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jueves 12 diciembre 2024

Vuelo a Viricota

por Alfonso Bautista García

“El camino de las rosas aquí va, por Viricota va.
Dicen que tú andas por aquí y yo vengo a buscarte.
Aunque no estoy como tú, sin pecados, yo por aquí ando, yo vengo por ti”.1
I. Nierika

El sol se precipitaba desde el cenit sobre las gobernadoras que me abrían paso invitándome a transitar un camino zigzagueante. Al alzar la vista se oteaban las sinuosas formas de la sierra que establecía el límite lejano del interminable mar de arbustos por el que navegaba. Los rayos solares me traspasaban, como atraviesan la fronda del matorral, proyectándose sobre el suelo en una miríada de fulgores. No muy lejos, los ferocactus se erguían electrizados por el carmín de sus espinas. La arena, pegada a mis ropas y a mi cuerpo me cerraba la garganta. Caminé arrastrando los maltrechos pies hasta enrollarme en la base de una gobernadora donde me quedé dormido.

Un viento me despertó en el ocaso. La sed se hizo presente de golpe y una rata canguro saltó de su madriguera. Allá la perseguí arrastrándome en veloces vaivenes, fuimos de arbusto en arbusto hasta que logré pincharle con un colmillo, fue apenas un rasguño, un breve instante de contacto en el que percibí la suavidad de su pelaje y las palpitaciones del miedo. Huyó saltando lejos de mí. Su cola se alargó tras de su cuerpo y yo la seguí. Fui a encontrarla al pie de una yuca con sus patitas estiradas. La engullí perezosamente mientras miraba los destellos rosas que despedía el sol. Luego fui a dormir junto a un hamatocactus2 que, histérico, torcía sus largas espinas refugiado bajo las ramas del matorral cuyas flores amarillas ya iluminaban las primeras sombras que anunciaban la noche.

–¡Pum, pac, pum, pac, pum, pac!
Bajo mi cuerpo vibraba rítmicamente la tierra. Podía sentir cómo las piedrecillas saltaban a mí alrededor. Temblaba de frío. Luchaba por abrir los ojos. Con gran esfuerzo apenas logré entreabrir uno de ellos y divisé las estrellas que se mecían en el azul profundo del cielo. Estaba desnudo. Varias yucas se movían ocasionando el tremor de la tierra. Semejaban viejos gigantes barbados embadurnados de arena. En el suelo, las escolopendras comenzaban su frenética búsqueda combando sus cuerpos de llameantes franjas laterales e iridiscentes dorsos azules, casi violetas. Un tenue destello sobre el suelo llamó mi atención, era un peyote que se enterraba sigilosamente en la arena del desierto.

–¡Pum, pac, pum, pac, pum, pac!
Las yucas continuaban con su contoneo.
Desenraizaron bailando. Una de ellas comenzó a tocar el violín. La seca tierra comenzó a agrietarse, por aquí y por allá comenzaron a surgir las coronas glaucas de los peyotes que respiraban asincrónicamente. A lo lejos, los altos quiotes de los agaves se agitaban chicoteando la tierra. Agotado, me hundía poco a poco en la tierra. Una de las yucas se aproximó al lugar donde yacía mi humanidad transformada, continuó golpeando el piso. El violín aullaba. La gran yuca se inclinó sobre mí con sus barbas foliares y comenzó a cortar mi carne. Un trueno impuso el silencio, el relámpago la ceguera y la lluvia, el aroma entremezclado de petrichor y geosmina que inundó la atmósfera. Me vi tirado en el desierto con la lengua de fuera. Mi cuerpo pareció aplanarse y tomar tonalidades azules. Sentí las gotas de lluvia sobre mi rostro. Súbitamente todo se tornó negro, como una noche sin estrellas.

II. Teuchichimeca

En la enciclopedia medieval conocida como Códice Florentino, Fray Bernardino de Sahagún y los tlacuiloqui nahuah, describen a los habitantes de Aridoamérica, entre los que se encontraban distintos grupos de chichimecas, uno de los cuales era conocido como teuchichimeca,3 “los verdaderos chichimecas”, como afirma Sahagún.

