En las últimas décadas el imperativo de apertura se apoderó de una gran cantidad de prácticas y procesos de la vida humana. Estamos en una época en que las puertas se abren, donde está prohibido hacer cosas sin que los demás tengan conocimiento de las mismas. Algunos pensadores nombraron esta máxima como la sociedad abierta. Esta, para el filósofo Jean-François Revel, se caracteriza por tener una estructura que es capaz de soportar grandes cantidades de información. Los datos, archivos, documentos y todo aquel contenido cultural que pueda ser representado como información son parte del engranaje que sostiene este paradigma. Los medios de comunicación tradicionales – prensa, radio, televisión y cine– construyeron una esfera donde los hechos alcanzaron cierta estabilidad. Con la expansión de las nuevas tecnologías este imperativo se consolidó como una forma de comunicación para millones de seres humanos.
Al ser Internet una tecnología interactiva permitió a las sociedades evadir los intermediarios del sistema mediático: en la galaxia de las redes se difunden contenidos con mayor grado de apertura que en los medios de comunicación tradicionales. Mientras que en la televisión la difusión de contenidos está sujeta a una gran cantidad de factores – barreras políticas, tecnológicas, económicas, etcétera–, en las redes de Internet tales restricciones son asuntos del pasado. El nuevo ecosistema de medios digitales no sólo potencia las libertades informativas, sino que reconfigura el concepto clásico de información. En el modo de comunicación mediática, los profesionales –periodistas, presentadores, conductores, productores, directores, etcétera– eran los sacerdotes de la información, y tenían el privilegio de decir qué era importante y qué no. Determinaban lo que las audiencias deberían saber y también lo que no era conveniente revelar. Esta concesión representa una apertura a medias: no todo puede ser ventilado, hay asuntos que no deben salir a la luz pública. En la forma mediática tradicional la apertura informativa por lo general está sujeta a factores de rentabilidad: es visible aquello que reditúa algo al sistema mediático.
¿Qué ha ocurrido en nuestra sociedad hiperconectada? El privilegio de informar perdió la sacralidad mediática y lo abierto adquirió mayores dimensiones por la expansión de múltiples canales de comunicación, por las prácticas digitales y los nuevos valores de libertad que hacen latir el corazón de la nueva tecnología. En la sociedad conectada a Internet lo abierto adquirió un nuevo estatus. No sólo se trata de información, sino de la misma tecnología. El propio paradigma de la sociedad de la información se basa en los principios de apertura: conocimiento abierto, cultura abierta, software libre, etcétera. La información que es depositada en Internet es de todos y al mismo tiempo de nadie. Quien se apropia de los contenidos, quien fragmenta la red, es un blasfemo en la sociedad abierta.
Revel no se equivocó: el rasgo que caracteriza esta nueva revolución tecnológica es la libertad de comunicación para transmitir, recibir y construir nuevos contenidos desde la esfera privada. En el campo de la política, la sociedad abierta es aquella que se muestra a los demás. Hoy en día es extraña, fuera de “foco”, anticuada o antidemocrática toda postura que se opongan a la democracia abierta. Lo que no es conocido, es simplemente un acto que atenta contra los valores y los derechos informativos de la sociedad. Tenemos el derecho a la información.
La sociedad abierta es la sociedad de la comunicación. Como afirmó Gianni Vattimo, hoy en día todo comunica: la ropa, la comida, el sexo, las prácticas religiosas, los deportes, el aula de estudio, el baño, el café de la mañana, la librería, la calle, los jardines, la música, etcétera. Todas las filias y parafilias de los individuos se convirtieron en actos comunicativos. Este es uno de los efectos de la sociedad abierta: la hipervisibilidad. Lo abierto no sólo significa acceso a la información, sino también todo aquello que pueda ser observado. En términos de Norberto Bobbio: es público aquello que es expuesto a los demás. Con este efecto, me refiero a todas las formas comunicativas emanadas de la vida privada y que son puestas en circulación en espacios públicos para el conocimiento de terceros. Todo comunica, lo mismo las ideas de las personas sobre el gobierno, las políticas públicas, el aborto o la legalización de las drogas, que la propia materialidad: mascotas, alimentos cremas para depilar, etcétera. La exuberancia informativa es propia de las sociedades abiertas. Hay una indigestión informativa, una intoxicación.
