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lunes 30 diciembre 2024

Justicia a la mexicana

por Alejandro Colina

Una angustia acuciante me despertó en la madrugada. No sin dificultades me incorporé y caminé al baño. De regreso logré conciliar el sueño solo hasta que resolví, en una ruda tentativa de heroísmo moral, ser consecuente conmigo. Si en artículos y sobremesas argumentaba con vehemencia en favor del Estado de derecho, debía acudir a las instancias que el Estado de derecho disponía para procurarme justicia. La noche previa, una Urvan golpeó el costado izquierdo trasero de mi automóvil y se dio a la fuga. Yo circulaba en vía preferente y el otro siguió la marcha a pesar que yo había ganado el espacio de manera notoria, con más de la mitad de mi automóvil. Al percatarme que el chofer de la Urvan no frenaba aunque me tuviera enfrente, aceleré a fondo. Gracias a ese reflejo, el impacto solo afectó la salpicadera izquierda de atrás de mi coche. De otra forma, hubiera averiado alguna de las puertas, tal vez las dos. Tras el golpe, Mary descendió del automóvil, pero la Urvan siguió su camino como si nada hubiera ocurrido y yo, que aún no acababa de abandonar mi asiento, volví a girar la llave de encendido y fui, encanijado y audaz, tras la camioneta en fuga. Toqué el claxon y con gritos y señas intenté que el otro parara, pero aceleró y yo, con algún fragmento cinematográfico volándome clandestino en la mente, intenté rebasarlo. Entonces la Urvan me cerró el paso con agresividad aún más cinematográfica, mientras algunos de sus ocupantes se asomaban por las ventanas para mentarme la madre. La Urvan iba atestada de muchachos felices. Calculé diez o doce. Naturalmente no eran pasajeros, quiero decir, usuarios del transporte público, al menos no iban en esa calidad durante ese preciso momento. De hecho la camioneta transitaba fuera de ruta. En repetidas ocasiones pugné por rebasarla, pero el chofer la interponía en mi camino a riesgo de propiciar otro golpe. Así continuamos durante un par de minutos; yo, aguerrido y casi temerario, disputando el rebase, y el conductor de la Urvan cerrándome el paso sin reparar en ningún peligro; la turba de jóvenes enardecida dentro de la camioneta, y yo buscando con la mirada furiosa y angustiada una patrulla o un policía que pudiera intervenir en mi auxilio. ¿Y Mary? ¿Era conveniente insistir en aquella persecución hasta sus últimas consecuencias en tanto que mi mujer había quedado calles atrás? ¿No resultaba más sensato regresar? Tal vez resultaba lo más sensato, sobre todo si reparaba en lo que podía ocurrirme si después de todo lograba el rebase. Sí, aquella horda podía romperme la madre. Muy bien, regresaría, pero antes debía memorizar las placas. Al tiempo que las memorizaba, traté de registrar los otros números que ostentaba la camioneta. Porque, en su calidad de transporte público, aquella camioneta lucía otros números. Uno designaba la ruta y otro era el llamado número económico, pero en ese momento había yo olvidado que esas camionetas tenían un número económico. De modo que la presencia de los dos números me confundió. Sabía que uno correspondía a la ruta, ¿y el otro? Y, en todo caso, ¿cuál de los dos comprendía la ruta? Mejor recordaría solo el número de placa. Qué necedad de sujeto, ¿acaso no comprendía que estaban a la vista esos números que identificaban la camioneta? ¿No advertía que sería fácil localizarlo? Al fin suspendí la persecución. No sin cierta vacilación, frené y emprendí los movimientos indispensables para dar vuelta en U. Algunas calles abajo detecté a mi mujer.

-¡Vamos tras ellos! -me conminó, gallarda y resoluta.

-¿Cómo crees? -contesté a bote pronto, incurriendo sin querer en una oscura ironía desesperada.

Tras un breve alegato, decidimos volver tras la huida de la Urvan, pero no tropezamos ni con sus luces.

-Mejor regresemos al lugar y hablemos al seguro -no sé si dije yo o dijo ella, pero con toda seguridad no concluimos otra cosa.

