sábado 02 diciembre 2023

Cuerpo de luz ofrecido

por Juan Miguel Company Ramón

“El mensajero” (1996), la video-instalación de Bill Viola expuesta en el museo Guggenheim de Bilbao (febrero, 1998), puede servir como pórtico de acceso a estas reflexiones sobre el cine porno porque algo hay en ella de la pregnancia significante y, al mismo tiempo, del esencial vaciado de sentido que caracteriza cierto avatar de la imagen pornográfica. El espectador, en una sala oscura, contempla la proyec-ción, en una gran pantalla vertical, del cuerpo de un hombre que se sumerge en las azules profundidades de un tanque de agua. La posición de la cámara fija, en un picado perpendicular a la superficie acuática nos invita a ser testigos, en la distancia adecuada, de cómo ese cuerpo, conforme va hundiéndose más y más, se metamorfosea casi en una abstracción: la refracción lumínica lo convierte en una suerte de grafía cubista para luego diluir las líneas del contorno hasta casi su desintegración. En un movimiento inverso a éste, el cuerpo irá emergiendo a la superficie y, cuando rompa la lámina de agua que parece separarlo de la cámara, el efecto en el espectador será el mismo que si hubiese rasgado la pantalla en cuyo marco se inscribe su imagen: el cuerpo “real”, enteramente desnudo, de piel morena, parece mirarnos con asombro, como si descubriese, por vez primera, el hecho mismo de respirar. Y será, efectivamente, el estallido de esa respiración, convenientemente amplificado por los altavoces en el negro habitáculo donde nos hallamos, lo que mayor empatía identificatoria nos produzca con un sujeto del que únicamente sabemos que yace, inerte sus movimientos natatorios son imperceptibles en el agua.

He puesto, deliberadamente, comillas en la palabra real para referirme a ese cuerpo en su mayor grado de despegue del agua: no sólo para señalar que tanto el cuerpo abstracto del fondo del tanque-piscina como el carnal y definido que sale a la superficie son, obviamente, imágenes video, sino también para hacer un énfasis particular en el hecho de que esa carnalidad está, también, revestida de ciertos atributos que la irrealizan. El agua azul resbala por el torso del sujeto y se remansa, momentáneamente, en su cuello: es vibrante, energética (o, al menos, así la transmite el video) y hace pensar en un tipo de imaginación corporal asimilable al empleado por Alain Bernardin en sus espectáculos del Crazy Horse de París, esa “Capilla Sixtina del striptease de Europa” como la bautizó, en su día, un periodista delirante. Las chicas del Crazy, en los años 70, salían ya desnudas al escenario y su pregnante carnalidad desaparecía bajo la proyección de luces, colores y dibujos abstractos que, 20 años después, eran sustituidos por titilantes rayos láser de líquida consistencia mercurial, que resbalaban sobre el oro sublime de los satinados cuerpos.

El cuerpo, pues, en su mayor grado de proximidad a la cámara, alcanza ciertos niveles de abstracción en los que su carnalidad se reviste de atributos imaginarios. Más que en la lejanía de las profundidades acuáticas, es en el acercamiento donde el espectador corre el peligro de no ver nada. Abordamos aquí la principal paradoja del porno: aun cuando la imagen quiere levantar testimonio del evento sexual, se convierte empero en virtud del troceamiento genital practicado en la inconexa puesta en escena de un auténtico punto ciego de la visión. Pero vayámonos sumergiendo poco a poco, como el bañista de Viola, en la problemática aquí esbozada.