La libertad de comunicación tecnológica y la apertura de la privacidad como fuente de información convierten a la sociedad abierta en la del exhibicionismo. Al no existir intermediarios de la información, los individuos confeccionan sus narrativas desde la apertura que les proporciona la práctica tecnológica. No existen guardabarreras, no hay correctores de estilo ni jefes de información que filtren aquello que consideren que no debe ser público, no porque carezca de interés, sino porque la rentabilidad económica y política ha sido desplazada por la rentabilidad del propio individuo. La vida del habitante de la sociedad abierta obedece más a principios del espectáculo que a imperativos que durante los últimos siglos regularon lo privado. La visibilidad producto de la fama pública que tienen cantantes, políticos, deportistas, actores, etcétera, puede ser alcanzada también por personas que no gocen de tal notoriedad. Las redes son el nuevo escenario donde se teatraliza la vida misma.
En el espacio público-político, el Estado también muestra los estragos de la apertura. El imperativo de la transparencia es el de la hiperinformación. Las filosofías políticas que empujan al resto del mundo a estos nuevos nichos tienden a estandarizar los datos. Y la igualdad se debe a que todos deben estar en igualdad de condiciones, aun cuando lo que hace a todos es precisamente lo contrario: el hecho de ser diferentes. Para el filósofo Byung-Chul Han, la igualdad también es exclusión de aquello que es distinto. El principio de transparencia pública es semejante al exhibicionismo individual. Parece existir a nivel global una tendencia a la homogenización del todo, no sólo de los contenidos, sino también de las creencias. En este sentido, el concepto de sociedad abierta adquiere institucionalidad cuando el Estado se apropia de sus prácticas y las impone como formas políticas de información. El gran problema que se percibe es que se trata simplemente de mecanismos para la acumulación de datos. Discos duros, memorias, big data, etcétera, obedecen a la acumulación. El archivo tiene orden, una estructura cerrada. La información abierta carece de fondo, es el caos que tiende a ser ordenado por algoritmos que piensan por los humanos. La opulencia de datos es precisamente lo que convierte a la práctica de la apertura en un asunto de invisibilidad. La acumulación vuelve más confusa la práctica individual de otorgar sentido a cualquier información.
Vale la pena señalar que, a pesar del terreno ganado por la sociedad de la apertura, aún existen espacios de la sociedad cerrada que no han desaparecido. El paradigma de lo cerrado funciona en lo privado, en el secreto, en lo que no es público y, por sus características, debe permanecer fuera de escena. Dentro de este paradigma hay formas institucionalizadas muy estables, como la propiedad privada, los derechos reservados, la vida íntima, etcétera. Desde las primeras grandes civilizaciones hasta la actualidad, las formas de poder han funcionado en gran medida por los secretos. La información que no es revelada es un arma que pierde efectividad cuando es expuesta. Éste es el éxito del rumor: se revelan secretos que encarnan mentiras, o bien, verdades a medias. Según el periodista, escritor y crítico de medios Eric Alterman, el Estado moderno necesita de los secretos para actuar con rapidez en algunos asuntos específicos, como la seguridad nacional o las relaciones internacionales. La secrecía le permite al gobierno resolver problemas inmediatos y que no podrían ser solucionados si son revelados para una consulta pública. Hay temas que la sociedad no debe de conocer en lo inmediato.
Mientras que la sociedad abierta funciona con base en el recuerdo, la sociedad cerrada tiende a olvidar. Al estar escondido algo es posible que nunca se sepa, que nadie lo recuerde porque no se visibilizó. En los últimos años en sociedades como la europea el derecho al olvido en Internet se está convirtiendo en una exigencia de algunos grupos para apelar al hecho de que es mejor olvidar que recordar. Sin embargo, en la sociedad abierta, en el paradigma de la hipercomunicación y la hipertransparencia, lo importante es no olvidar, sino recordar. Los mismos aparatos que utilizamos para la interacción están fabricados para tener memoria artificial. No basta con exponer, con acumular información, sino que, además, se debe probar lo que ocurrió. Si lo publicitado no está acompañado de indicios, simplemente no es transparente, es una mentira. La sociedad abierta es la de la verdad; lo cerrado puede esconder mentiras. Es por esto que la oralidad hace muchas décadas perdió su estatus como evidencia. Es ahora lo que puedo percibir con los sentidos lo que fundamenta lo abierto. En esta era del exhibicionismo de las esferas privada y política, la evidencia sustituye a la razón. La desconfianza es propia de la sociedad cerrada. El secreto está unido a la desconfianza, la evidencia no. Es por esto que el imperativo de lo descubierto se impone sobre las formas cerradas. Arribamos a una era donde la información, que antes representaba la solución al sentido, se convertirá cada vez más en un problema para comprender lo que ocurre en nuestro mundo complejo.