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lunes 16 septiembre 2024

Santo… es el señor

por Marco Aurelio Casillas Arredondo

Mi primer encuentro con El Santo sucedió hace cuatro décadas en el populoso cine Alameda de la ciudad de Durango. Yo tenía unos cinco años, y la boca permanentemente abierta ante las hazañas del enmascarado de plata.

Sólo nos separaba una bolsota de palomitas de maíz, algún refresco de cola, varias filas de butacas de madera modestamente tapizadas con lona roja y esa pantalla de tela (falso que sea de plata) que, eso sí, emitía el brillo mágico que lograba atrapar hasta al más insensible para sumergirlo en el mundo de las mujeres vampiro, del doctor muerte, de los cerebros del mal o de los zombis.

Hoy le dicen icono. Lo llaman símbolo de la cultura popular mexicana. Ensalzan sus dotes luchísticas reproduciendo su figura en camisetas, carteles, fotos, tazas, llaveros, muñecos de plástico, cómics y películas. En todo.

Para mí simplemente era el único santo al que me podría encomendar confiablemente y, cómo no, si el señor se la rifaba siempre triunfando con engendros tan temibles como las mujeres lobas, el doctor Frankenstein, las momias de Guanajuato, el mismísimo Drácula, el monstruo de la laguna verde y todo tipo de seres inauditamente malévolos cuyo objetivo central y único era, fíjese bien: “Tratar de conquistar al Mundo”.

Carne, hueso y santidad

El Santo, cuyo nombre real fue Rodolfo Guzmán Huerta, nació el 23 de septiembre de 1915 en Tulancingo, Hidalgo y murió el 5 de febrero de 1984 en la ciudad de México. Fue el quinto de los siete hijos procreados por Jesús Guzmán Campuzano y Josefina Huerta Márquez. En este 2007 hubiese cumplido 92 años.

Llegó al Distrito Federal en la década de los 20 cuando su familia se trasladó desde Tulancingo para asentarse en el barrio de Tepito.

Siendo niño practicó béisbol y futbol americano, pero se interesó por los deportes de contacto tomando clases de jujitsú y lucha grecorromana. No hay datos muy precisos sobre su inicio formal como competidor de lucha libre. Algunos biógrafos aseguran que fue en la Arena Peralvillo Cozumel el 28 de junio de 1934 usando su verdadero nombre, y otros consignan que fue en el Deportivo Islas de la colonia Guerrero en 1935.

Lo cierto es que en la segunda mitad de los 30 El Santo comenzó una carrera que lo ubicaría como el luchador más popular de América Latina. Para combatir, al comienzo utilizó los nombres de Rudy Guzmán, El Hombre Rojo, El Enmascarado, El Demonio Negro y el Murciélago II.

Un reclamo por parte de otro famoso de la época, el Murciélago Velásquez (un luchador que en sus actuaciones siempre abría una bolsa llena de murciélagos, provocando los alaridos del respetable) a propósito del nombre y un extrañamiento de la Comisión de Box y Lucha del Distrito Federal, obligaron a Rodolfo a cambiar de nombre.

Jesús Lomelí, entrenador de Guzmán Huerta le sugirió tres nombres: El Diablo, El ángel o El Santo. Rodolfo optó por este último, y el 26 de junio de 1942 abanderando al odiado bando de los rudos, hacía su debut en la Arena México, El Santo, el enmascarado de plata.

Contemporáneos, El Tarzán López, la Tonina Jackson, Black Shadow, El Cavernario Galindo, el Médico Asesino, Enrique Llanes, Gori Guerrero, Jack O’Brien, Bobby Canales, Firpo Segura, El Lobo Negro y, por supuesto, quien llegaría a ser el compañero inseparable de El Santo en el ring y en las películas: Blue Demon, el demonio azul.

En Los rituales del caos, Carlos Monsiváis recrea la época: “La lucha libre en México hace cincuenta años: un reducto popular donde se encienden o cobijan pasiones inocultables. ídolos que lo son porque muchos pagan por verlos, broncas en el ring donde los temperamentos superan a los vestuarios, pasión gutural y visceral por los rudos y admiración dubitativa por los científicos. Acaso algún espectador levantisco que grita sin rubor: ¡Queremos ver sangreeeeee!”.