El porno de los 70: entre el clasicismo y la modernidad

1972 es el año de despegue del porno como industria cinematográfica establecida. Garganta profunda (Deep Throat) de Gerard Damiano se realiza con una modesta financiación, 24 mil dólares, presupuesto estándar para un filme independiente de la época, y obtiene beneficios por valor de seis millones de dólares, con lo cual le da carta de naturaleza inaugural al hardcore de buen acabado lo convierte en un producto de autor al tiempo que se ofrece como modelo reducido del género. Para ello, la película asume la estructura de la road movie, del filme de itinerario y aprendizaje, pero sustituye los espacios abiertos por los ámbitos cerrados de las alcobas: la protagonista (Linda Lovelace), al igual que los libertinos de Sade, tan sólo se desplaza para mejor encerrarse con su propio goce (Barthes, 1971: 21). El comienzo señala el sentido simbólico profundo de dicho desplazamiento: la cámara panoramiza desde un barco que navega por el río, hasta Linda Lovelace que lo contempla. A continuación, se introduce en un coche e inicia el viaje por la autopista. Desde una naturaleza que se deja contemplar como apacible estampa rousseauniana, el espectador se encuentra visualmente impelido hacia un estado de civilización apoyado por la música rítmica que acompaña a las imágenes que se caracteriza por la intervención activa de los personajes en relación con su medio. Del campo a la ciudad, el deslizamiento marca también, con carácter inaugural, una de las características básicas del hard USA: su aspecto urbano. Nos hallamos, pues, ante una operación simbólica que no hace sino reproducir, en su textura, las condiciones de exhibición del producto, su carácter de reducto libidinal en las grandes ciudades del capitalismo avanzado.

El saber de Linda Lovelace queda rentabilizado en el filme por el discurso médico (y, más concretamente, el de la clínica) donde el descubrimiento de una peculiaridad anatómica tener el clítoris en la garganta más que un desafío perverso a la sexualidad de la protagonista, supone una inserción de la misma, como enfermera/fisioterapeuta, en el ámbito médico. Los diferentes casos clínicos a los que debe enfrentarse no ilustran, pese a todo, perversión alguna; antes bien, deniegan dicha perversión en tanto diferencia exótica, pintoresca (y más o menos risible) con la sexualidad de Lovelace, ya normativizada por el uniforme de enfermera. No es, pues, extraño que el siguiente paso dado por la película sea plantear la fruición sexual en exclusivos términos de salud/enfermedad, e ilustrar el problema mediante una operación metonímica (el pene por el sexo) donde aquél aparezca literalmente enfermo, envuelto en una graciosa venda y con un lacito incluido, en adecuada rima con el apellido de su esmerada cuidadora.

Garganta profunda establece también, con pétrea consistencia, ese naturalismo ingenuo del porno que, como ciertos paradigmas del clasicismo cinematográfico, se ha perpetuado en la actualidad y según el cual el incremento del goce de la mujer se asimila, sin más, al aumento en el número de centímetros del órgano copulador masculino y a la cantidad de prestaciones que éste pueda ofrecer. El último plano del filme un congelado/desenfoque de la imagen de la boca de la protagonista trata de interpelar y de incluir, por vía de un simple cartel, al espectador como parte constituyente de la trama: An all deep throat for you.



El goce sintomático del espectador con sus fantasmas parece reactivarse, en la clausura significante del hard, con la eyaculación masculina convenientemente espectacularizada. Pero, en tanto dominio del inconsciente. No puede haber representación del goce aunque sí pueda haberla del placer, dominio del yo. Las proezas fisiológicas de Linda Lovelace se resuelven en zambullidas/obturaciones de cuerpos continuamente ofrecidos, continuamente actuantes. Se certifica así tanto la imposibilidad de alcanzar el goce mediante el placer, como la existencia de un goce del síntoma a expensas del sujeto. De la misma manera que la palabra goza a nuestras espaldas, también la imagen, en su objetiva pregnancia, puede hacerlo. Y ahí está, para demostrarlo, ese inefable orgasmo cósmico de la Lovelace manifestado por planos-flash de fuegos artificiales y redoble de campanas.

