La pregunta inquieta porque la respuesta no tiene abundantes linderos.
En el contexto mexicano de aguda concentración de los dispositivos de trasmisión electrónica, y de la preeminencia de sus contenidos en relación con la prensa, los dueños de los consorcios pretenden también ser los propietarios de las noticias. Con la excepción de acontecimientos de insoslayable relevancia, que homogeneizan la oferta informativa, esas empresas intentan definir la importancia de los hechos y buscan el predominio de su interpretación. Esa forma de hacer política la llevan a cabo con el amparo de una ley que les permite anteponer sus intereses financieros sobre la función social a la que, en todo momento, debieran estar requeridos.
El fenómeno no es exclusivo de nuestro país, como lo demuestran los dos estupendos ensayos que publicamos en esta edición. Sainath, por ejemplo, dice lo siguiente acerca de lo que pasa en la India. Nos es muy familiar: “cuando los medios de comunicación obedecen sólo a la exigencia de multiplicar sus utilidades, es muy difícil que puedan ponerse al servicio del interés público. Acorralado por los intereses empresariales, el periodismo termina devastado”. Pero la singularidad con la que esto se expresa aquí, conviene decirlo una y otra vez, tiene rasgos atentatorios contra la democracia.
Ejemplos de lo anterior se han enfilado por docenas en el decurso de los últimos diez o doce años. El más reciente trata de la reacción de las dos principales televisoras sobre la reforma electoral que socavó el negocio millonario que les significaban los procesos electorales. Esas utilidades no sólo aluden al gasto que ya no hacen los partidos políticos y la autoridad electoral para incorporar los anuncios propagandísticos, también se refieren al tiempo que ahora éstos ocupan y que, a esas empresas mediáticas, les impide comercializar espacios de otra índole.
Por esas razones, al iniciar el mes de marzo los operadores de Televisa y TV Azteca presionaron a los integrantes del Consejo General del IFE para que sustituyeran los spots de la autoridad electoral por un paquete de menciones hechas para invitar al voto a los ciudadanos durante la próxima jornada comicial. “Productos integrados”, le llaman a esa fórmula que se emplea para promover diferentes mercancías dentro de una emisión determinada. Según la valoración de esas empresas mediáticas, tales menciones en la programación tienen una efectividad mayor que los anuncios y, en consecuencia según ellos, debían “valer” mucho más que los spots.
El 7 de marzo los consejeros del IFE rechazaron la oferta. Pero esa información no fue difundida por las televisoras. Lo mismo sucede con todos aquellos amagos que hacen, a través de los cuales buscan inhibir las acciones de la autoridad electoral: confían en su poder de persuasión para entorpecer el proceso en las urnas. Con esa confianza es como las dos televisoras han dicho que si el IFE los multa por sus reiteradas violaciones a la ley, con la venta de otros anuncios comerciales podrían pagar esas sanciones e incluso hasta obtendrían dividendos económicos. Ese es, ni más ni menos, el estado que al cierre de esta edición guardaba la relación entre el Instituto Federal Electoral y Televisa y TV Azteca.
Decíamos al principio de estas líneas que los dueños de los consorcios mediáticos pretenden también ser los propietarios de las noticias. Sin embargo, la tensión entre esa búsqueda y las definiciones de la audiencia, que sin duda acude a otras instancias de información y deliberación, forma un proceso dinámico y complejo. Con todo, eso nos permite atisbar en la falta de credibilidad de aquellos colosos mediáticos y, claro está, apostar también, a la denuncia de esas tropelías, a que lo único que carezca de confianza en este proceso electoral sean, precisamente, las pretensiones de manipular que tienen aquellas dos empresas.