En la media hora de espera, comprobamos lo que ya sabíamos: que aquél era un cruce muy peligroso. Las calles eran estrechas, pero circulaban tráileres y camiones pesados. En ambos lados descansaban coches estacionados y la circulación se enmarañaba en doble sentido. Con frecuencia no cabían los dos automóviles que venían de frente y uno se detenía de manera forzada para ceder el paso al otro, luego ambos avanzaban a milímetros uno del otro y casi rozaban los autos estacionados, nuestro coche entre éstos. No juzgo inexplicable que sintiéramos un gran alivio cuando el ajustador apareció. Enseguida le relaté el incidente y a manera de respuesta me solicitó la póliza del seguro, la tarjeta de circulación y mi licencia.

-Le voy a ofrecer una opción independientemente de que interponga o no la demanda correspondiente. La verdad no tiene mucho caso interponerla, pero si usted lo desea puede hacerlo. Es política de la empresa no demandar en el estado de México. En nuestra experiencia, el ochenta por ciento de las demandas son archivadas en esta jurisdicción. No, en el estado de México no se consigue nada por esta vía.

-¿Cómo es eso?

-Mire, le planteo uno de los mejores escenarios posibles. Suponga que vamos ahorita o usted va mañana a levantar la demanda y la policía ubica el domicilio del sujeto. Le mandan citatorios y el sujeto no se presenta. Tras el tercer citatorio los policías acuden al domicilio del tipo y éste les ofrece dinero; los policías declaran que no lo encontraron y así nos seguimos hasta que la demanda es archivada. Antes obligábamos a los clientes a acudir al Ministerio Público. Algunos se rehusaban a hacerlo, pero nosotros insistíamos que era un trámite obligado. Pero al cabo, la compañía desistió. Demandar es un derecho que le asiste, pero ya no representa una política de la empresa. Si me pide mi opinión personal, no tiene ningún sentido demandar. Pero con la opción que le voy a dar, usted de todos modos puede hacerlo. Demandar hoy, mañana o pasado no cambia nada la cosa.

Mary y yo nos dirigíamos al funeral del padre de una amiga muy cercana de ella, así que optamos por tomar la opción que nos ofrecía el ajustador. Más tarde decidiríamos si demandábamos o no al chofer de la Urvan fugitiva. El ajustador me asignó el taller más cercano a casa y agregó que debía pagar un deducible de aproximadamente cuatro mil quinientos pesos. Entonces nació en mí, espontánea e insidiosa, la pregunta:

-¿Pues a cuánto ascenderá el costo del percance?

-Entre seis mil y ocho mil pesos -contestó el ajustador-; en el taller que le asigné determinarán con precisión el monto.

No se requerían grandes operaciones matemáticas para concluir que en nuestra calidad de afectados correríamos con la mayor parte del costo, pero al parecer no existía una opción más razonable, de modo que firmé los papeles y el ajustador nos deseó una mejor noche. Durante los minutos siguientes, Mary y yo resolvimos no demandar ni arreglar el coche, puesde pronto no podíamos disponer de la cantidad requerida. En unos meses cambiaríamos el coche por otro nuevo. Ése constituía un buen consuelo frente a todas las pérdidas resultantes por el incidente. Algunos días después comprobamos que se trataba de un consuelo ilusorio, de momento irrealizable, pero no puedo negar que aquella noche fue un buen consuelo.

Mary y yo nos acostamos a la una y media de la madrugada y a las cuatro desperté con la necesidad heroica y consecuente de acudir a las instancias jurídicas para procurarme justicia en el asunto de mi automóvil. ¿O acaso no había resaltado en varias pláticas y artículos la urgencia de otorgarle validez al Estado de derecho? ¿Acaso podía argumentar de un modo y actuar de otro? ¿Acaso no representaba ésa una buena ocasión para probar si los mexicanos teníamos la esperanza de vivir gobernados por una ley distinta de la ley de la selva? A las diez de la mañana entré en las oficinas del Ministerio Público de Nicolás Romero. Me recibió una mujer mal encarada, con uniforme de la Secretaría de Seguridad Ciudadana del estado de México:

-¿Tiene el número de placa?

-Sí.

-¿Y el número económico?

-¿Número económico? No, creo que no.

-¿Y el número de la ruta?

-No, tampoco -admití, y descubrí en la mujer la intención de echarme de allí. Por eso agregué-: Pero entiendo que con el número de la placa pueden localizar un automóvil.

-Regístrese aquí -cedió a regañadientes. Sin embargo, mientras escribía mi nombre, puntualizó-: Pero necesitaremos saber la ruta y el número económico.