El modelo de relato itinerante que desarrolla Garganta profunda es deudor, al fin y al cabo, de unas ciertas formas narrativas heredadas del modelo clásico hollywoodiense. Pero, en su concepción general, el filme de Damiano olvidaba simulaba olvidar todo el grado de corrosión textual que el llamado porno duro practica sobre dicho modelo. Y es que, en su potenciación del efecto realidad de la imagen cinematográfica, el cine porno deja de lado la cuestión central que vertebra los modelos canónicos del verismo cinematográfico según el binomio narrativo/representativo: para que exista mimesis debe haber narratividad, y una narratividad fuertemente codificada. El dispositivo del hardcore se basa en una continua potenciación de los elementos descriptivos en detrimento de los aspectos nucleares de la ficción, aquellos que abren o cierran alternativas consecuentes al avance del relato como tal. En vista de esto, se produce el desequilibrio entre una narración pretextual y una detallada mostración de escenas sexuales donde las acciones dramáticas se remansan indefinidamente. De ahí el sentido último de la respuesta de Philippe Sollers a la encuesta sobre la pornografía de la revista Art-Press: “Los límites del porno marcan los de la representación: lo rechazado de todos los espectáculos se convierte así en el espectáculo que pone fin al dominio del espectáculo. En suma, el porno es hegeliano sin saberlo” (Sollers, 1976: 5).

La regla de oro del verismo cinematográfico consiste en la prohibición de mirar a la cámara. Dicha mirada pondría al descubierto la representación y la destruiría. Mostraría claramente el artilugio técnico en cuyo sistemático ocultamiento reside parte de la fascinación del cine como dispositivo escópico. En cambio, la mirada fuera de campo sí está normativizada. Presupone que a un plano del que mira corresponde obligadamente otro de aquello que es mirado, según el implacable fatalismo del campo/contracampo. Aunque pueda resultar paradójico, no existen miradas ni a la cámara ni “normativas” en los actores del cine pornográfico. Se podría decir incluso que el efecto mirada raccord espacio-temporal de dos planos está sustituido por el efecto genital, por el raccord obligado de pene-vagina cuya saturante reiteración es la imagen de marca del porno. Tomemos un ejemplo de lo que podríamos llamar situación porno característica, extraído de un anónimo cortometraje escandinavo: un limpiador de cristales observa, en el curso de su trabajo, las efusiones de su pareja a través de la ventana. Los planos alternativos interior/exterior presuponen no tanto la mirada del limpiador como el efecto que en él produce la escena y que le lleva a un conato de masturbación.

Dice Barthelemy Amengual: “Salvo excepciones, la identificación del espectador no se hace con los personales ni con las situaciones, sino con el objetivo; no con el cineasta en tanto que persona capaz de puntos de vista y de sentimientos propios sino solamente con sus ojos. Ve lo que el cineasta vio” (Cardin, 1978: 132-133). La irrupción del trabajador de la limpieza en el interior (dominio de la pareja en su privacidad) tan sólo supone la desaparición de la continuidad narrativa la posible mirada en favor del efecto genital antes mencionado, como si en el proceso de identificación que propicia el relato como tal y que supone un reconocimiento de los personajes en la trama ficcional por parte del espectador éste se deslizara, metonímicamente, a la zona genital y pretendiera, además, que de ese deslizamiento se desprenda un saber y una verdad.

Cuando Lacan reflexiona sobre la función de la mirada en la obra de Sartre El Ser y la nada, concluye que “la mirada en cuestión es presencia de otro como tal” (Lacan, 1977: 94), de alguien que nos sorprende en el acto de fisgar por el agujero de una cerradura. Cabría establecer, al respecto, una doble función de la mirada pornográfica. En el caso de revistas ilustradas, video-magazines, juego de cartas, etcétera, es frecuente que la mujer mire a la cámara. Podríamos compararla, incluso, con la mirada individualizadora de cualquier presentador de programas televisivos, dirigida al espectador solitario, de la misma forma que la mujer en la revista “contempla” al solitario/masturbante voyeur: éstas son miradas que buscan complicidad, asentimiento. En cambio, el soporte del filme porno es el cine como espectáculo colectivo: su único fuera de campo es el espectador. Cuando en cierta película porno británica la protagonista descubría a su marido en brazos de otra mujer, el realizador (Robert Hewison) despreciaba olímpicamente la ortodoxia de la continuidad plano-contraplano para mostrarnos, desde diversos ángulos (algunos bastantes alambicados) una serie de planos gloriosos del pene erecto. Nosotros, los espectadores, lo vemos y no ella: sólo subsiste nuestra mirada. La complejidad de un punto de vista relacional con la escena mostrada, donde el personaje mantiene frente a lo que ve una relación asimilable a la del espectador (quien nunca deja de ser más que espectador), no tiene cabida aquí.

