeringuillas limpias, con lo que las muertes por sobredosis se habían reducido, lo mismo que la transmisión de VIH y otras enfermedades. Al final les pregunté hacía cuanto había sido la última muerte de un policía por un asunto de drogas; se miraron entre ellos con duda. Ninguno se acordaba.