Los teuchichimecas, hábiles labradores de piedra y consumados artistas plumarios, vivían en lejanas llanuras y en elevados montes; como no tenían un lugar fijo donde pernoctar pasaban las noches en las cuevas. Eran excelentes cazadores y conocían a la perfección los recursos de su entorno. Sahagún relata:

“También tenían gran conocimiento de yerbas y raíces, y conocían sus calidades y virtudes. Ellos mesmos descubrieron y usaron primero la raíz que llaman péyotl, y los que la comían y la tomaban en lugar de vino. Y lo mismo hacían de los que llaman nanácatl, que son los hongos malos que emborrachan también como el vino. Y se juntaban en un llano después de lo haber comido, donde bailaban y cantaban de noche y de día a su placer. Y esto el primer día; y luego el día siguiente lloraban todos mucho, y decían que se limpiaban y lavaban los ojos y caras con sus lágrimas”.

El rito en el llano nos remite a las ceremonias que, hoy día, realizan los huicholes (wixáritari) en el desierto de San Luis Potosí. Cada año, al finalizar el invierno y dar comienzo la primavera, el pueblo wixárika (huichol) realiza una peregrinación desde sus centros ceremoniales en la Sierra Madre Occidental hasta la Sierra de Catorce en el desierto de SLP, una distancia cercana a los 500 kilómetros. Los huicholes recorren el Camino del Abuelo Fuego hacia Viricota, el lugar donde se encuentra el panteón wixárika, donde viven los kakauyaríte en montañas, colinas y rocas.

Viricota es el país del peyote (hikuri), donde van las almas de los muertos a reunirse con sus ancestros y deidades. Allá, entre yucas y gobernadoras, los chamanes lanzan sus flechas mágicas a Tatewarí (Abuelo Fuego) y Kauyumári (Venado Azul) que al acudir junto a los chamanes les ayudan a salir de su cuerpo para obtener las respuestas que buscan. La peregrinación mantiene el movimiento del mundo, la salud, la lluvia, la procreación; tiene también una función iniciática y educativa, durante el viaje se transmite a los jóvenes wixáritari los mitos de su cultura.

El complejo cultural teuchichimeca del desierto sobrevivió en este rito huichol basado en el siguiente relato:

Tahuehuiakame, el supremo dios del cielo, envió a Maxa Kuaxí (Cola de Venado) a la tierra para encontrar nuevos y más humanos códigos de leyes. Maxa Kuaxí se puso en camino y al llegar con los hombres les comunicó el mensaje divino con el que gobernaría al mundo. Mucha gente lo siguió, en otras causó resquemores. Para evitar conflictos, Maxa Kuaxí convocó a su gente para iniciar una migración en busca de un lugar donde vivir en paz. Su propósito sufrió un descalabro cuando fueron atacados por sorpresa al reunirse para partir. Los atacantes hicieron añicos sus provisiones y las calabazas con agua que llevaban para el éxodo.

Al percatarse de lo sucedido, los dioses tuvieron compasión de Maxa Kuaxí y su gente, convirtieron los pedazos de calabaza, regados por el desierto, en peyotes con propiedades mágicas para sobreponerse al hambre y a la sed. De esta manera, el pueblo de Maxa Kuaxí, sorteó los obstáculos del camino sin preocuparse de las necesidades de la vida.

El camino a Viricota es la reconstrucción de ese mito.

III Hícuri

Real de Catorce tiene un aire de misterio antiguo, una atmósfera de pueblo fantasma. En una de las estrechas calles principales, unas camionetas Jeep blancas están estacionadas. Esperan a los turistas que quieren acampar en Viricota, en el desierto de San Luis Potosí. Luego de que se ha llenado el cupo, los Jeeps arrancan enfilándose a la planicie desértica. Bajan por un caminito rugoso que asoma en las laderas de las montañas. Una vez alcanzado el desierto se acaban los caminos y los Jeeps se internan guiados por la memoria del conductor a través de sus caminos mentales.