En Tras la puerta verde (Behind the Green Door, Artie y Jim Mitchell, 1973) la narración es una mera referencia un relato/marco proporcionado por el conductor de un camión al camarero de un bar de carretera donde se inscribe un show sexual en el que una jovencita de aspecto virginal (Marilyn Chambers) se ofrece a varios hombres. El escenario es una especie de club privado de lujo donde unos enmascarados espectadores, excitados por el show, se entregan a una frenética orgía rodada con técnicas de implicación veristas (cámara en mano, sonido directo) potenciadora del efecto realidad. Frente a todo ello, como alternativa, será la eyaculación el elemento que revele un mayor carácter ficticio, integrado como tal en el seno del filme: las imágenes que la muestran están extremadamente manipuladas por efectos de cámara lenta, transparencia, virados en color, película en negativo, duplicación caleidoscópica de algunos planos…

Ese naturalismo ingenuo al que antes aludíamos en Garganta profunda y que daba la razón a Pascal Bruckner y Alain Finkielkraut cuando afirmaban que “mediante el desahogo espermático tenemos una historia” (Bruckner/Finkielkraut, 1979: 40) es aquí sustituido por una reactivación de los fantasmas del camionero/narrador que, delirante, se visualiza a sí mismo como sujeto pasivo de una mayestática fellatio practicada por la criatura de su ficción, sobreimpresionada en las lejanas luces de la ciudad, mientras sigue su camino por la autopista al ritmo de los pimpantes acordes de una musiquilla country.


Del intertexto al fantasma: las secuelas de los 80

Filmes inaugurales, tanto Garganta profunda como Tras la puerta verde se convirtieron en títulos de culto para una industria pornográfica que pronto iba a desarrollar su star-system y su propia cinefilia. En la década de los 80, siguiendo las leyes de un mercado en abierta expansión, los realizadores de ambas películas rodaron secuelas de las mismas. Quizá la más acorde con los nuevos tiempos sea Tras la puerta verde 2 (Behind the Green Door 2, the Sequel, 1986), planteada como una película didáctica sobre los peligros del Sida y las precauciones que deben tomarse con el fin de evitar contagios. El arranque es casi apocalíptico: un extraño San Francisco nocturno, bajo una feroz tormenta; los pasajeros de un avión consternados por la lectura de periódicos cuyos titulares anuncian las devastaciones del virus y logra interpelar directamente al espectador mediante el eficaz uso de la cámara subjetiva. La segunda secuencia nos introducirá en unos sombríos apartamentos dominados por la enigmática presencia de un paralítico con uniforme de marine (¿tal vez un mutilado de Vietnam?) que escruta, desde la ventana, a una de las azafatas del avión mientras ésta se desnuda. En el televisor de la habitación asistiremos a una larga cita del fragmento más emblemático de Tras la puerta verde y pasaremos, acto seguido, a una recreación del mismo con la azafata (Miss Manners) y otros partenaires.

En esta dinámica intertextual, los hermanos Mitchell han acentuado, respecto del filme de 1973, el carácter esperpéntico del público que asiste al show: mujeres de gordura elefantiásica alternan con travestis tan hormonados como, pese a todo, hirsutos. Y, lo más importante, han concedido un valor de protagonista al higiénico preservativo: todos los primeros planos normativos de felaciones y cunniligus se realizan con el ortopédico añadido de adminículos de caucho y toallas que impiden el contacto directo. La bien aprendida lección está presentada por una maternal marioneta/azafata de singular y nada azaroso parecido con Mar-garet Thatcher que despide a los espectadores/viajeros al final de su singladura.

La secuela de Tras la puerta verde inscribe, en su propia textura fílmica, el hiato del ayer al hoy: la herida misma del tiempo. De honda estirpe melodramática, la reflexión que pone en pie es todo un canto nostálgico a los tiempos del hippismo y del amor libre, cuando ir a San Francisco significaba ponerse flores en los cabellos, como cantaba Johnny Cash. Los hermanos Mitchell se interrogan sobre las nieves de antaño las libres eyaculaciones en el rostro de Marilyn Chambers, las penetraciones sin profilácticas barreras y, obviamente, no las encuentran… salvo en el video de su película del 73 destinado a evacuar fantasmas solitarios en la era del Sida: toda una premonición de lo que iba a venir en el campo del sexo filmado.