Eduardo Canto, seguramente el más autorizado biógrafo de El Santo, define con precisión los instantes de encuentro entre el enmascarado de plata y sus fans:

“El público enloquece de momento. Enseguida enmudece. No atina de qué lado estar (rudos o técnicos), pero de pronto surge el grito: ¡Santo Santo Santo! Que se prolonga hasta el delirio cuando El Santo se lleva la segunda caída para empatar el encuentro. Llave a los tobillos y a un brazo, ante cuyo dolor Black Shadow se rinde. Los dos colosos se retiran a sus esquinas empujados por el referee, en tanto ambas máscaras se inundan de sudor, de un sudor tan intenso que resbala hasta sus musculosos pechos. La máscara plateada comienza a adquirir un tono rojizo, la sangre brota, y el respetable ruge ¡Saaantooooo Saaantooooo Saaantooooo!”.

Las biografías publicadas revelan que en los inicios de 1940, Rodolfo Guzmán Huerta, El Santo, contrajo nupcias con María de los ángeles Rodríguez Montalvo, procreando a diez hijos: Alejandro, María de los ángeles, Héctor Rodolfo, Blanca Lilia, Víctor Manuel, Miguel ángel, Silvia Yolanda, María de Lourdes, Mercedes y El Hijo del Santo, cuya carrera se ha desarrollado con enormes méritos propios, pero también con la inevitable y enorme sombra plateada de su padre.

Santo y los medios

Años más tarde, ya en la década de los 50, el dibujante y editor José Guadalupe Cruz comenzó a publicar una historieta con las aventuras de El Santo, convirtiéndolo en el primer personaje luchístico en trascender el mundo de los encordados para situarse en el universo de los mass media. El nombre de El Santo solamente rivalizaba con el de Kalimán (El Hombre Increíble).

Ahí, en la mezcla kitsch de fotonovela, historieta y cómic, El Santo les da su merecido igual a los zombies diabólicos, a vampiras del siglo III a.c., a feroces tribus perdidas y a científicos dementes. El éxito de la revista obliga al paso siguiente: el cine.

En esa misma década, Fernando Osés, luchador y actor, invitó a El Santo a trabajar en películas, propuesta que aceptó sin abandonar su carrera en la lucha libre.

Osés y Enrique Zambrano escribieron los libretos para las dos primeras cintas del enmascarado de plata: Santo contra el Cerebro del Mal y Santo contra los hombres infernales. Las dos cintas fueron filmadas en Cuba, dirigidas por Joselito Rodríguez y estrenadas en 1958. El anecdotario revela que la filmación de las cintas concluyó un día antes de la entrada de Fidel Castro Ruz a La Habana declarando el triunfo de la revolución cubana. A pesar del bajísimo presupuesto, estas películas tuvieron un enorme éxito de taquilla en México.

Los “cines para ricos” y los “cines de barrio” por igual, se vieron abarrotados por una creciente cauda de fanáticos de El Santo, quien comenzaba así una extensa y productiva carrera cinematográfica, logrando trabajar en más de 60 películas en las que se encargó de eliminar a cuanto monstruo travieso, fantasma quejumbroso, ser infernal, sacerdotisa malosa o feroz vampiro se le pusiera enfrente.


Unas patadas voladoras, un tope suicida o su llave clásica “la de a Caballo” le bastaban al héroe para dejar quieto al mal, al menos hasta la próxima película.

Ya en los 60 las funciones de lucha libre se transmitían desde la Arena México por televisión en el clásico blanco y negro. Telesistema Mexicano aupaba la creciente popularidad de El Santo. Para entonces, cine, televisión, cómics, presentaciones personales, entrevistas radiofónicas y demás, formaban parte de los resortes para que la leyenda plateada se aposentara en los corazones nacionales.

