Femenino del viento suave, pero constante, que sopla del noreste hacia el ecuador, atravesando África Central y el Caribe.
Todavía en algunos tugurios, de esos donde ya hay mermas antes de entrar, donde se clama ser investido el honor de acceder a un espacio tan atestado que hay que empujar para rascarse la nariz, en el que no se puede bailar ni platicar ni tomar -más que alcohol barato que venden a precio de botellas Premier Grand Cru Classé-, existe un momento catártico, parte del ritual vigente, que quizá haya sido a fin de cuentas lo trascendente en esa noche más.
Pasan las canciones sin distinguirse una de la otra. Pero tras percibir siempre fuera de error la primera nota de J’en Ai Marre!, la concurrencia masculina, sin reserva alguna, localiza una pantalla, unos para convertirse en parte del público que con arrojo la presencia en aquella versión francesa actualizada de lo que fue nuestro Siempre en Domingo, otros muy pocos para no perder de reojo los momentos clave. Todos esperan el comienzo del beat.
Su sonrisa contrasta con la mueca propia de su idioma. Su pelo es indulgente al ras de sus hombros y al movimiento de sus brazos que conspiran para hacer perder sus intenciones entre ondas que serpentean sus manos, o que a veces rematan hasta sus pies en suaves patadas que dejan rastros en el aire, al tiempo que sus caderas rotan sobre el eje firme de su talle. Con ayuda de sus párpados, corteja al revelar ojos que observan fijos e intiman a la sonrisa.
Quién sabe qué está diciendo, ni el coro se puede vocalizar, aunque más de uno lo intenta. No importa si fue o volverá a ser figura del espectáculo, tampoco saber que nació en el mismo lugar que Napoleón en 1984; que a la fecha lleva tres álbumes, siete singles y un DVD en concierto; que es apadrinada por una de las reinas del pop francés; o incluso que lleva más de un trienio casada con uno menor que ella, y que es mamá desde hace dos años. No. Lo que concierne gira en torno a una sola pregunta: ¿sabe lo que está haciendo?
Sí, pero no. Canta y baila, y sabe que lo hace bien, eso dice su sonrisa. Con su movimiento puntual y etéreo señala esfuerzo sin fatiga. Pero eso es colateral a su auténtico talento que ella desconoce: petrificar a quienes piensan que están con ella dialogando. Para pronunciar su entrega, recurre a su perfil epicúreo y, al elevar sus hombros al cuello, emite la inocencia que imaginó Nabokov. Sin embargo, más que cualquier cosa que un hombre puede celebrar, toda ella expresa complacencia.
En ese cuestionario son ellos y ella, nada más. Las demás mujeres desaparecen y lo saben, es por ello que ninguna se atreve, ni siquiera en broma, a imitar algún paso. Si cantan, tararean o mueven la cabeza al ritmo, es para ocultar su desdén. En ocasiones ellas mismas la examinan con detenimiento para diagnosticarle celulitis u otra enfermedad mortal, pero no la hay. Esos cuatro son sus Quince Minutos y de principio a fin es perfecta.
Los ánimos se ensalzan. No se detiene la glosa de halagos compartidos o absortos, que en ocasiones se reducen al llano movimiento de labios, como feligreses en comunión. ¡Carajo!, comenta al lado quien como otros se queja del banner que aparece en la pantalla y obstruye la plenitud del cuadro, así como se molestan cuando la cámara se aleja demasiado. No obstante, saben el video de memoria y han accedido innumerables veces a él por Internet, se deleitan con la pretensión de no haberlo visto nunca.
El derroche llega casi al final, cuando hace nadar al pececito rojo bordado en su vestido, lo que provoca la exaltación la audiencia cautiva, ávida de continuidad vital y con ánimos de tomar acciones concretas esa misma noche para asegurar la preservación de la especie.
Al terminar, las mujeres respiran y, antes de volver a ser receptoras naturales del lugar, los hombres no caen en cuenta de que repetir la grabación no es decisión de ellos sino del D.J. -quien seguro lo hace para sí mismo en la cabina. Reconforta saber que en casa se tiene a la mano la liturgia que no se limita a esa mazmorra hedida de humo cáustico y saturada de ruido. Para una computadora, contar con antivirus o el paquete de Office es tan necesario como tener el video de Alizée.