Gerard Damiano en Garganta profunda doce años después (Deep Throat 12 Years Later, 1984) toma, como único referente del primer filme, el hecho de que los dos matrimonios protagonistas se reúnan, en la escena final, para verlo y comentarlo. La película concluye con explícitas miradas de los personajes a la cámara a nosotros, espectadores que nos invitan a la práctica del sexo. Quizá lo más notorio de esta secuela, aparte de las escenas rodadas en un supuesto club privado de intercambio de parejas, sea la explicación, tan infrecuente en el hard a causa de su intrínseco realismo ingenuo, de que son los fantasmas de cada cual, previos al encuentro, los que activan y, en última instancia, resuelven el intercambio sexual en lo que éste tiene de mascarada. Tal saber, desprendido de las imágenes, es rentabilizado por la institución conyugal cuyos resortes libidinales se ven así convenientemente engrasados. Cautelar e higiénico en el caso de los hermanos Mitchell, moralista liberal en el de Damiano, ambas películas se proponen como ficciones ejemplares, embebidas del espíritu conservador de este fin de siglo.

El éxtasis postmoderno

Fue en 1977, al hilo de sus reflexiones críticas sobre Ese oscuro objeto del deseo la última película de Buñuel cuando Jean-Pierre Oudart enunció, tal vez sin proponérselo, uno de los axiomas sobre los que descansa el dispositivo significante de la pornografía: “No es la imagen de los órganos genitales, ni siquiera cuando están en acción. Es la aplicación de un fantasma a unos objetos reales, objetos tocados con el dedo, tocados por el fantasma, devuelto al remitente […]” (Oudart, 1977: 21). El lector/espectador puede así utilizar cualquier tipo de escritura, y convertirla en porno siempre que ésta le permita recrear un fantasma sexual preexistente. Sollers ha dicho que de esta manera se puede hacer una lectura instrumentalizadora de Sade… y de la Biblia. Asombra constatar, pues, al respecto, la fecha reciente que el hardcore ha descubierto un hecho tan obviamente demostrable desde vertientes psicoanalíticas. El protagonista de Látex (Michael Ninn, 1995) puede visualizar ocho y con él el espectador por simple contacto corporal, las fantasías sexuales de sus compañeras de lecho. Realista ingenuo (como, por otra parte, todos los héroes del hard), Malcolm Stevens reprocha a su pareja la existencia (?) de tantos hombres en su mente y la mujer, llorosa, responde con una justificación que se materializa en pregunta: “¡Son mis fantasías! Todo el mundo tiene fantasías: es normal y tú lo sabes. ¿Acaso no tienes fantasías tú también?”.

La gran aportación de Michael Ninn al hardcore actual es, sin duda, haber puesto en escena de forma explícita el mecanismo sustentante de la identificación espectatorial en el cine pornográfico. Al no recurrir a los arquetipos narrativos clásicos, el realizador tampoco debe practicar sobre ellos ninguna operación deconstructora. Alejados, igualmente, del pastiche distanciado o grotesco de la narración, los filmes de Ninn deniegan, desde su estructura, toda posible clausura del relato el final de Sex (1994) es idéntico al principio, con el mismo texto enunciado por el narrador o, en todo caso, ésta es tan débil (un cambio de identidad paciente-doctor en Látex) que impide todo abrochamiento simbólico de la ficción. Los múltiples encuentros sexuales que, por ejemplo, jalonan Sex tendrán una justificación más vinculable al melodrama que a la narración realista a ras de tierra. Los objetos de deseo que Pyke encuentra en su camino no hacen sino evocar, en su mismo desplazamiento metonímico, al objeto sentimentalmente perdido: Heather, la novia aldeana que se opone a Million, la poderosa mujer de la ciudad. La escisión espacial campo/ciudad en Sex es, también, hiato interno, desgarramiento del protagonista: entre las manifestaciones eróticas de un poder que aniquila a los individuos y los lleva a las puertas de la muerte, y las reminiscencias del cuerpo ausente de la amada, Ninn problematiza todo el edificio naturalista del porno normativo. Y no tan sólo por introducir los sentimientos en un género que, casi por prescripción legal, los rechaza1 sino por su deliberada voluntad de escindir la representación, de fragmentarla, como en Shock (1996), para mejor evidenciar un discurso que oscila entre lo real y lo onírico.