Varias personas esperaban en unas sillas ordenadas como en un salón de clase. En plan resignado y humilde, me senté en la cuarta fila. ¿Cabía adoptar una actitud indignada ante la espera? Quizá la tardanza resultaba explicable a la luz de la cantidad de personas con una querella que aguardaban como yo. Una hora más tarde, se me ocurrió comunicarme con mi seguro:

-Para levantar la demanda no necesita un abogado nuestro. Puede hacerlo usted mismo. Por el momento el Ministerio Público es su abogado. Solo tenga cuidado de solicitar una copia de su declaración para que podamos brindarle apoyo jurídico posteriormente, si así lo requiere.

Pasadas las doce del día, una secretaria del Ministerio Público tomó mi declaración.

-¿A cuánto asciende el costo del daño?

-De acuerdo al ajustador, entre seis y ocho mil pesos.

La mujer eligió la cantidad mayor y seguimos con el recuento de los hechos. Cuando terminamos, le pedí una copia de mi declaración, pero ella me informó que debía hablar con El Licenciado, así, con mayúsculas y cursivas en el tono, pues ella carecía de autoridad para proporcionármela. Por un segundo, acaricié la posibilidad de cambiar el tono amigable que hasta entonces había sostenido por un tono exigente. Después de todo, tener una copia de mi declaración debía formar parte de mis derechos. Pero todo en el ambiente me sugería que si me mostraba exigente no iba a sacar nada de allí, y yo estaba allí por algo, no por nada; había invertido ya dos horas y media de mi vida por algo, no por nada. Así que opté por incorporarme y caminar hasta la puerta de El Licenciado:

-Buenas tardes, Licenciado, quisiera solicitarle una copia de mi declaración para poder dar seguimiento al caso.

Un murmullo ininteligible me contestó.

-¿Perdón?

-Si me da unos minutos.

Unos minutos más tarde El Licenciado emergió de su despacho. A conciencia, le busqué los ojos, pero no me los prestó ni por un instante.

-Un señor quería una copia de su declaración -se dirigió a la mujer que permanecía detrás de la computadora, justo frente a mí.

-Soy yo -reconocí, levantando la mano con gesto juguetón.

-Ah, sí, disculpe, no lo vi -dijo El Licenciado y, en tono de broma, añadió-: No traía lentes, ¿verdad?

-Sí, sí los traía -respondí, y en tono de broma-, pero no se preocupe; es que me cambié de máscara -y ambos reímos en forma inevitable. Transcurrieron varios minutos más en los que la secretaria fingió trabajar y yo me mantuve delante de ella, a la expectativa. Entonces la mujer policía de la entrada se aproximó y le regaló una paletita a su compañera de trabajo:

-Está muy insistente -dijo, señalando con los ojos a una mujer que se encontraba atrás de mí, quizá sentada en una de las sillas acomodadas como en un salón de clase.

-¿Qué quiere?

-Que una copia de su declaración…

-dijo, como si no alcanzara a conceder crédito.

-¿Qué día vino? ¿Podemos verlo en la carpeta de registros?

La mujer policía fue y vino con una carpeta entre manos. Ambas comenzaron a pasar las páginas.

-Es ésta.

-¿Qué número?

La otra anotó el número.

-Debe estar en el archivo.

-Deja lo busco.

De nuevo la mujer policía fue y vino.

-No está.

-¿Segura?

-Sí, segura.

-Debe estar -observó la secretaria al tiempo en que tomó la vertical y enfiló hacia el archivo. Buscó durante unos minutos y estuvo de vuelta.

-Tienes razón -consintió entre risas-, no está, se habrá perdido. Dile que venga al siguiente turno, que a ellos les corresponde.

La mujer policía se movió con presteza y la secretaria pareció recordar mi presencia frente a ella.

-¿Qué le dijo El Licenciado?

-Entendí que sí, que en unos minutos.

Pasaron otros quince minutos y El Licenciado volvió a emerger de su despacho. Pero ahora no caminó hacia el cubículo donde nos encontrábamos a la espera de su respuesta, sino hacia el archivo.

-¿Por qué no va a verlo? -sugirió la secretaria-. Dígale que ya terminamos.

En el acto asentí y abordé al personaje.

-Licenciado, ya acabamos con la faena.

-¿Sí?

