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jueves 07 noviembre 2024

Una receta para ver el porvenir

por Daniel Iván

En algún momento de los años 80 del siglo pasado a la literatura de ciencia ficción comenzó a ocurrirle que, luego de haber agotado ciertas premisas propias de la rigurosidad científica (lo que originó el subgénero de la “Fantaciencia” o “Ciencia Ficción Dura”, que presumía de imaginar “futuros posibles”), se entretuvo con un juego más imbricado y, tal vez, también mucho más adhoc para sí: cierto anhelo especulativo, cierta traición a la “verdad” científica y, sobre todo, cierto gusto por el disparate (en el sentido puro de la palabra: ”que no tiene referentes de comparación”).

Así, y quizás no sólo en los linderos de la ciencia ficción como tal, dados los ecos que cada vez más insistentemente tenían en las expresiones contemporáneas ciertos movimientos literarios antes no muy bien vistos –como el futurismo italiano o la literatura rusa del absurdo–, tanto en la narrativa como en la poesía y en la creación artística en general, la literatura Ciberpunk comenzó a ganar terreno, tal vez no únicamente por su capacidad para anticipar las consecuencias de la segunda gran “revolución industrial” (es decir, la “revolución digital”) sino por sus aportaciones a la comprensión llana de ciertos fenómenos que ya en ese entonces comenzaban a vislumbrarse como posibilidades casi ineludibles y casi al alcance de la mano. Así, escritores como William Gibson, Neal Stephenson o Bruce Bethke, comenzaron a delinear una tarea nueva, quizás hasta contradictoria, para la literatura de ficción: la de anticipar y especular acerca del futuro más cercano, mediato e inmediato, particularmente a partir de una premisa inevitable: la preeminencia en la realidad de posibilidades tecnológicas cada vez más apresuradas, cada vez más extendidas, cada vez más asequibles y, en consecuencia – otra vez–, cada vez más disparatadas.

Por supuesto, la aportación de la literatura Ciberpunk no se reduce a la inducción de terminología propia de la ficción (como el término “ciberespacio”, acuñado por William Gibson en 1982). De hecho, quizás su aportación más importante sea la de haber acudido a (o, en todo caso, haberlo hecho posible) un espacio de reflexión en torno a la tecnología que no se solazara únicamente en el análisis factual del hecho científico sino que aventurara una lectura posible desde la filosofía, la política o la sociología de todos los cambios derivados de esa inminente preeminencia tecnológica. Es decir, que no encontrara solaz en la ciencia sino que la confrontara ya no como “verdad” sino como significado; que le abriera la posibilidad del engaño, de la contradicción, del espejismo y de la tragedia per se.

Esa confrontación estaba, por supuesto, mucho más cerca de la distopía que de la utopía. De hecho, una de las principales características estéticas del Ciberpunk sigue siendo que su lectura resulta más bien sombría, y que sus personajes rozan los límites de lo anti heroico y de lo anodino, sobre todo porque resultan ser “demasiado marginales” o, en todo caso, demasiado “hechos a la máquina”, demasiado integrados a la tecnología (en algunos casos, incluso integrados físicamente con la tecnología, como en el caso de los ciborgs), y demasiado alienados por esa tecnología –ya fuera por su uso excesivo o por su completa dependencia de ella. Al mismo tiempo, el mundo del ciberpunk estaba controlado por grandes corporaciones tecnológicas que dominaban no únicamente la economía sino la política, el arte, la comunicación, la salud, la alimentación y la cultura en general (y por supuesto, también la justicia, que condenaba al ostracismo a todo aquello que fuera en contra del interés corporativo); opuestos a esto, anti heroicos como cabría esperar, los protagonistas acudían a las artes del hacker o del saboteador digital de cualquier índole, o buscaban recuperar la tecnología para sí o para los más marginados, quienes sólo lo eran en la medida en la que se permitían no imaginar tecnologías alternativas, software o hardware alternativo, alteraciones de lo robado o de lo obsoleto, compatibilidades imposibles, principios energéticos o cualquier otra herramienta que permitiera la supervivencia en los bajos fondos, llamados para el caso la “low-life”.

Demasiado marginal y demasiado maquinal. Así comienza a dibujarse claramente una ironía, tal vez incluso un nuevo par de renglones en los manuales de psicología. En ese mundo no había lugar más que para la argucia discursiva que intentaba vender chatarra elevada a funciones digitales, para el fraude computacional que abría las puertas de un sistema por lo demás siempre vulnerable o para la supervivencia en el mercado negro, constantemente ávido de nuevas experiencias tecnológicas que tuvieran su encanto en la sordidez o en sus cualidades alucinatorias al más puro estilo multimedia. Todo era interconectado, todo dialogaba con máquinas inteligentes, todo tendía a una incierta obsolescencia de “lo real” en beneficio de una presencia de lo virtual que se constituía en la más poderosa de las experiencias posibles y, también, en la más deseable de ellas.

Tal vez todo esto le suene al lector avezado la mar de conocido. Tal vez incluso le parezca un relato, si bien sombrío, también apegado a la realidad como la conocemos. Por supuesto, muchos de estos escritores de esos distantes años 80 o 90 del siglo pasado ya han sido declarados en más de una ocasión como los creadores más importantes e influyentes del siglo pasado, sobre todo en las sociedades donde la hipertecnología es ya hoy realidad cotidiana. También, por supuesto, ya han sido puestos en tela de juicio, sobre todo por quienes no conciben un mal tan absoluto en la preeminencia tecnológica o por quienes argumentan que la alienación o la marginalidad son, en todo caso, estados subjetivos del ser social y por lo tanto ideas cuestionables o divergentes.

Lo cierto es que en esa anticipación del futuro más cercano no hemos resultado ser tan malos, por especulativos que hayan sido nuestros esfuerzos. Quizás haya en la realidad, ciertamente, una pequeña ventana desde la cual asomarse a lo imprevisible, porque imprevisibles nunca hemos sido y porque los signos del camino a seguir no son ni remotamente tan sofisticados como solemos creer. Aún en las más bobaliconas predicciones (como la multitud de analistas o videntes que hoy proclaman que habían previsto ganar a Trump “meses antes de que ocurriera”) tenemos la posibilidad de leer al menos una breve parte de los significados que recurren, los que difieren, los que anhelamos o los que se nos imponen como anhelo y, en esa especulación, tenemos también la posibilidad de acertar en la quiniela del futuro, más como un accidente que como una certeza, más como una forma de justicia poética que nos recompensa frente al caos de lo impredecible. Hay algo de inteligente en la anticipación. Algo tortuoso, sin duda, pero también algo poético y sensitivo. Si usted, amable lector, tuviera que resumir su visión del futuro, ¿qué diría hoy?.

 

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