Las escenas sexuales de Ninn deben mucho, en su frenético ritmo de montaje, a la estética del videoclip, en su caso, las aportaciones de las nuevas tecnologías video infográficas son parte sustancial de las materias de expresión de los propios filmes. Así, las múltiples pantallas televisivas, el paso del blanco y negro al color, el tratamiento de imágenes por ordenador… son elementos básicos para que el espectador se sumerja en un universo virtual donde, si se me permite la doble incongruencia psicoanalítica, los deseos se realizan y se obtiene un goce imaginario.

Nos llevaría tiempo desarrollar estas ideas. Baste, por el momento, señalar la doble condición del éxtasis postmoderno practicado por Ninn: una atonía del cuerpo, ubicado en su lugar de origen el anciano de Sex empieza y concluye la película con la misma frase/letanía: “sentirse seguro, sin disfrutar ni padecer dolor: a salvo, sin amor y sin dolor” o bien, en la saturación de una carne librada a un goce sin clausura posible, remitido a ese solipsismo de la conciencia individual que ya fuera explicado por Georg Buchner en Woyzeck, hace algo más de 150 años, como la vieja historia de la soledad del hombre.

Economía de consumo

En el pasado, la pornografía y la prostitución eran actividades artesanales, por decirlo así; hoy son parte esencial de la economía de consumo. No me alarma su existencia sino las proporciones que han asumido y el carácter que hoy tienen, a un tiempo mecánico e institucional. Han dejado de ser transgresiones.

Octavio Paz, La llama doble

Erotismo y pornografía

La frontera entre erotismo y pornografía sólo se puede definir en términos estéticos. Toda literatura que se refiere al placer sexual y que alcanza un determinado coeficiente estético puede ser llamada literatura erótica. Si se queda por debajo de ese mínimo que da categoría de obra artística a un texto, es pornografía. Si la materia importa más que la expresión, un texto podrá ser clínico o sociológico, pero no tendrá valor literario. El erotismo es un enriquecimiento del acto sexual y de todo lo que lo rodea gracias a la cultura, gracias a la forma estética. Lo erótico consiste en dotar al acto sexual de un decorado, de una teatralidad para, sin escamotear el placer y el sexo, añadirle una dimensión artística.

Ese tipo de literatura alcanzó su apogeo en el siglo XVIII. Los de ese siglo son grandes textos eróticos que a la vez son grandes textos artísticos. A esto habría que añadirle que en ellos hay una carga crítica que hoy se ha perdido. Los autores de esa época creían que escribir de esa manera, reivindicar el placer sexual y darle al cuerpo ese tratamiento reverente era un acto de rebeldía, un desafío a lo establecido, al poder. Los escritores eróticos eran, pues, pensadores revolucionarios. Diderot, por ejemplo. O Mirabeau, que desde la prisión escribe a Sofía de Monnier cartas de un contenido sexual muy fuerte. Para él esos escritos forman parte de una lucha por la transformación humana, por la reforma social. El caso más extremo, sería el marqués de Sade, aunque no creo que de los textos de Sade pueda decirse que son de exaltación del placer erótico. Hay algo intelectual, obsesivo, casi fanático en sus demostraciones sexuales.

Sea como fuere, el reconocimiento del derecho al placer es en el siglo XVIII un instrumento para conseguir un mundo mejor, más libre, más auténtico, menos hipócrita, un medio para liberar al individuo de las iglesias, de las convenciones. Eso no se vuelve a alcanzar. El erotismo en el siglo XIX se convierte en un juego muy refinado. Y en el XX se banaliza, se vuelve superficial y previsible, se comercializa, en el peor sentido de la palabra. Ya no genera experimentación formal y pierde su carga crítica, salvo en casos excepcionales, como el de Bataille. Los escritos de Georges Bataille son profundamente revulsivos, muy desafiantes con las últimas convenciones. A la vez son más lúgubres y siniestros. Los suyos son más textos de perversión que de asunción del placer, pero es uno de los escritores modernos en los que el erotismo va acompañado de una gran audacia artística.