-Y bueno, estoy en espera de la copia de mi declaración, pues el seguro me la pide.

El Licenciado metía y sacaba hatos de papeles, al parecer sin un objetivo preciso.

-Está bien… pero como son copias certificadas… tienen un costo… que podría usted pagar en tesorería… o en el banco… pero hoy, como es domingo, no se puede…

-¿Y no se puede de otro modo? -aventuré, metido ya en el lenguaje cifrado de El Licenciado, pues en la larga espera había resuelto hacer valer la pérdida de mi tiempo.

-Pero luego usted va a decir que yo le pedí y…

-No digo nada -aseguré, para inyectarle confianza.

-¿De caballeros?

-De caballeros -afirmé, bien al tanto de que me encontraba en el cogollo de una farsa.

-¿Cuántas copias son?

-Yo firmé tres o cuatro.

-Serán cinco, a veinte pesos cada una…

-Doscientos pesos -sumé presto, sacando mi cartera.

-Doscientos veinte o cuarenta -siguió él con las sumas.

-Pero solo traigo cien… y aquí no reciben tarjetas de crédito, ¿verdad?

-¿Va y viene?

-Voy y vengo.

Salí enseguida de la oficina del MP, determinado a ir y venir lo más rápido posible, pero era domingo, día de mercado. Prácticamente todas las calles que se interponían entre mi casa, donde podía disponer del dinero que me faltaba, y el punto donde me encontraba, formaban parte de un mercado atestado de gente. Con actitud filosófica emprendí la marcha. Frente al concierto de colores del primer puesto de frutas, recordé que Pablo Neruda constataba que México estaba en sus mercados, y me propuse disfrutar del camino. Pero los ríos de gente me lo impidieron. Tras las primeras dos cuadras de batallar por cada centímetro me sentí mareado, pero solo durante un segundo. Recordé que debía amar el lugar donde vivía, no despreciarlo, y con esa misma moral me infundí muchos nuevos ánimos. En cuarenta minutos estuve de regreso en las oficinas del MP con un billete de doscientos pesos dentro del fólder que el ajustador de la compañía de seguros, amable y protocolario, me había regalado. Será rápido, me dije, pero no fue así. Dos horas más tarde, pude sentarme de nuevo frente a El Licenciado.

-Aquí está su copia certificada.

-Y aquí el papelito que faltaba… ¿Y ahora qué sigue?

El Licenciado extrajo el billete y fingió que buscaba más. Yo lo ignoré.

-Pues la averiguación ya se encuentra en el sistema. Los policías ministeriales podrán consultarla para emprender la búsqueda del responsable. Pero necesitarán datos que usted pueda aportarles. Ya sabe, pequeños detalles…

-Entiendo -sentencié, calculando que debería desembolsar más dinero si deseaba que el personaje de la Urvan se hiciera cargo del costo de la reparación de mi coche-, ¿y cuándo podré verlos?

-Pues ahora, como es domingo, andan en otras diligencias… en operativos y esas cosas… Véngase mañana como a las ocho y media o nueve de la mañana para que les muestre la carpeta y pueda usted proporcionarles esos detalles, que son muy importantes para echar adelante la averiguación…

En menos de un minuto, había yo diseñado mi plan financiero a seguir: los policías exigirían al infractor los ocho mil pesos que reclamaba yo en la declaración, pero yo solo necesitaba los cuatro mil quinientos del deducible, de modo que el resto podría repartirlo entre los policías, el MP y acaso el juez. Porque resultaba probable que se precisaría de la intervención de un juez… ¿Sería suficiente? En principio ofrecería un porcentaje de lo obtenido a los policías ministeriales para que no olvidaran el caso, pues me quedaba claro que sin ese dinero lo olvidarían. Cuando emergí otra vez de aquella oficina de justicia, ignoraba que no volvería el siguiente día, ni en el siguiente, ni en el siguiente y que daría por perdidos aquellos doscientos pesos junto con los cuatro mil quinientos pesos del deducible, en el remoto caso de que arreglara el automóvil dentro del plazo de treinta días que había fijado el seguro. Ya no pensaba en la mañana completa de domingo que había desperdiciado en el MP. Tan solo sabía que necesitaba una cerveza y unos ricos tacos de carnitas para sentirme mejor. Así que recogí a Mary y nos fuimos de inmediato a comer.

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