Magia, realismo del absurdo, comedia involuntaria. Como sea que hubiese sido, El Santo se convirtió en el representante genuino de las fuerzas del bien, igual en la arena luchística que en la arena fílmica.

En franco contraste con el cine de hoy, aquello era producto de la simpleza obligada que dan los exíguos presupuestos. Jorge Ayala Blanco en su Búsqueda del cine mexicano consigna: “¡Qué envidiable repertorio de este ‘cine de Neandertal’! Criminales ansiosos de prodigar viudas y huérfanos (o en su defecto, ávidos de genocidio), maquetas que se jactan de su humilde origen carpintero, peligros más diabólicos cuanto que el guión jamás aclara su naturaleza, castillos sombríos reducidos por el presupuesto a cubículos de universidades pobres, combates espeluznantes por la salvación de una joven bella, del científico bueno, del género humano y de la galaxia”.

La leyenda

Y El Santo lo lograba. El espectador no reparaba, para qué, en los visibles y costureros cierres que se asoman en los malvados disfraces de Santo contra las momias de Guanajuato (1970), ni en los indiscretos cables que motivaban el aleteo terrorífico de los murciélagos en Santo contra las mujeres vampiro (1962), mucho menos en el inverosímil horror de tela, plástico y alambre de los muñecos humanos en Santo contra los monstruos (1969).

Nada como una película de El Santo para rendir culto a la irrealidad mágica que en el cine o la lucha libre es escape individual y colectivo. Cadáveres vivientes, sacerdotisas misteriosas, pozos de serpientes, sarcófagos humeantes.

Dice Monsiváis: “En cada película, El Santo expone su vida y lo que es más importante: su máscara”. Y es que él salva y protege, es el Cid Campeador en su laboratorio, es el torso del bien en los trances de la sombra de la muerte.

El Santo era irreal, pero a la vez era de verdad, mexicano y valientote hasta las cachas. Y la gente le cree, lo encontraba cercano en las luchas. Hoy, busca su imagen en las películas (transformadas en modernos DVD, originales o piratas, por miles), compra camisetas con su imagen grabada, los niños siguen jugando con los muñecos de plástico con su figura.

 

Los jóvenes lo adoptan como elemento del folclor urbano nacional, no pocos adultos están convencidos de que “un luchador no envejece mientras su público en él se reconozca”.

Y es que, después de haber vencido a nuestras peores pesadillas, sería fatal que El Santo hubiese muerto. La leyenda trasciende y lo que cuenta, es la eterna juventud de la mágica credulidad del respetable público mexicano.

El Santo jamás perdió su máscara en combate. Se retiró de los encordados y a principios de los 80 acudió al programa televisivo Contrapunto, conducido por Jacobo Zabludovsky en Televisa, donde el periodista logró lo que ningún gladiador había podido hacer en el cuadrilátero: despojar de su máscara al Santo, quien por primera vez dejó ver parte de su identidad.

Poco después, en 1984, Rodolfo Guzmán Huerta falleció, a los 69 años de edad. Fue sepultado con la máscara puesta.

Ése fue el enmascarado de plata. A partir de 2006 sigue luchando contra el mal pero ahora con atuendo aerodinámico y enemigos mucho más sofisticados, a través de Cartoon Network, para todo el mundo.

El Santo: una fábula realista de nuestra cultura urbana, una vida profesional cuya primera razón de ser fue la carencia de rostro, una fama sin rasgos faciales a los cuales adherirse. El grito de la afición persiste y retumba ¡Saaaantoooo Saaaantoooo Saaaantoooo!

Y en Tepito, la Lagunilla, en la Merced, o en cualquier tianguis o mercado del país, se siguen vendiendo los muñecos de plástico en honor a la magia, a la credulidad, a la aventura, al héroe, y a la necesidad mexicana de creer en alguien, en algo, y si tiene máscara plateada, y si vence a cualquier engendro o fantasma, mejor.

Además, hay que evitar a toda costa que las mujeres vampiro o los cerebros del mal conquisten al mundo, ¿no?

¿Qué más? Nada.

 

Periodista y escritor.
digan_loquedigan@yahoo.com.mx

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