Mario Vargas Llosa, publicado en Babelia, suplemento de El País, 4 de agosto de 2001

La perfecta doncella

Señora, soy la doncella de la que le han hablado.

¡Ah!… ¿Tiene referencias?

Las tengo de mis primeras colocaciones; pero la Señora tendrá a bien comprender que para adquirir mis pequeñas habilidades estuve desde entonces en una casa donde no se dan papeles.

¿Está cerrada la puerta?

No tema… Además hablo muy bajo… Ya me han contado los gustos de la Señora. Estoy al corriente del servicio… Y, con lo guapa que es la Señora, puede estar segura de que para mí será un placer.

¿No tiene usted amante?

¡Oh, Señora!

¿Ni amiga?

Eso es otra cosa.

Entonces tendría que dejarla. ¿Lo sabe?

Sí, Señora. Y vivir en el piso, es lo que me han dicho. Y ser amable todas las noches hasta las tres de la mañana… El señor acaba de salir. Si la Señora quiere aprovecharlo para tener una muestra de mis habilidades, me quitaré el sombrero.

Pierre Louÿs, Diálogos de cortesanas. Manual de urbanidad para jovencitas.

Eternamente Lolita

He dejado la puerta abierta durante varios días, mientras escribía en mi cuarto, pero sólo hoy ha caído en la trampa. Entre idas y venidas, pataditas y bromas adicionales (que ocultaban su turbación al visitarme sin haber sido llamada), Lo entró y después de rondar a mi alrededor se interesó por los laberintos de pesadilla que mi pluma trazaba sobre una hoja de papel. Ah, no: no eran los resultados del inspirado descanso de un calígrafo, entre dos párrafos; eran los horrendos jeroglíficos (que ella no podía descifrar) de mi fatal deseo. Cuando Lo inclinó sus rizos castaños sobre el escritorio ante el cual estaba sentado, Humbert el Ronco la rodeó con su brazo, en una miserable imitación de fraternidad; y mientras examinaba, con cierta miopía, el papel que sostenía, mi inocente visitante fue sentándose lentamente sobre mi rodilla. Su perfil adorable, sus labios entreabiertos, su pelo suave estaban a pocos centímetros de mi colmillo descubierto, y sentía la tibieza de sus piernas a través de la rudeza de sus ropas cotidianas. De pronto, supe que podía besarla. Supe que me dejaría hacerlo, y hasta que cerraría los ojos, como enseña Hollywood. Una vainilla doble con chocolate caliente… apenas algo más insólito que eso. No puedo explicar al lector cuyas cejas, supongo habrán viajado ya hasta lo alto de su frente calva cómo supe todo ello: quizá mi oído de mono había percibido inconscientemente algún leve cambio en el ritmo de su respiración pues ahora Lo miraba de veras mi galimatías y esperaba con curiosidad y compostura (oh, mi límpida nínfula) que el atractivo huésped hiciera lo que rabiaba por hacer .

Vladimir Nabokov, Lolita

1 Robert H. Rimmer es el autor de una suerte de decálogo, en 25 artículos, de las situaciones canónicas del hard heterosexual. La sexta reza como sigue: “Raramente los actores o actrices dicen ‘te quiero’ el uno al otro, pero a través de los gemidos y suspiros y ocasionalmente a través del diálogo se dicen ‘¡Fue un gran polvo!'” (Gubern, 1989: 20). Esta normativizada peculiaridad suscita algunos perogrullescos comentarios a Emili Olcina en un reciente (y prescindible) ensayo sobre el cine pornográfico (Olcina, 1997).

Profesor titular de Comunicación Audiovisual de la Universitat de València
juan.m.company@uv.es Agradecemos al autor su autorización para publicarlo.

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