–Nosotros nos bajamos aquí, dice un joven. Se bajan tres.
–¿Cuándo quieren que venga por ustedes?, pregunta el chofer de bigote abultado.
–En cinco días, responden los jóvenes después de consultarse con la mirada.
–Aquí nos vemos en cinco días a esta hora.
–Adiós.
–Adiós.
Y el Jeep sigue su marcha descargado y cargando personas.

Nos bajamos. El desierto tiene un horizonte sin fin tapizado de gobernadoras y asomándose sobre ellas, las yucas.

Lo primero que hay que hacer es situar el campamento y colocar la tienda de campaña. Luego reconocer el lugar y buscar el peyote. Caminar y caminar. Gobernadora tras gobernadora. Cactus y cactus. Tras un largo rato aparece el primero y luego el segundo, el tercero y por todos lados aparecen los peyotes como si, inesperadamente y sorpresivamente, salieran de su madriguera bajo la tierra.

El peyote (Lophophora williamsii) es una pequeña cactácea globosa sin espinas que crece al ras del suelo y de ciclo de vida largo. Cuando hay periodos sin agua, el tallo de la planta se encoge tanto que parece enterrarse. Crece al amparo de otras plantas, como la gobernadora (Larrea tridentata), que es como su nodriza; puede formar colonias que se distribuyen en manchones desde Texas hasta San Luis Potosí a través de las zonas áridas. Bajo la NOM-059 de Protección ambiental para especies nativas de México, el peyote está sujeto a protección especial, también aparece en la lista de la International Union for Conservation of Nature como vulnerable debido a que sus poblaciones se han visto gravemente perturbadas por actividades humanas, como la minería y la sobrecolecta para fines lúdicos. Islas Huitron (1999), encontró una reducción del 30% de la población de peyote en relación a la población que había en los años 60 del siglo XX en una zona perturbada del desierto de San Luis Potosí.

Las estrellas aparecen en el firmamento. En el desierto las temperaturas son extremas. Durante el día, uno se asa bajo el inclemente sol y en las noches tirita de frío. Bajo el efecto de la mescalina del peyote, los colores cobran intensidad y la tenue luz de las estrellas en un cielo sin luna es suficiente para ver claramente pues las pupilas se han dilatado lo suficiente para lograr esta visión. Podemos caminar mucho tiempo sin cansarnos, ver y sentir el latir de cada planta, el travieso parpadeo de las estrellas que de pronto cobran vida propia. Quizá eso mismo vieron aquellos seres humanos que consumían peyote hace más de cinco mil años en la cueva Shumla, en Rio Grande, Texas. Hoy aquí, Viricota, lugar sagrado, desierto mexicano.

Bibliografía

Benítez, F. (1968) En la tierra mágica del peyote, Ediciones Era.
Bruhn, J., De Smet, A., El-Seedi, H., Beck, O. (2002) Mescaline use for 5700 years. The Lancet Vol 359.
Islas Huitron, H. (1999) Estudio ecológico de Lophophora williamsii (Lem.) Coulter en una comunidad vegetal perturbada del desierto de San Luis Potosí. Tesis. UNAM.
Sahagún, Bernardino (1979) Códice Florentino. Edición facsimilar, Gobierno de la República.
Schaefer, S. B. y Furst, T. (ed.) (1996) People of the peyote: huichol indian history, religión, and survival. University of New Mexico Press Albuquerque.

Nota:

1 Canción de los chamanes buscando hicuri, citada por Benítez (1968).
2 Linneo introdujo el término “cactus” para referirse a las plantas espinosas de América y es una palabra de origen griego. Hamato, proviene del latín *hamatus* que significa ganchudo. Los hamatocactus tienen espinas centrales terminadas en gancho, en algunas especies esas espinas son muy largas y se tuercen como los cabellos parados cuando te acabas de levantar.
3 El gentilicio deriva de teutl –que significa dios–, aglutinada con la palabra chichimeca fue un reconocimiento mexica de su parentesco con los antiguos chichimecas de Chicomoztoc.

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